Thursday, January 14, 2010

Entre paisaje y arte
















Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Se acaba la sopa de mejillones, roja, con cebollas y locotos mexicanos flotando. Candela en la grabadora; Colombia en un disco que una muchacha colombiana me presta en las escaleras. La ventana se divide en dos, no perfectamente porque hay techos y chimeneas: azul el cielo, y árboles, ladrillos, manchas de nieve e hilos de agua abajo, color de habitaciones.

En la orilla izquierda de mis ojos una angustiada foto de Alejandra Pizarnik. Triste muerte. Si la cumbia viene en tambores, si las manos se abren como sonrisas, aun en esta soledad de cuarto caliente y frío afuera, aun así, no mueras, Alejandra Pizarnik. Si Buenos Aires está sola y gris como Denver, vámonos al mar. Escribo a mamá que todavía la muerte me ignora desde sus torres lorquianas y, cómo no, si bajo el agua estoy, sorbiendo ora aire ora ron; dime, dónde podría encontrarme, perdido por los chocolatales de Jorge Amado.


Un avión.


California.


Ramiro "Chino" Murillo, Ronald Arandia, Claudio Ferrufino. En downtown Los Angeles, ciudad estigma, de eucaliptos, con sauces y molles. Un café, mujeres de cuerpo endulzado y sazonado para ser comido. Y hambre hay, pero no tiempo.


Café de avellanas, oloroso, más paseo y la compra irrefrenable de cerveza. Y la noche se convierte en trópico, en poesía, en Ché Guevara y Ho Chi Minh, en un teléfono que suena a Ligia; Julio que desde la lejos Virginia nos dice ¡victoria o muerte! El pasado es evanescente, la vida no vale nada, todo está detrás de los ojos, nada cambia ni nada se ha olvidado. Los amigos ni se han puesto viejos. Bailan un poco más lentos y otros (Elmer) aprendieron a bailar. Pero básicamente es lo mismo.


La noche que se inventó a las seis de la tarde se ha desinventado ahora. Un par de horas de sueño y el auto hacia San Francisco.


Santa Bárbara. Vasos de cerveza; una terraza y el desfile femenino con perros, a cual más lindo. Aparece el mar, la mar pacífica. Del techo abierto fotografiamos rompientes de la costa, espuma de mar.


Semejantes al cartero de Neruda grabando el murmullo único y distinto del agua. El crepúsculo es un ir y venir de carteles verdes de señalización, la gran mayoría en español. La invasión es tan obvia: Salinas dice España, Amarillo, México; historia de poder y usurpación. En los bordes de Redwood City, a veinte millas de San Francisco, nos acomodamos en un vetusto edificio esquinado, con patios interiores como los de las urbes francesas. Y más tarde el baile. Esmirriados centroamericanos moviendo el cuerpo con perfección. Quietos, nosotros, con la pesadez andina que nos ha dado fuertes brazos pero falta de ritmo en el trasero. Aún así nos animamos, con una gringa tan alta que la nariz le toca el cuello...


La farra termina. El dueño de casa se queda desmayado, ojos blancos y boquiabierto sobre la cama. Enfilamos hacia la gran ciudad, al puente dorado, grandioso, a sus calles húmedas, a una picante comida tailandesa, a un par de vagabundos negros que ofrecen a sus familiares hembras asegurando que son limpias. Y el automóvil ve más que nosotros porque dormitamos intermitentemente. Después Ruta 1, la de la costa al sur, hacia Los Angeles, la maravilla de la naturaleza, el borde con viejas casamatas vacías para la invasión japonesa.


Chino frena para descansar. Y camino con calcetines rotos por la arena. El agua bronca, grita, suspira. Unas aves negras se adormilan sobre una roca dentro del mar. Casi parece que el Innombrable, el Supremo, ha elegido este momento para presentarse. Sin embargo el espacio ideal se pierde y escucho el ruido del agua retirándose de la playa.


El océano, el universo volcado, con seres que viven hacia abajo, que miran arriba como nosotros miramos abajo, a través del espejo.


Mira esto, mira lo otro. Hay tanto. Imagino a los conquistadores, asombrados ante el grandor del cielo, quizá pensando en tirar estas corazas, cómo pesan, y desnudarse para ahogar en agua la codicia.


