Claudio Ferrufino-Coqueugniot
El yiddish es lengua dulce para la nostalgia, profunda para la revolución. En la Internacional Anarquista de París, 1986, auspiciada por cuatro federaciones: La Federación francesa, la Federación italiana, la FAI española, y la Federación anarquista búlgara en el exilio, con Georges Balkansky al frente, allí, entre amigos, libros, afiches, me hice de unos cassettes de música revolucionaria en yiddish, que iba hasta muy antiguo. Recuerdo, quizá en Paul Avrich, tal vez en aquel libro Los populistas rusos que Gilberto nunca me devolvió, la historia de Nisan Farber y tantos otros combatientes judíos. Anarquistas, algunos, aunque del lado bolchevique también hubo profusión de ellos y a niveles altísimos: Zinoviev, Kamenev, Trotsky, Kaganovich, Yagoda…
Escribía Sholem
Aleichem; escribía Isaak Babel; escribió Isac Bashevis Singer. Bruno Schulz,
Kafka. No digo que en yiddish todos, hablo en general.
Se entra al
Parque de la Ciudad, en Odessa, también por la avenida Preobrazhensky, con la
que daba por uno de sus lados mi hotel. Magnífico lugar. Como si los años
veinte se hubieran detenido en el tiempo. Muchos árboles, restaurantes
escondidos, un aura de lujo y decadencia. Cuando pienso en Odessa no lo ligo a
una mujer. Y sí hubo una. Esto se trata más bien de transmigración, un retorno
en el que no creo pero de íntimas sensaciones, de más que fraterno, amante
placer. Cuántas horas pasé sentado en sus parques, tomando fotografías aquí y
allá, anotando de memoria. Bajo el sol de octubre, que no es el sol jaguar de
Calvino, más bien el de Proust, de Turgueniev, pero sobre todo, dejando el
romantismo y la melancolía, de Babel y su villa con veinte mil gánsters judíos
que asolaban e impartían justicia a su manera. A ellos, como a mucho en el
imperio del zar, les caería la peste innombrable, disfrazada de bonhomía y
justicia. Tuvo Benia Krik la desgracia de que en su tiempo explotara, porque
incubado estaba, el anhelo revolucionario de décadas que si bien en teoría
destinaba al mundo la felicidad, se convertiría en el Saturno devorador cuya
obra, cien años después, todavía no se puede arreglar.
He pasado días
amenos, estos de nieve y temperaturas bajo cero, viendo los doce episodios de
la serie Once Upon a Time in Odessa, The Life and Adventures of Mishka
Yaponchik, siendo este personaje histórico, “gánster ucraniano, revolucionario
judío, líder militar soviético”, en quien basó Isaak E. Babel su inolvidable Benia
Krik; supongo que el Froim Grach de Babel se refiere a Mendel Gersh, el jefe de
la mafia judía de Odessa y quien decide todo según muestra la serie. Cuando
Gersh visita al comandante soviético para ofrecerle una coima, sabe que este lo
va a ejecutar y sentencia: “ustedes están eliminando águilas, se quedarán con
la basura”. Veinte mil irredentos irregulares, dos mil de los cuales derrotan a
Semyon Petliura en su momento, y que se condenan al abismo entre dos mundos. El
Ejército Rojo no perdona… Y no cumple promesas tampoco. Lo sabrá Majnó, lo
confirma “Misha” Yaponets al ser muerto el 1 de julio de 1919 por sus supuestos
aliados. La serie es producción rusa del 2011, dirigida por Sergey Ginzburg,
quien trató, según explican, no de hacer una película histórica sino basarse en
hechos reales para crear una historia de amor siguiendo los Cuentos de Odessa
de I. E. Babel. Excelente.
Me senté en
un banco de la Moldavanka, con Anastasia, cerca de un mercado reminiscente del
mercado 25 de mayo cochabambino. Vi libros y flores y me llené de sensaciones
de cuando descubrí la literatura de Babel y mi mundo literario cambió para
siempre. Lo dicho, los santones hablarán de transmigración, de vidas pasadas;
yo, prosaico, retorno a las lecturas, desde aquella difusa frontera con Polonia
yendo hacia el sur y a la Rusia al este. Tuvo que ser el dolor el que me mandó
en peregrinación por la estepa, cruzando los Campos Salvajes, contemplando a
los pequeños mongoles que detrás de la sonrisa cargan siglos de inenarrable
crueldad.
