Pareciera
evidente mi desdén por la “fiesta”, pero no es así. Se concibe a la música y al
baile, su base, como opción de vida, en casos de supervivencia: los negros
norteamericanos, los gitanos. En tales circunstancias es subversión, y quizá
fue de esa manera en la América india bajo el yugo europeo. En Brasil el
carnaval todavía implica el vértice que toca la revolución… por unos días.
Mi ímpetu crítico
respecto a Bolivia está en que la fiesta no hace de vínculo entre un estadio y
otro y se ha transformado en fin. Deja de ser expresión rebelde para
convertirse en status quo conservador. No hablamos de un momento liberador sino
de algo magnificado y dirigido hacia el punto de ser la cumbre de la aspiración
popular. Expendio y desgaste, ideales para regímenes totalitarios porque pueblo
ebrio y exhausto no se defiende. Hablemos claro: circo, en eso se ha convertido
esa magnífica expresión colectiva. Circo manipulado.
Hablando con mi
esposa, de notable familia de músicos ítalobrasileros, los Ferragutti, me
contaba que su padre quedaba boquiabierto del número de músicos que había en
Bolivia, de la profusión de bandas. Lo admiraba. Eso me hizo pensar en que he
sido injusto en apuntar solo hacia el lado negativo, porque, en primer lugar,
si a alguien le gusta la fiesta es a quien escribe. Pero el hecho popular, no
la digitación del poder, no lo ostentoso y ultrarreaccionario de la riqueza
como factor dominante en ella. No, la fiesta como explosión de alegría,
permeada del siempre existente mercadeo pero todavía autónoma.
He manejado estas
noches por las oscuras y arboladas calles de Aurora, con nieve esporádica aún,
con brisa fría, zorros, coyotes, conejos y mapaches, algún buho de casi un
metro de alto, de orejas paradas y mirada tenebrosa, águilas insomnes, venados
y mofetas. Entre esa muchedumbre he conducido el auto con Luis Rico sonando en
la cassetera, en un disco pirata que trajimos de Bolivia años atrás. A veces
las líricas no son del todo felices, pero la voz del cantautor, su dinámica, y
la prodigiosa banda que lo acompaña, lo hacen obvio, detalle que no mella la
belleza del instante. Una cueca con banda en la noche del fin del mundo, con
una ciudad que semeja dormida, y donde los únicos transeúntes son los hermosos
y despiadados mamíferos de la pradera. Un poco más arriba, hacia las
estribaciones de las Rocosas, vería osos negros escarbando entre la basura.
Suena tenue el
redoble del tambor; el bombo aparece en pulsante y sordo latido; se da lugar a
la trompeta, luego al trombón, y después todos juntos para introducir el baile
que se agita en pañuelos de bailarines todavía parados. Adentro.
Bolivia y su
música, en asombrosa variedad. La fiesta era motivo de imperecedera alegría en
casa para los niños. Nos sentaban hasta las diez de la noche y nada trae de
retorno la risa de la madre, la energía del padre, cuando materializaban en
frente de nosotros el ritmo de la tierra, de los cuerpos.
Mal podría no
gustarme. Pero he vivido demasiado en un lugar donde la fiesta no existe. El
año no tiene fechas, tiene estaciones. Y de pronto se cae en cuenta de que un
domingo es un domingo de ramos, porque alguien lo ha mencionado. Y el domingo
de ramos para mí, fuera de cualquier delirio metafísico, eran las mujeres
tejiendo palmas en la amplia vereda soleada de la plaza Colón, en Cochabamba. Una
fiesta para contemplar, porque nunca hubo ramos en casa, lo que no impedía que
disfrutásemos del momento.
No hablo de los
supergrupos que venden sus burdas creaciones como pan caliente y se adscriben
al Estado. Pienso en los paseantes que en la soledad de las mulas rasgan en
charango las notas de un muriente kaluyo. De las bandas de estruendo metálico. De
los bailarines mitad toro mitad hombre que afloran de la nada y descienden por
el pedregal de Illataco.
06/04/15
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Publicado en El Día (Santa Cruz de la Sierra), 07/04/2015
Imagen: Banda de músicos indios de Copacabana
Pienso en los cumpleaños de mi tío, que entre tardes de rayuela nos hace escuchar sus polvorientos y rayados cds, por el uso, de música tan variopinta que va desde los evocadores kaluyos (mi niñez va asociada a viajes interminables en viejos buses mercedes 11-14 oyendo esas melodías), pasando por canciones de los huaycheños, charanguitos misk’is como el de Alfredo Coca, hasta desembocar en taquiraris y carnavalitos, incluyendo alegre música vallegrandina, mayormente de autores desconocidos. En una tarde recorremos todo el país al son de sus artistas y es sumamente grato disfrutar de tanta diversidad.
ReplyDeleteCierto, José. Tengo un disco de Los huaycheños que compré en el mercado hace muchos años y disfruto esa música. He conocido aquellos Mercedes de los que hablas donde alternaban kaluyos con zambas argentinas.
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