Un cartel, cuando ya crepusculan las nubes, dice Cannery Row. Aquí, sobre aquí, escribió John Steinbeck una gran novela. Bahía de Monterey, con una R; la playa donde su personaje busca moluscos y estudia la vida marina del lugar, ajeno al acecho de las putas. En este libro dudé si 
Faulkner escribía mejor que Steinbeck, comparación absurda.

Andamos tras los pasos de la literatura norteamericana. Ya en Big Sur recuerdo a Henry Miller, retirado en ese paraíso con la cabeza llena de culo y de nostalgia; con la foto de Anaïs Nin, "que era la más hermosa". Difícil hallar a esta hora el refugio del poeta. Contraste de cambiar la Place Clichy por Big Sur, París lleno de mierda de perro por la arboleda infinita de "Los padres" como se nombra el bosque. Ir de un extremo a otro. No dejo de pensar en Malcolm Lowry, refugiado en los árboles canadienses, de paz contraria al mezcal y a los cuchillos, a las sombras calaveras de México. Cada autor trata de encontrar su orden afuera, olvidando el santuario de sí mismo: Mishima que se abre las vísceras; Saint Exupéry que vuela hacia el sol, Icaro moderno llorador de mujeres; Rimbaud que ya no escribe; Vallejo en su desesperada búsqueda de hambre...


Henry Miller, por fin, ajeno al trópico, entre medio de la ramplonería gringa.


De vuelta en Los Angeles incursionamos en un billar cerca del departamento, en Sherman Oaks, suburbio angelino. Un par de jarras de cerveza, Ronald que aborda a una muchacha pero no puede abordar a su novio... Y llega la policía, para no olvidar USA, y un poco de teatro como si vivir fuese una película, y nosotros extras...


El domingo nos iremos, Ronald y yo, por la noche. Visitamos Hollywood, la madera sagrada del capitalismo. Bello, para qué mentir. Y nos fotografiamos en una colina desde, según un filme con Nick Nolte, los policías tiraban a los delincuentes, rodando abajo, piedras de carne suave.


Pablo Milanés canta yo pisaré las calles nuevamente... ¿Qué son pupusas? Son como tamales salvadoreños. Y Los Angeles cae en lluvia a través de esta sucia ventana que barbota música tropical. Y luego, conduciendo por Sunset Boulevard, después de ver las estrellas por el suelo, los pies y manos de Gregory Peck, el nombre de Sharon Stone, sus tenues pechos que no refleja esta vía láctea pedestre, el Whisky a Go Go. Allí comenzó Jim Morrison, los Doors que tenían un vocalista loco. Entramos. Un hombre nos dice cómo era entonces, cuando Jim cantaba. En su voz se mueven sillas y escaleras. Nos fotografía, gracias, de dónde son, de Bolivia, ¿verdad?, mi abuela era de Santa Cruz, y la nación india, la sucia tierra de nuestro amor nos persigue hasta lo más hondo de Norteamérica. Negra entrada, en la esquina, para aquel bar que significa tanto para mí.


Universidad de California en Los Angeles, UCLA. Una exhibición impresionante sobre Ché Guevara. Afiches y más posters venidos de Cuba, de Amsterdam, de donantes oscuros de posible sombría historia. No fotos, los hombres y mujeres de azul. Y Ché que habla en las pantallas, mensaje a la Tricontinental. Y las chicas norteamericanas, con mínimos calzones que se les notan detrás de los jeans, toman apuntes y se estremecen con las barbas de Camilo. Y es un pequeño espacio de silencio, nos hemos callado. No podemos perder los hábitos religiosos y ese hombre al que amamos más que a mujer se endiosa sin quererlo. Hasta que el son de Carlos Puebla rompe el misticismo y podemos aprehenderlo otra vez simple como fue, Ché comandante, amigo. Y ahí termina Los Angeles, en la Sierra Maestra, signo premonitorio. Lo demás es avión, Coca-Cola; no, sir; yes, sir; no, thank you; yes, please; Denver International Airport. Por cuatro días pasaron Chino, Ronald, Elmer, Claudio, Steinbeck, los Doors, Henry Miller, Ché, Douglas Fairbanks, Santa Mónica, Venice, San Francisco, Corona, Amazon Bar, Debra, salsa, cumbia, merengue y las palabras de Mohamed Ben Bella que leo antes de dormirme en el retorno.

Denver, diciembre de 1997

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Publicado en Fondo Negro (La Prensa/La Paz), diciembre 1997

Imagen: Roberto Apostolo/Downtown Los Angeles, 2005

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