Sunday, May 10, 2020

Otras historias (1989)


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Ha nacido mamá. La plaza pintó sus bancos por la noche. Y una flor de campo cuelga de las ropas secas. Y en esa cuna, allá en Gálvez, mamá soñó con nosotros mientras lloraba.
Alexandria, 1989

Dices con voz profunda que mi felicidad vive en un concepto. Quizá sí. Escucho tu voz. Profunda. Es que te miro los ojos, padre. Son verdes.

Córdoba, 1984

¿Te dormiste, madre? Olvidas que me voy a Londres y que llevo el vestido verde que te gusta. Cómo no has de prepararme, madre, un café, hoy que me marcho. En el tren, las galletas de casa se van moliendo entre los rieles.

Leeds, 1989

Ah, dolor, tanto que te conozco. Si en abril me abrazabas y en otros pasados era siempre tuyo. Mira, te has detenido, ya sin mí, y en soledad. Dolor, no quiero verte descamisado. Roba mis cartas del aire y encuéntrame. Nos hemos visto tanto que un poco más no será malo.

Cochabamba, 1988

¿Quién es la que pasea por los puentes? Cuando hay humo en el café o cuando la luna se tiende arqueada para dormir, ella permanece en las barandas. Un día tendrá otra ciudad, de río pobre, y en algún desconocido puente recordarán a sus hijos, que la acompañaron, de joven, extrañados por las aguas que se iban.

Brujas, 1972

Vi nacer este imperio, la gloria que edificaba las rocas, los dioses y las fervientes muchachas. En mis manos acuné la lanza y la flecha; afiancé los garrotes quebradores de cuerpos. Parí los hijos con el calor de mi esperma en el ombligo de las esposas. Mi nombre se dibuja en los pájaros. El musgo teme la pisada; el lodo se endurece ante mi vista. Y de pronto vislumbro el ocaso de mi fama. Esta guerra con los hombres del sur me ha agobiado. Los brazos me hablaron en sueños y me dieron un plazo de cinco años más; después dejarán de matar.

Chan-Chan, 1460

La ciudad lleva el nombre de un hombre. En sus cimientos depositada su grandeza. Sus escritos tienen lugar para vivir. Ni la época ni la muerte le dieron razón; las calles adobales sí lo oirán. El viento sopla, hay polvo. En mesas dibujo el nombre. Me hace sonreír mi alegría.

Ricardo Flores Magón, 1986

Hoy ha muerto Brueghel el Viejo. Con él se van las fiestas y los campesinos. Un perro desollado ha quedado pintado a medias. Formaba parte de un tríptico de muertes, esbozos que ya no sirven, esbozos que usaré en la venta del domingo para cubrir las flores.

Bruselas, 1569

Pueden creerme si les digo que estoy sentado, y que el penúltimo tren subterráneo se fue. Pienso en el tiempo que gasto así, observando a las parejas, sintiendo en sus besos mi abandono; en sus manos, saber que únicamente tengo las mías para aferrar los cabellos intentando dormir.

Washington DC, 1989

La música parece salir de las piedras. La oscuridad cobija espectros. Gótico. Huele a brujas, a martirio incesante. Y también a paz.

Suelo descansar en los nichos, en las tumbas del piso que llevan mi nombre grabado; en los siglos que me perduran, mudo, hastiado de mirar.
Mil años de reclinatorio, de sombrío.
El órgano continúa musicando lo invisible. En Amiens mueren las pisadas. Es el triunfo de la roca. La muerte se aposenta en ti y se sonríe del universo a través de tus ojos...
Amiens, 1986

Tú que levantas la gloria de Israel, que improntas Jerusalén. A ti que ya no encuentro en las iglesias y que presumiblemente has muerto mientras dormía. Tú, Dios de Israel.

Praga, 1915

París que se viene en Washington y me coge, sentado, dormitando un restaurante en mi cerveza. Podría ser un juego de tiempo, maestría de dioses que se mueven -y mueven- las horas. En el instante me eternizo; es eterno en mí el tenedor que llevo a la boca, la carne que mastico, la negritud de mi bebida; el sol; la torre que porta el vestido de luces de la noche, la torre que brilla en el mediodía de esta Norteamérica con cantineros negros, de claveles rojos.

Así, en esta irreconocible hora de almuerzo, retorno a Dickens, a dos ciudades, a ser dual, a contemplar con un ojo el recuerdo y con el otro a calcular el trozo de asado que habrá de caber en mi boca.
Washington DC, 1989

Bebo en una copa rota.

No digo nada. No me quejo.
Es que Dublín decora el cielo con ladrillos negros.
También por las escaleras que trepan las paredes, sin tiempo, sin piedad.
Por todas las casas rojas que pintan los bajos del cielo. Por eso sigue en mí la copa rota y no protesto. Eludo, sí, el corte del cristal por donde huye mi alcohol.
Dublín, 1915

Un gigantesco gato negro saltó de una estrella. Su sombra hizo la noche. Después murió. Ese es el origen de la oscuridad.

¿?

La voz del tigre. En el penacho gris de una pirámide, los ojos encendidos. Nadie sabrá por qué no se detuvo el tigre, mientras subía, dos a dos, las escaleras hasta morder la luna.

Yucatán, 1200

Hubo un tiempo en el cual el Mongol llegó al Islam. Eran tiempos de infierno, de cabezas cercenadas que ya no tenían sol. Hubo mujeres desgarradas y caballos que bebían sangre. Este día en que el Corán se lee en el campo de batalla, hartado de enemigos muertos, agradezco a Alá la vida. Por él he matado hoy y me duele el brazo de hacerlo. Después de un año correré al lecho de la que más amo y me ocultaré hasta la vejez en sus senos de mármol negro.

Ayn Jalut, 1260

Son las nueve de la mañana, del sábado. Y te amo como a una armónica. Me he puesto 10 bocas que te succionan toda. Y 11 sexos que te horadan y 12 ojos que te acarician con sus 30 dedos.

Cochabamba, 1987

Saben, soy un pedazo de tierra. Ayer tenía subido el sol entre las piernas; en la cabeza me crecían hierbas. Pasaba un perro, una muchacha. Y hoy, septiembre, mataron un hombre sobre mí. Cayó con sus ojos cerca de mi vientre. Su sangre era negra pesadilla. Saben, nunca más fui aquel trozo de tierra; ya no me crece el pasto encima.

Zamosc, 1939

Dos pisos tendría esta casa. Alguna familia viviría allí. Y estas vasijas tendrían agua que ya se bebió y ya no existe. Miro los niños que bajan las escaleras, colocadas al azar. Seguramente las pusieron así para que los dioses descendiesen y comiesen maíz con los navajos.

Pueblo Bonito, 1973

Salgo al vestíbulo. Son las seis, anochecen. Fuera habita el frío.

Mis botas pisan un papel que tiene una fotografía. Lo levanto. Es el retrato de una niña negra, de diez años, perdida el treinta y uno de marzo de mil novecientos ochenta y ocho. Sonríe con las manos en la quijada.
Su nombre es Nydra Anntoinette Ross. Cuando salió a la calle no regresó. El mundo de hombres se la ha llevado. Puedo verla en esta roja mesa que escribe mis cartas.
Nydra estoy pensando en ti. Y mi sobrina Zara, que aparenta tu rostro, está pensando en ti cuando toma la noche en sueño.
Have you seen me?
Si ya no eres tú, yo seré tú, y a través mío verás jugar los arbolitos.
Alexandria, 1989

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Publicado en Arte y Cultura (Primera Plana/La Paz), 16 de junio de 1996

Imagen: Pierre Alechinsky/Echarpe, 2010

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