Claudio Ferrufino-Coqueugniot
Me escribes desde Finlandia. Aseguras que me encantaría ¿y cómo no? Territorio de misterio, de grandes bosques y mayores aguas. Rusia y Suecia se exterminaban allí, de a uno, mientras lo oculto cobraba lo suyo (véase el filme finlandés Sauna, de Antti-Jussi Annila, 2008).
Estoy sentado esperando el trabajo. 11:49 pm. Miro la pantalla del
teléfono, colores de Chagall, aguas también, pantanos por doquier extendidos al
sur, al norte, a Lituania. Caballeros livonios hundidos en el fango por casi
dos mil años. Cruz, espada, religión y fuerzas negras.
El invierno trae consigo a Béla Tarr, el gris de la miseria, la inercia
del que no tiene futuro. Tomas largas porque larga es la vida del pobre.
Lodosa, húmeda. Un miserable se escurre entre pilares de un cruce de
autopistas. La medianoche y los mendigos no duermen, nunca duermen. Pregunto a
Emily por qué, que me parece tan extraño, que los veo vagar entre las doce y
las seis, no importa si con diez o veinte bajo cero, estirando bicicletas,
empujando carritos de supermercado rebalsando de sinfín de bolsitas plásticas
que contienen más basura: un alambre, que no sabes cuándo has de utilizar, una
rueda de carro de bebé desvencijado, papeles y gomas que son el oro del mísero.
Necesitas papel para limpiarte el culo en un universo sin baños, para remover
las pústulas sanguinolentas de tu ojete cariado.
Pongo, para distraerme, música popular de Sicilia. De Reggio Calabria. De
los albaneses del Abruzzi, en grabaciones originales de Alain Lomax y Diego
Carpitella. Pero no me distraigo. Trago, ni como ni devoro, una pasta insabora;
el jugo del pomelo es agrio y placentero. Si la temperatura subió a veinte
Fahrenheit será mucho. Cuento billetes de a diez que cambiaré en de a cien
cuando se pueda. Como el judío Fagin de Oliver
Twist. No me distraigo, aseguro, porque a pesar del frío observo. Encuentro
a un mendigo metido en medio de un callejón de casas ricas y cubierto con una
gran chamarra descolorida. Levanta la chaqueta y mira aterrado. Quiero decirle
que se aleje de allí, que ese silencio y esa paz son engañosos, pero no deseo
acentuar su miedo. Me voy, desaparece con destellos rojos de las luces de
emergencia.
¿Por qué caminan toda la noche?, dime Emily. Sé que no hay dónde dormir,
que donde te acurruques te sacará la policía. El Ejército de Salvación y otras
organizaciones no tienen suficientes camas. Me dice el Arcángel que a las 7 de
la mañana te expulsan de allí, que solo es para pasar la noche. Te ponen a la
intemperie porque hay otros en larga fila. Debes esconder los zapatos debajo de
la almohada porque te han de robar. En el refugio los pobres olvidan que son
colectivos y tratan de sobrevivir por sí solos. Perro muerde a perro, hombre
ataca a perro y perro destroza a hombre. Humea un guiso de frijoles dulces; se
atenúa el azúcar con trozos de chile guajillo. Cuando el foco que tiene marcado
50W se apaga comienza la función. Y eso entre privilegiados que al menos por
hoy disponen de una cama. Los de afuera, los de abajo de siempre y de Mariano
Azuela, trashuman, deambulan, se detienen entre unas matas y dormitan media
hora; se levantan y siguen, sin rumbo, por millas. Insisto: ¿por qué, Emily?
Mi hija Emily es una masters en Historia con grande sentimiento social.
Así como estudia a los muertos debajo del Cheesman Park, lo hace con los vivos
y sus organizaciones marginales. Dice que los mendigos vagan según los veo a
diario porque si se asientan en algún lugar son atacados, no solo por sus
congéneres ávidos de un plástico azul o un frasco roto, ávidos de sexo que es
imposible conseguir si no por la fuerza, sin distinción de género. Un ojo
abierto, legañoso, cubierto de escarcha, alerta al menor ruido que bien puede
ser el de ratas grandes como gatos. Acosados, golpeados y muertos por
malentretenidos de la ultraderecha, de la tonta juventud, la mota y el hielo y
el coco y el pcp y demás aditivos de la irrealidad. Asesinados por dulces
vecinos de Biblia y rezo dominical, adoradores del “Jesús naranja” como se ha
dado en llamar al profeta Trump. Y por tantos más que ni sabemos, incluso quizá
por liberales para quienes el extremo del mundo llega a ser prescindible además
de inmundo.
Hablo de mendigos solitarios, o con pareja y uno o dos hijos. Otros, en
grupos, se han concentrado en lugares como mínimas villas miseria donde
imperará su propia ley y habrá caciques y santos. Conforman comunidades
enclenques, fáciles de ser desbaratadas ante un movimiento policial previo al
amanecer. Hay que lavar la ropa antes de que el público vea, o huela, que
estaba sucia.
En la esquina de la carretera 25 y Dry Creek Road está siempre un muchacho
cuyo cartel reza que tiene la espalda rota. A veces duerme con las piernas
sobre la calle. Nos saludamos porque en ese semáforo me detengo cada once de la
noche para girar a la izquierda. A veces le paso cinco dólares que valen más
que Cristo y dice que me bendiga Dios. Pienso dentro de mí: reza para que se
aleje, más bien. Pero no digo nada. No vale el sarcasmo ante el hambre. Hago
como un saludo militar y desaparezco a mis cuitas. El auto está caliente y
tengo una cama destendida en la calle Clarkson que calentaré con el cuerpo y
los deseos.
No son los tristes pueblitos de la llanura húngara, pero el brillo de los
ojos tristes se asemeja en todo lado. Yo también tengo la espalda rota pero el
martes me la quemarán y dicen que resultará una nueva. Tengo hijas y tengo
hermanas ante quienes a veces me gusta jugar al niño inválido. Dispongo de
asociaciones humanas que me causan festejo, me brindan alegría.
Entre los mendigos itinerantes he visto también jóvenes mexicanos y
centroamericanos que no han conseguido trabajo. Andan de a dos o de a tres, con
mochilas a la espalda y bufandas regaladas para cubrir orejas y nariz. Llevan
el cabello cubierto de copos de nieve como yaks de la tundra.
Recuerdo en París y la Île-de-France que olía comida casera en los
mugrosos y grandes edificios de
inmigrantes y deseaba estar en casa. Dormía en lecho prestado y comía cuscús
frío en lata de a franco. No comparo mi hambre pero hambre era. Mamá nunca lo
supo y me alegro. Papá me hubiese dicho: “aguante, carajo”. Pero ante mí tenía
un mundo, no un carro de mercado donde arrastrar mis miserias. Ni siquiera pasó
por la mente que podía terminar así. Y no lo fue. Mucho vivido y dolido,
cierto, pero jamás en desesperanza. No puedo imaginarlo pero quiero imaginarlo,
porque entender las cosas como son y las preguntas que nacen de ello es parte
de templarse y de saber que estamos rodeados de hijos de puta. ¿Soluciones? En
este mundo pocas hay, menores o imposibles en pobrezas endémicas como las
nuestras del sur. Béla Tarr se extiende en un aburrido plano gris. Por su
retina no pasa la fanfarria de Kusturica, lo suyo es como una ballena
deambulando en la puszta, algo sin fin ni principio, sin agua y con sed.
Con sed con sed.
14/12/2022
_____
Imagen: Miklos B. Szekely como Karrer en el filme de Béla Tarr La condena (1988)
No comments:
Post a Comment