Claudio Ferrufino-Coqueugniot
Morena do mar. Dorival Caymmi. Bahía. Omar fue a Ilhéus, tierra de Jorge Amado. Mar, morenas do mar. Llegaba de São Paulo, con las costillas rotas por el sudamericano de karate kyokushin, full contact, escuela de Mas Oyama, del puño cerrado. Lo practiqué también un tiempo, hasta que en combate metí un corto al estómago del sensei y apareció un pie del cielo que me rompió la boca. Ya fue, a la mierda sensei y maestro Oyama. Me acosté a leer Paul Valéry. La lucha la dejé para noches de trago y pelea callejera, que no falta en un país de gente belicosa. Pude hacerme un collar de dientes, a la manera de la guerra en Nam, pero no, dejé que brillaran como opacas perlas a la intemperie.
Brasil maravilloso. Leí la vida del Caballero de la Esperanza, Luís
Carlos Prestes, en letra de Jorge Amado, sobre los fríos mosaicos del pasillo
en casa, enfrente de la “biblioteca negra”, con fotos que recuerdo de la
Columna, de Prestes en La Gaiba, Bolivia, lugar que se hizo popular entre la
gorilada narco del país en los años 80 por sus piedras preciosas. Decía Amado
(no puedo olvidarlo): tanto alemán en la lucha por la revolución en el Brasil.
Contaba de senos cortados, insoportable dolor. Tenía doce o trece años y no
podía dejar las páginas. Libro grande, Buenos Aires, Editorial Claridad.
Después Hitler se encargó de la esposa de Prestes, bulto muerto entre aquellos
que perecieron al principio, comunistas y discapacitados. Era lo primero del
autor bahiano que tocaba. Luego vino la floresta, sudores de hembra, Tocaia
Grande, Tereza Batista que me trae reminiscencias de Elisabeth, que de amarme
por treinta años me cortó la charla porque ella estaba con el “proceso”, y yo
no. No el de Kafka, sino el de “cambio”, bien puestas las comillas. Perder
mujer por fanfarria de falsos. Trágico. Me amaba de lejos, hay que aclarar,
desde el fondo del recuerdo que fotografía sus marrones pezones con olor de
eucalipto en los altos de Molle Molle.
Pai Xangó, dice Dorival Caymmi. En el mar de Ilhéus flotaban canastillos
de flores para la reina del mar. Omar olvidó su pasado, Ilhéus lo devoró en la
piel de la morena del mar; sería Yemanjá, la Mojana colombiana. Sobre el mar de
Ilhéus flotan cáscaras de mariscos, el
olor es fuerte, este mar huele a entrepierna, al sueño de los justos, el juicio
final. La noche pintaba de negro el cielo, de golpe, sin el sol que agoniza en
otro lado. O tal vez la pinga estaba demasiado fuerte, arrebatada al destilado
antes de tiempo, cachaza brava. Tambores locos, a gran velocidad; también la
guitarra. El amor es así, metralla de percusión, la voz que se pone grave al
cantar romance. Luego cese de tambores, el mar se calma. Pasa a lo lejos un
petrolero iluminado como la pequeña ciudad que es. Sobre el mar de Ilhéus
crecen extrañas figuras que nunca sabré qué son. Sirenas, o sirenos, o serenes,
dicen hoy. Sirene, Selene, nombres. Ilhéus tiene chozas en la orilla, con focos
de 25 watts, y el ron no es transparente como debiera. Lechoso, casi como
pastis o el vodka real de las isbas campesinas.
Jogo bonito, garota bonita, Nossa Senhora do Socorro, Pedro Ferragutti entra
en el mundo de cristal del chorinho, salta al pasodoble, se hace épico, de
banda de kiosko en plaza a banda de guerra. Lo escucho. Entre sus notas se
escurre el fantasma de su hija ida, Ligia se llamaba, o no me acuerdo, el choro
marea, el chorinho apura el vaso hasta el fondo de un corazón de lata,
latapuku, trompetista, platillero, cargado de esporas indias en un bigote
hispánico, adorador de muertos, enciendo velas de neón a la memoria de las
fugadas. Las busqué, a todas, en aviones y a pie por Condebamba, como vocero de
noche, gritando al viento el nombre que creía ser el de dios, el de mis
múltiples golems particulares con labios de nossa senhora, la mía, la garota
bonita, el jogo bonito, que en la tarde de Cochabamba, frente a una ventana de
sol, escanciaba vellos negros que hacían piruetas más arriesgadas que un tiro
libre de Nelinho, el mejor.
