Tuesday, August 13, 2013

Demonización de lo ordinario

Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Marssac-sur-Tarn, en el Mediodía francés, a decir mío en la juventud, la región más hermosa del mundo. Y tal vez una de las más sombrías.

De Lille grisácea bajé a la lodosa Amiens, atravesé el bosque de Compiègne, de tan alegres, alguna vez, y posteriormente nefastos recuerdos. París. Poitiers, hacia el sur, cuando se perdieron las grandes ciudades y deambulé en la noche perdida de Lodève, en el Larzac. Percibí, ya entonces, la sombra del lugar, que años después se confirmó con las historias de la Bestia de Gevaudan, bestiarios medievales, piras humanas que iluminaban el cielo de los fatales albigenses, la tragedia cátara.

Béziers, Narbonne, lo mismo. Inmensos muros como queriendo detener el futuro; helados, negros, marcados de orín sus metales. Languedoc, Rosellón, trashumar por la geografía con los vellos erizados.

En Marssac-sur Tarn, cerca de Albi, entre no más de tres mil habitantes, vive Guillermo Augusto Ruiz Plaza, escritor boliviano, poeta y cuentista, hábil prestidigitador de las oscuridades que abundan en los resquicios de ese otro sur. Que cómo dio con su humanidad allí, es una interesante historia que podría servir para analizar la sabrosa hibridez literaria que lo caracteriza. Autor premiado, Guillermo parece trajinar con calma, en sus letras, una senda segura, de paso y pulso firmes, con garantía de buena literatura, sin para ello caer en la avidez de brillo, simple neón, que aparece en algunos contemporáneos suyos. No la necesita.

Guillermo ha escrito La última pieza del puzzle, volumen de relatos que leí de corrido. Eso dice mucho de un texto, su dinámica. Detalle que inmuniza a un libro contra desglosadores y críticos con ánimo de charcuteros.

Temas de entorno cotidiano, por lo general familiar, a veces reexpuestos como en un réquiem de pesadas pausas, que hablan de abuso, dominio, obsesiones, miserias, elementos que en una sociedad cerrada no se hacen circunstanciales sino característicos, y que, por tanto, van a despertar no sabemos cuándo una reacción que a través de cada relato casi se va haciendo cadena, no de horrores en mi opinión, pero sí de hálitos vivificantes. Suerte de redención bíblica, Isaac eternamente sacrificado, en aras de la concordia colectiva. Consciente o inconscientemente. El Demonio de la Vida, el Ángel de la Muerte. Por otro lado, el divertimento de intercambiar uno por otro, trastocar los roles, hacer que la circunstancia fortuita desequilibre lo esperado, destruya las expectativas, invente otras. Un péndulo que pareciera moverse al mismo ritmo, pero no a la misma hora. Dentro de una coherencia narrativa.

Dividido en dos secciones, La última pieza del puzzle explora en la primera, FUGA, los meandros por los que la gente trashuma para desembarazarse de esa carga que significa la sociedad, siendo la familia su mejor representación, y dentro de cuyos muros se sofoca el ser humano. Vale recordar a Octavio Paz en El laberinto de la soledad, y una explicación, la pongo sintetizada, del porqué de los asesinos y los asesinatos en Norteamérica. La violencia como último recurso, sino el único, para huirle a la sordidez de las paredes que han tapado el sol. Violencia que en estos relatos guarda cierta cadencia y refiere al término -en música- de una variación que se repite. No en vano los epígrafes salen de grupos de rock y señalan el anti-establishment que dichas acciones conllevan.

