Thursday, May 19, 2016

Aiquile, antes del temblor y al amanecer/CRÓNICAS DE PERRO ANDANTE


CLAUDIO FERRUFINO-COQUEUGNIOT

Sucede que por asuntos de vida privada, a veces uno tiene que tomar decisiones rápidas para amortiguar o solucionar problemas inesperados. Así como un día de 1998 tembló la tierra en Aiquile y alrededores, trayendo muerte por noche, así suceden cosas nunca pensadas. La seguridad no es patrimonio de nadie, y por tierra, agua, o fuego, la existencia es una brizna deleznable pronta y presta a ser aplastada en instantes.

Conocí Aiquile cuando jóvenes casi bachilleres excursionamos en algo que semejaba interesante aventura. Entonces Mizque continuaba escondida desde el pasado y su acceso implicaba dificultad, más seguro imposibilidad, pero ahí radica la alegría de vivir, en el enfrentar continuo de los obstáculos. La idea era arribar a Aiquile, pueblo grande en comparación a otros, todavía nexo entre los departamentos de Cochabamba y Chuquisaca, y de allí emprender el camino, a pata como nombra el vulgo, hasta el mítico pueblo colonial. A las primeras, cinco kilómetros a lo más, interpretamos el viento y la polvareda como conspicuos signos de malevolencia y nos echamos atrás. ¿Respeto al poder mágico del Ande dispuesto a salvaguardar una virginidad de siglos? O fue simple cobardía de muchachos cuyos sueños excedieron sus capacidades. A ratos mejor callar.

Vuelta atrás, con mantas amarradas como cojinetes en torno a eclécticas mochilas y caramañolas de la Segunda Guerra Mundial colgando del cinto, retornando al confort de una casa adusta, propiedad de un pariente de uno de los amigos, donde en dos lechos acomodaríamos los cuatro cuerpos que no se cansaron porque no caminaron. Luego Aiquile, población dita famosa en violadores y nacimientos forzados. Según sociólogos de entonces, cuando en Bolivia la sociología era tan joven como nosotros, el secuestro parcial y la violación de mujeres parecía ser la distracción más afecta, luego del alcohol y el fútbol, entre los aburridos paisanos. Allí no se libraba chica, señora o matrona que osase perturbar las calles con el indudable paso femenino, despertador de siniestros conciliábulos. Ni hablar de la servidumbre india, que siempre el indio pesó menos que el último mestizo o el mendigo blanco, cuyas fámulas intoxicadas con un día libre de la casi esclavitud a la que las sometían las patronas locales, y recalentadas por la afición nacional de chicha y guarapo, obviaban la alerta de las seis de la tarde y se entregaban dóciles o indóciles ya ni importa, a las sevicias de patotas malvivientes.

Nos desayunamos con tales noticias, venidas no sólo de las lecturas iniciáticas de los pensadores criollos, sino también por boca del anfitrión y amistades reunidas luego en torno a jarras de turbio licor de maíz, donde hechos tales merecían aprobación y alharaca de los practicantes en medio del jolgorio. Sin sutileza se nos invitó a participar, ofrenda que rechazamos con pretexto de incontinencia y cansancio: la chicha había trabajado lo suyo en los noveles intestinos de los recién llegados.

Aparte de eso, Aiquile era un pueblo común; en realidad menos interesante que otros. A diferencia de Tiquipaya que con casas blancas de adobe y pilares de eucalipto chueco, mantenía el dulzor de lo añejo, esta villa mostraba el decaimiento de lo híbrido, de no ser ni uno ni otro, de deambular en ese medio que para los anarquistas de la Fracción del Ejército Rojo Alemán no guardaba nada. Burdas imitaciones, ya entonces, treinta y tantos años atrás, iniciaban la ascendente marcha de la arquitectura chicha: columnatas griegas de yeso barato y rampantes leones de la dinastía británica junto a la capillita de la Virgen del Carmen iluminada por púrpuras luces de navidad.

Indagamos por las afueras de Omereque con cientos de vasijas precolombinas, o posteriores, con decorados disímiles y que se rompían al extraer. Qué importaba, había tantas que mientras cavábamos nuestros talones destrozaban un resto cuya belleza nadie ha ya de ver. Pasorapa y el polvo. Alguna muchacha de pueblo con los calzones rosados, de esos grandes que llamaban bombachas y que parecían pantalonetas de circo. Y una impresionante toma del postrer crepúsculo sobre Puente Arce, aparente reliquia de otros mundos, paso al más allá.

Vino el terremoto. Nunca se supo ni se sabrá cuántos y cómo o dónde murieron todos. Hubo aludes en campo lejos que si cargaron consigo vidas se hace pregunta irresuelta. Estábamos a doscientos kilómetros, bailando en un café bar de Cochabamba, cuando una palmera enana en maceta comenzó a oscilar. La música pensamos; el ron. Pero pronto aquello tuvo visos de horror, cuando las mujeres obviaron el amor y se pusieron a chillar “el fin del mundo”. Un terremoto de segunda mano para nosotros, tan lejos, y sin embargo nos movió los pies y agudizó la conciencia. Que dónde, dónde, dónde. Preocupados, porque aparte de la lírica conocida en las farras sobre el terremoto de Sipe Sipe jamás habíamos lidiado con el lenguaje de ultratumba.

Se movió el pueblo. Discursos, arengas, acopios, donaciones. Algunos, conspicuos miembros de la costumbre endógama de mendicantes, le vieron el negocio. La caída de las viviendas de los pobres construiría riqueza, que no quepan dudas. Lo fue, como no hace mucho, cuando en Beni desbordó el Mamoré, y de tenientes a generales apenas tuvieron tiempo de aprovechar los regalos de los solidarios que no entraban en los bolsillos. Un sonrojado coronel, no por la vergüenza y sí por el vitiligo, escanciaba cerveza paceña en una improvisada mesa callejera cuando en Trinidad se mojaba el carnaval. Bienvenido el desastre.

Nadie espera un terremoto. Tan adormilados vivimos en la patraña de lo cotidiano y la estulticia de la costumbre que ni siquiera pensamos que la naturaleza vive. Nos da igual. Los violadores de pueblo, los borrachos, los presos de Aiquile que pasaban el día afuera y retornaban a la celda solo para dormir, no tenían tiempo para ocuparse de cosas semejantes. La mayor enfermedad está en el ocio y el sismo les cayó como el rayo de Dios sobre Sodoma. No es que intente justificarlo, o alegrarme que la tierra se ensañase con ellos: no. Hago hincapié en que la desidia y la negligencia se convirtieron en característica lugareña. Esa impresión me dio, de joven, incluso feliz tomando un baño en una pileta escondida al sur.

Un par de años antes, y penetro en lo arcano de mi historia privada, pasé bien de noche por allí. Paramos en un taxi que conducían chofer e hijo por doscientos dólares, en carrera inútil contra lo acaecido, un terremoto particular, buscando la oficina de teléfonos cerrada al candado. Lloraba; las lágrimas sonaban como lluvia en las pupilas. Corría desesperado en un interminable camino entre la capital y Cochabamba. Pero, recuerdo, aunque la pena me nublaba los ojos, que contemplé la solitaria iglesia de Aiquile, sombría, y sin saberlo y de antemano presentí que se avecinaba un castigo. La condenaba.

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Publicado en CRÓNICAS DE PERRO ANDANTE (con Roberto Navia Gabriel), La Hoguera, Santa Cruz de la Sierra, 2013

Imagen: Bus carril a Aiquile (EJU-TV)

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