Entre la negra Ilhéus y la itálica Socorro, donde los únicos negros que
quedaban eran aquellos fallecidos. El samba negro y el samba blanco. Cartola y
Adoniran Barbosa. Noel Rosa perdía la vida entre alcohol y sexo prieto, de
afuera, porque adentro rosa como su apellido es. Me decían por los callejones
de la capital gringa: no me has preguntado si tengo la enfermedad. Solo te
pregunté tu nombre, le respondí, y fue mía mientras los autos pasaban a gran
velocidad por la avenida. Dios, cuánto has bebido, preguntaba. No lo
suficiente. Dejé que metiera la mano en el bolsillo de la camisa. La dejé
robarme unos dólares, total, no viviría mucho, un año, dos, y pasaron treinta y
no moriré de eso, ni de tristeza, como creí. Tal vez de hastío.
Subo el volumen a 11 de 30. A las dos y quince de la tarde se me terminó
el pan. Y solo de pan vivo. Ajustaré los mocasines y saldré a comprar. En el
tocadiscos del auto tengo canciones de Dublín. Qué salto. A salto de mata, esa debe
ser la vida, riesgo y asombro constantes, mujeres que huyen, alguna se quedará.
Mujeres que extrañan y perdonan y leen mis libros que se negaban a leer; después
de mucho. Quiero comprender, afirma una, comprenderte, saber que mi hombre era
un escribiente del sur, y estibador y barrendero. Obrero del aluminio y
recitador de memoria de Lorca o Miguel Hernández.
La chicha kulli se derramaba de la tutuma comunal. Púrpura la aloja, y
casi amarillo el guarapo. Pinga en Ilhéus. Cerveza en Washington DC. Amaba a
Francine sobre los rieles del ferrobús. Azules ojos miraban el cielo, mulas
pasaban por la herradura fabricando cascajo. Por ella dejé la Sociología y la
Química, y por Gloria la vida galante. Acabé con un inmenso combo en las manos,
tratando de romper grandes mármoles al lado del río de Sarco. El gulag,
pensaba. Algo de romántico había en eso del combo rebotando sobre la piedras
sin hacerles mella. Polera y brazos desnudos. Músculo. Don Mario Poggi, el
administrador. Me observa y seguro se pregunta qué dolor me habrá traído allí,
a olvidar con furia las cosas en una marmolera en la bajada izquierda después
del puentecito, antes de llegar a la iglesia.
Cuando desperté, el bus se aproximaba a una ciudad de rascacielos. ¿Qué
es? ¿Cuál? Era Presidente Prudente, nombre que jamás había escuchado. Luego
venía Campinas. Y São Paulo, a un hotelito en la rúa Mauá, cerca de la
Rodoviaria. Había una estatua del Duque de Caxias, recuerdo. Y los cines de la
avenida donde terminada la matinée comenzaba el strip tease, sobre el mismo
escenario, y de allí a la noche con el único vocablo de portugués que sabía:
gostoso. Gostoso era. Gostosa la vida que da tanto, incluso en medio del
desaire y del desastre.
O mais grande. Brasil, país tropical. Neymar y Zequinha. Vi jugar a
Garrincha, ya viejo y gordo. Leí a Suassuna, Machado de Assis y Clarice
Lispector. Me hubiera enamorado de Elis Regina. Me gusta el cajú. Velho
Barreiro en caipirinha. Nazaré Pereira con música de Belém do Pará. Amo la
moqueca de peixe sobre fragante arroz. Amo el Café Fragmentos que era un pedazo
de tierra hóspita de allí en mi ciudad. Y sé, como yo, que “todo mundo gosta de
acarajé”, camarón con gusto de mujer.
24/11/2021
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