Poco valdría deshojar los relatos como unidades aisladas. Si bien se puede hacerlo, y disfrutar cada uno en su excelencia singular, está en el conjunto que se transmite, habilidad del escritor, una compleja sensación de horror -también alivio- y sorpresa no exenta de miedo y asco, cuando los personajes, en FISURAS -segunda parte-, quebrantan las normas de lo aceptado, lo “real”, con bizarros e inesperados escenarios.  Me gustaría anotar un par, mas eso quitaría al lector ese delirio de ir descubriendo un sutil entramado que lo envuelve y lo atrapa. Juego de lo macabro donde la opción de tomar partido se guía por la lógica -parte de lo establecido- que nos inclina a aceptar lo que no subvierte, lo incólume, lo acostumbrado y que de pronto en un giro nos pone a cuestionar la validez de lo que vemos y tocamos. Ilusión de los sentidos, y desarreglo de ellos. Fisuras, brechas, en muros que parecieran frágiles aunque al fin, asunto que no toca la narración, no lo sean.

Dos epígrafes inician la demonización de lo ordinario que caracteriza a este libro: una de The Wall, Pink Floyd, y otra de Pitol. La sentencia de Waters-Gilmour de que no somos otra cosa que un ladrillo en la pared, y que cada uno compone en comandita el muro que supuestamente protege pero que luego aprisiona, basta para desatar rebeldía. En algún momento, lo frustrante de esta sofisticada y viciosa prisión, burda al mismo tiempo, y canalla, donde todo se acepta mientras esté escondido, tiene que estallar en violencia, en hijos contra padres, por ejemplo, emblema transgresor per se, ya explorado con horrorosa magia por Ambrose Bierce en El club de los parricidas.

La cita de Sergio Pitol sugiere la crueldad del encierro pero habla de prodigios. Estos vienen en Ruiz Plaza con tintes oscuros, también violentos. En FUGA, la violencia implica el ataque a lo más cercano, lo íntimo, lo que nos justifica y define: los padres y en suma Dios, el estatus quo que permite el horror codificado y aceptable. En FISURAS toma otras formas que se desfasan de lo considerado normal por su matiz fantástico. Ambas atentan contra esas construcciones que hemos creado y seguimos creando para beneplácito y amargor nuestro, por paradójico que parezca.

La última pieza del puzzle
 no solo es un trabajo bien logrado en emociones extremas. Es pulcro, escrito con precisión y finura. La temática podría anunciar un universo de exabruptos y truculencia innecesaria y no es así. El narrador se mantiene en sus cabales. No forma parte del rito de la muerte ni se permite ser fascinado y mareado por ella; no pierde la compostura y dice lo que quiere decir. Hay suspenso y espanto; la fascinación le corresponde a quien está del otro lado de la página. Podríamos hablar de una complicidad que se crea, del lector con el personaje -victimario o irreverente, casi nunca víctima o conformista-. Sugerente, brutal, incluso apacible cuando el “trabajo” se ha “cumplido”, aunque esto signifique estar asando los restos del padre en la chimenea de casa.

Lectura vital, de riesgo, subversiva y sin embargo lúdica, que atenta a los cimientos que sostienen el estrado, donde los actores, cotidianos y terrestres, de pronto se ven enfrascados en actividades liberadoras, individuales y titánicas para sobrevivir, pero donde la intención no radica en la sangre sino en el juego. En Goya, Saturno devora a sus hijos (importa el arte, no la imagen). Acá es a la inversa. O abstraemos lo obvio de que la sociedad se regenera a sí misma, se permite aberraciones y fomenta rebeliones siempre calculadas con meta de eternidad. Lo sabremos al colocar la última pieza del rompecabezas… si la encontramos. Aquí retorno al autor y cito: “(…) el puzzle es la metáfora de la realidad, donde casi siempre falta una pieza. Responde así, de forma indirecta, a la pregunta: ¿es posible llegar a conocer la realidad? ¿O estamos condenados a solo interpretarla, es decir, a llenar sus huecos con nuestra propia imaginación?”.
2013



_____
Prólogo a La última pieza del puzzle, de Guillermo Ruiz Plaza (3600, La Paz-BOLIVIA, 2013)
Publicado en Ideas (Página Siete/La Paz), 22/09/2013

Imagen: Portada del libro


No comments:

Post a Comment