Sucede que por
asuntos de vida privada, a veces uno tiene que tomar decisiones rápidas para
amortiguar o solucionar problemas inesperados. Así como un día de 1998 tembló
la tierra en Aiquile y alrededores, trayendo muerte por noche, así suceden
cosas nunca pensadas. La seguridad no es patrimonio de nadie, y por tierra,
agua, o fuego, la existencia es una brizna deleznable pronta y presta a ser
aplastada en instantes.
Conocí Aiquile
cuando jóvenes casi bachilleres excursionamos en algo que semejaba interesante
aventura. Entonces Mizque continuaba escondida desde el pasado y su acceso implicaba
dificultad, más seguro imposibilidad, pero ahí radica la alegría de vivir, en
el enfrentar continuo de los obstáculos. La idea era arribar a Aiquile, pueblo
grande en comparación a otros, todavía nexo entre los departamentos de
Cochabamba y Chuquisaca, y de allí emprender el camino, a pata como nombra el
vulgo, hasta el mítico pueblo colonial. A las primeras, cinco kilómetros a lo
más, interpretamos el viento y la polvareda como conspicuos signos de
malevolencia y nos echamos atrás. ¿Respeto al poder mágico del Ande dispuesto a
salvaguardar una virginidad de siglos? O fue simple cobardía de muchachos cuyos
sueños excedieron sus capacidades. A ratos mejor callar.
Vuelta atrás, con
mantas amarradas como cojinetes en torno a eclécticas mochilas y caramañolas de
la Segunda Guerra Mundial colgando del cinto, retornando al confort de una casa
adusta, propiedad de un pariente de uno de los amigos, donde en dos lechos
acomodaríamos los cuatro cuerpos que no se cansaron porque no caminaron. Luego
Aiquile, población dita famosa en violadores y nacimientos forzados. Según
sociólogos de entonces, cuando en Bolivia la sociología era tan joven como
nosotros, el secuestro parcial y la violación de mujeres parecía ser la
distracción más afecta, luego del alcohol y el fútbol, entre los aburridos
paisanos. Allí no se libraba chica, señora o matrona que osase perturbar las
calles con el indudable paso femenino, despertador de siniestros conciliábulos.
Ni hablar de la servidumbre india, que siempre el indio pesó menos que el
último mestizo o el mendigo blanco, cuyas fámulas intoxicadas con un día libre
de la casi esclavitud a la que las sometían las patronas locales, y
recalentadas por la afición nacional de chicha y guarapo, obviaban la alerta de
las seis de la tarde y se entregaban dóciles o indóciles ya ni importa, a las
sevicias de patotas malvivientes.
Nos desayunamos
con tales noticias, venidas no sólo de las lecturas iniciáticas de los
pensadores criollos, sino también por boca del anfitrión y amistades reunidas
luego en torno a jarras de turbio licor de maíz, donde hechos tales merecían
aprobación y alharaca de los practicantes en medio del jolgorio. Sin sutileza
se nos invitó a participar, ofrenda que rechazamos con pretexto de
incontinencia y cansancio: la chicha había trabajado lo suyo en los noveles
intestinos de los recién llegados.
Aparte de eso,
Aiquile era un pueblo común; en realidad menos interesante que otros. A
diferencia de Tiquipaya que con casas blancas de adobe y pilares de eucalipto
chueco, mantenía el dulzor de lo añejo, esta villa mostraba el decaimiento de
lo híbrido, de no ser ni uno ni otro, de deambular en ese medio que para los
anarquistas de la Fracción del Ejército Rojo Alemán no guardaba nada. Burdas
imitaciones, ya entonces, treinta y tantos años atrás, iniciaban la ascendente
marcha de la arquitectura chicha: columnatas griegas de yeso barato y rampantes
leones de la dinastía británica junto a la capillita de la Virgen del Carmen
iluminada por púrpuras luces de navidad.
Indagamos por las
afueras de Omereque con cientos de vasijas precolombinas, o posteriores, con
decorados disímiles y que se rompían al extraer. Qué importaba, había tantas
que mientras cavábamos nuestros talones destrozaban un resto cuya belleza nadie
ha ya de ver. Pasorapa y el polvo. Alguna muchacha de pueblo con los calzones
rosados, de esos grandes que llamaban bombachas y que parecían pantalonetas de
circo. Y una impresionante toma del postrer crepúsculo sobre Puente Arce,
aparente reliquia de otros mundos, paso al más allá.
Vino el
terremoto. Nunca se supo ni se sabrá cuántos y cómo o dónde murieron todos.
Hubo aludes en campo lejos que si cargaron consigo vidas se hace pregunta
irresuelta. Estábamos a doscientos kilómetros, bailando en un café bar de
Cochabamba, cuando una palmera enana en maceta comenzó a oscilar. La música
pensamos; el ron. Pero pronto aquello tuvo visos de horror, cuando las mujeres
obviaron el amor y se pusieron a chillar “el fin del mundo”. Un terremoto de
segunda mano para nosotros, tan lejos, y sin embargo nos movió los pies y
agudizó la conciencia. Que dónde, dónde, dónde. Preocupados, porque aparte de
la lírica conocida en las farras sobre el terremoto de Sipe Sipe jamás habíamos
lidiado con el lenguaje de ultratumba.
Se movió el
pueblo. Discursos, arengas, acopios, donaciones. Algunos, conspicuos miembros
de la costumbre endógama de mendicantes, le vieron el negocio. La caída de las
viviendas de los pobres construiría riqueza, que no quepan dudas. Lo fue, como
no hace mucho, cuando en Beni desbordó el Mamoré, y de tenientes a generales
apenas tuvieron tiempo de aprovechar los regalos de los solidarios que no
entraban en los bolsillos. Un sonrojado coronel, no por la vergüenza y sí por
el vitiligo, escanciaba cerveza paceña en una improvisada mesa callejera cuando
en Trinidad se mojaba el carnaval. Bienvenido el desastre.
Nadie espera un
terremoto. Tan adormilados vivimos en la patraña de lo cotidiano y la
estulticia de la costumbre que ni siquiera pensamos que la naturaleza vive. Nos
da igual. Los violadores de pueblo, los borrachos, los presos de Aiquile que
pasaban el día afuera y retornaban a la celda solo para dormir, no tenían
tiempo para ocuparse de cosas semejantes. La mayor enfermedad está en el ocio y
el sismo les cayó como el rayo de Dios sobre Sodoma. No es que intente
justificarlo, o alegrarme que la tierra se ensañase con ellos: no. Hago
hincapié en que la desidia y la negligencia se convirtieron en característica
lugareña. Esa impresión me dio, de joven, incluso feliz tomando un baño en una
pileta escondida al sur.
Un par de años
antes, y penetro en lo arcano de mi historia privada, pasé bien de noche por
allí. Paramos en un taxi que conducían chofer e hijo por doscientos dólares, en
carrera inútil contra lo acaecido, un terremoto particular, buscando la oficina
de teléfonos cerrada al candado. Lloraba; las lágrimas sonaban como lluvia en
las pupilas. Corría desesperado en un interminable camino entre la capital y
Cochabamba. Pero, recuerdo, aunque la pena me nublaba los ojos, que contemplé
la solitaria iglesia de Aiquile, sombría, y sin saberlo y de antemano presentí
que se avecinaba un castigo. La condenaba.
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Publicado en
CRÓNICAS DE PERRO ANDANTE (con Roberto Navia Gabriel), La Hoguera, Santa Cruz
de la Sierra, 2013Imagen: Bus carril a Aiquile (EJU-TV)
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