Claudio
Ferrufino-Coqueugniot
… y ahora cuesta recordar, cantaba Piero. Aunque cada año es lo mismo,
ponerse a hacer memoria, hablar de lo que fue hace poco, de lo que ya no será;
siempre lo repetimos. Decidí, entonces, y circunstancias lo obligaron, esperar
las horas de este último en completa soledad, a ver si hacía diferencia, si
ante la ausencia de voces se conjuraban al olvido los fantasmas. No fue así. El
cuerpo está condicionado a aguardar la medianoche de fin de año que esta vez
vino gélida, gris, con la luna apenas brillando en un terciopelo opaco que
cubría el cielo y eliminaba sus estrellas.
Me vestí. Una vez
cada diez años o me regalan o compro alguna ropa nueva porque la necesidad
obliga a que no parezcamos mendigos –y lo seamos- y disimulemos a pesar de que
el público no vino o simplemente no existe. Pues zapatos, camisa, pantalón,
nuevos. Afuera, del vano de la puerta abierta hacia la noche, oscuridad. El
piso está duro, congelado; da siempre la nieve, o el hielo, sensación de suciedad,
de desaliño, de tiempo abandonado.
Reviso la maqueta
de un libro que se incuba en Zaragoza. Pienso, recuerdo, que la columna de
Durruti podía ver desde el frente las torres de Zaragoza. Era, para mí, como un
bloqueo mental, lo imposible, lo que nunca se encuentra ni cruzando el río. Es
que la revolución, la “verdadera” en esta era de verdades y mentiras, no podía
pasar de un sueño loco, de la visión en la distancia de una mujer que asoma al
alféizar y apoya sus blancas tetas que no podremos tocar. Y sabemos que esa
piel treintañera ha sido recalentada por el sol y que debe sentirse agradable,
mullida, descanso para labios cortados de sed y sal. En la Zaragoza
inalcanzable, crecen páginas mías, tejidas en muladares del sur, el kilómetro
Cero, donde la vida nunca valió nada. Y menos la muerte. Cochabamba, jardín de
la república. Flores negras.
En sesenta
segundos el año se fue. Entre lo viejo y lo nuevo, un instante. Entre tú y yo,
siendo tú ahora que estoy solo una muchedumbre de ellas, disformes,
amalgamadas, conjuncionadas, confundidas. El desafío radica en que año que
pasa, año en que las percepciones tienen que ser más agudas. ¿De qué sirve el
aprendizaje si no? Observo. La vecina de la izquierda tiene el televisor
prendido, sin volumen. En la sala, un foco ilumina un bastante buen cuadro
abstracto. Los de arriba, los armenios huidos de Siria, guardan una oscuridad
silenciosa y asustada. Ese es un año, el que marca distancias que pudieron
haber sido fatales. Imagino que miran con sus inmensos ojos oscuros las figuras
casi humanas que el frío forma entre las corrientes de aire, lo que en el
medioevo eran espectros y no son y recuerdan las reales, humeantes y dolorosas,
de hace un año. Hace pocos días me trajeron gran cantidad de nueces de regalo.
Agarro tres a cuatro al mismo tiempo y las rompo bajo presión mientras tomo un
café aromatizado. Cuánto podrá significar una nuez, muchas en este caso, para
un sirio que escapó de la muerte… Feliz Año Nuevo.
Cuesta recordar,
y cómo no si día que pasa día en que acumulamos. Recibo cartas, felicitaciones,
buenos deseos y un gasto de optimismo. Un año atrás, otro balbuceando en
fracción de segundos. Esto del tiempo es maldad divina, porque sin calendarios
quizá ni cuenta daríamos que ayer difiere de hoy y que mañana quién sabe.
En la pantalla el
hielo antártico atenaza al Endurance. Hay olores de fricasé por el encapotado
cielo de Aurora. En algún lugar, no lejos, bolivianos han hecho campamento y
cocinan.
01/01/18
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Publicado en EL
DÍA (Santa Cruz de la Sierra), 03/01/2018
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