La cinta se
inunda de música de cabaret, revista, hermosas bailarinas hebreas cantando chiribín,
chiribón, ritmos de la sagrada fiesta del Purim. Todavía la belle époque a
orillas del Mar Negro. Lo vi, rodeado de tres bellas bailarinas ucranianas,
bajo los ávidos ojos de rusos y turcos que me creerían émulo de aquellos
gánsters, y misterioso, ya que me atrevía solo a un universo que en apariencia
mataron los bolcheviques pero que allá y aquí y en todo lado sobrevivirá a la
historia. Salud, que la noche odesita de octubre nunca muera, que vuelva a
caminar sus calles derruidas justo antes del amanecer, acompañado del maestro
que luchó con Budyonni en Polonia y que comprendió esta decadencia como nadie.
Salud, Babel, en el infierno, que el cielo aburre y las vírgenes bostezan.
Llegué del
magnífico, magnificente, aeropuerto de Istanbul al gris modesto en Odessa. Mis
maletas no arribaron y el taxi me llevó al hotel mientras contemplaba los tonos
de sombra de una ciudad mal iluminada. Abrí una cerveza del pequeño
refrigerador, miré por la ventana, abajo, un restaurante chino. Pocos
automóviles. Escribí. La mano se puso mustia para el verso pero no para la
reflexión. Disparé mis pensamientos y deseos hacia una vida que comenzaba
después de la muerte, que se destacaba, de pie, por encima del desastre. ¿Cómo
iba a estar triste allí? Mi corazón estaba rojo como el puente carmesí sobre el
Bósforo, mirando lo que fuera Constantinopla, una Odessa mayor, en Turquía,
plagada de gánsters griegos de Salonika, musicantes de rembétika, hitos de un
mundo que se mimetizó sin nunca acabarse. Sueñan los Lenin de siempre con
transformar el mundo. Lo revuelven, lo destrozan, inmovilizan, pero luego
aquello, lo bueno y lo malo, renacen por sobre el inmundo polvo, renovados.
La tarde se
escurrió sin gloria. Pero sin pena. Comienza la noche que es donde me muevo por
tres décadas. No suenan las seis: las marca el teléfono. Anuncian nieve. Bajo
las escalinatas de Odessa, que son muchas; tomo a la izquierda por el parque
griego. Las madres son madres y corren detrás de sus engendros. Almuerzo en un
bar iraní, compro, envuelto en papel madera, un trozo de cordero asado con
palitos de romero. Antes de llegar al hotel, de la iglesia ortodoxa con techos
dorados de helado salen agudas voces de mujer. Me guardo el cordero en el
bolsillo. Los iconos observan con grandes ojos negros. Abro otra cerveza y
como. Me peino, agarro el cardigan, cruzo la Preobrazhensky y me nutro de la
oscuridad de la Moldavanka que dista solo cuatro cuadras de donde estoy. Muy
poca luz, putas que suben a automóviles luego de un regateo en lenguas
extrañas. Busco un bar; no hay. La vida está hacia el centro, lleno de luces y
comideros de lujo y populares.
A la mañana
siguiente la pelirroja Anastasia me despierta. Comienza Ucrania, el principio
del fin del mundo. El hechizo. Odessa llama. Escucho. Voy. La vida ha dado un
giro, posible el último. Se diría que a los 60 cuento el futuro con diez dedos.
Me arrepiento y no. No vivir es pecar, por cierto; ya es tiempo de vivir con
ganas. La mecha es corta pero la explosión tremenda. Un día hay que encenderla,
que los cirios para santos iluminan mal y necesitamos un cometa, la lengua de
fuego, cola de infierno. Entonces, morir. Que es, como dice Borges, una
costumbre. Que no suelo tener porque no soy un gato. Para lo que valga la única
mía, la que tengo y dispongo. La que decido, que en ella ni Dios ni amo tienen
opinión y menos fuerza. Me llega un desnudo de Kristina, un vientre de acero
cubierto de blanca piel, un vello hecho de bigotillo. Los pies con uñas
pintadas, elegante desnudez. Escribo, digo, asevero y aseguro, que pronto
estaré y que descorcharé para ellas el champagne que me demandan mientras yo me
intoxico con vodka georgiano más fuerte que veneno.
20/02/2021
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Imagen. Afiche de La vida y aventuras de Mishka Yaponchik, Rusia, 2011
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