Claudio Ferrufino-Coqueugniot
Fundado en
1760. Liszt, Goethe, Schopenhauer, Keats, Lord Byron lo visitaron. Una callecita de Roma. Un café bajo
un signo no llamativo. Marcela Filippi había ya hablado de llevarme allí. Entramos.
En una mesa grande varios árabes, una hermosísima mujer al centro. Gente de
plata, era obvio, de alguna élite que goza de occidente sin desembarazarse de
lo suyo. Wagner, Mendelssohn, María Zambrano… doscientos años y tantos.
Paseamos por el lugar mirando las fotos
en las paredes, tengo por ahí la tarjeta entre mi archivo de recuerdos que a
veces hurgo para ver si en lo cierto estoy y no divago o miento.
Por más que
quiero recordar no tengo en mente qué pedí. Un café, por cierto, pero no sé qué
tipo. Fotografié a la bella árabe a escondidas, y rincones del café. Tengo esas
tomas entre casi quince mil del viaje. Marcela fue una cicerone excepcional.
Días preciosos aquellos de Roma. Interminables caminatas. Pensando, lo clásico
de ella podía visitarse en una noche, como hicimos. El auto a orillas del Tíber
y andar hasta el amanecer, con asomo al Vaticano y ver de lejos el abrigo de la
santidad.
“This could
be the last time”, cantan los Stones en una rara compilación del año 86. Esa
sensación de que cada cosa que veo es última, todo instante único e
irreversible, que no hay vuelta atrás y que por eso hay que acumular memorias
como billetes y nutrirse de ellas por las horas solas que siempre vienen, por
lo inexpugnable de la muerte. Más tarde, ese día, o después, la anfitriona me
regala un libro sobre Pablo de Rokha. “A veces encuentro a la muerte meando
detrás de la esquina, o a una estrella virgen con todos los pechos desnudos”.
“Cuando los perros mojados del invierno aúllan, desde la otra vida, y, desde la otra vida, gotean las aguas, yo estoy comiendo charqui asado en
carbones rumorosos”. “Hace mil, mil años hace que no duermo cuidando los
chiquillos y las estrellas desveladas; por eso arrastro mis carnes peludas de
sueño encima del país gutural de las chimeneas de ópalo”. Trozos del poeta
chileno, arreglados para que quepan en la estética del texto. Le quito puntos y
separaciones, aferro la idea, le evaporo el aroma de incienso, le extraigo la
angustia de la burla perenne, la aseguro con bisagras de acero de la acería de
Mariupol a lo que aquí anoto, escriba de lo innombrable, Noé que en letras
aparea los animales y los colores para que no se ahoguen en la marejada del
olvido.
Marcela
habla, cuenta del mar que adora, de su casa al lado del mar y de su compañera
perra, del hijo Leonardo, del Trastevere que veremos y una historia de amor de
su madre que es antológica y anecdótica. Pelear por el amor, atravesar océanos,
aguas que traen tiburones y monstruos kraken que no salen del líquido sino que
duermen con su rumor en el orificio de los miedos. No hay lucha peor, ni mayor
beneficio, cuando el beso se derrite como jugo de granada sobre el pecho y uno
cree haber alcanzado eternidad. Roja la sangre de tu boca, carmesíes los
arcanos de ti, musitas, y aunque veas a la muerte meando en el muro cercano
sabrás que no has de vencerla pero tampoco ella a ti porque no te conoce. No
más que un dibujo de Linneo, de un animal cualquiera. Eres como ella misma, la
Muerte, inexpugnable. En esta brega de iguales ha de vencer, dejará despojos
por doquier sin alcanzar el corazón de la flor. El poeta ya ni cabeza tiene y
sus manos son pasto de hormigas. Así y todo se sienta a la vera del cielo
comiendo con gusto su charqui remojado en ajíes putaparió sobre rumorosos carbones.
En estos detalles ni la muerte, ni Dios, tienen arbitrio.
No en vano
el nombre de este café romano incluye el de “antico”. Antiguo pero no mustio.
Huelen los granos que se tuestan. No hay demasiada gente, lo que es bueno. Los
árabes y nosotros. La árabe y el voyeur. Bustos, retratos, cuadros, dibujos. La
ida al baño es como de primera comunión entre ángeles de arte. Así hasta una
necesidad es un vals musette.
Angostas
calles de Roma. Medusa de Caravaggio. Ciudad de sombras, del callado Giordano
Bruno, retostado en nombre de Dios. Pienso que en esta inmensa caminata no vi
comida de calle. Tal vez se prohíbe porque las frituras en número de miles
dañarían los monumentos. Asumo, no sé, pero me ataca ahora mismo este prurito
cochabambino de la comida y equiparo en mente las dos ciudades y Cochabamba
estaría chisporroteando sin descanso, alimentando la horda de las fuerzas
ebrias durante la completa oscuridad. Roma es sobria y sombría, piedras
talladas, monumentales, elegía del dolor eterno distraído con juerga mítica.
Cochabamba es chola borracha bañada en jugo anaranjado de chorizos.
Me digo que
he de llamar a Marcela para preguntarle de la tarde del Greco pero no, o
recuerdo o Roma muere como novia primeriza. Rebusco, aparto de un dulce
manotazo aquellos ojos negros y toco de nuevo las maderas talladas de la mesa.
Dudo que originales sean, y es imposible que el autor del Werther dejara un chicle debajo. No importa. Carezco de ensoñación
y me sobra curiosidad. Imagino, además, en la ofuscación de los nombres y los
lugares, lo que pudo haber sido la época de cada uno. Invento mis historias y
me las creo. Si había música de fondo no estoy seguro, a pesar de aseverar hace
un segundo ser el master curioso.
Sorbo el
líquido, negro aunque se diga café. Devoro pausado una masita delicada.
Imprescindible en mis visitas a un mocha o chocolate caliente. Necesito algo
dulce para equilibrar lo amargo. Aquí por lo general es una delicadeza danesa,
o una madeleine. En el Café Greco sería pastel alemán, o suspiros italianos. Lo
que fuera. Luego el aire nocturno en la terraza del noveno piso, arriba, o
décimo u octavo. Alguna lectura en el dormitorio biblioteca que Marcela me ha
asignado. Hemos hablado de traducciones; es su profesión. De traducidos y
traductores. La genialidad del arte y las posibilidades de la libre
interpretación. Libros, libros alrededor. Los versos no son álgebra, aunque el
álgebra sea creación de poetas.
09/06/2022
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