Thursday, October 12, 2023

El estropajo


Claudio Ferrufino-Coqueugniot
 

 

Es bueno hablar con los peluqueros.

 

El Isuzu carraspea, tiembla, avanza a gatas en la cuesta de Uncía hasta que cae. Abajo se encuentra Catavi. Ruedan llantas y cabezas, brazos que se apilan como leña en la morgue de Llallagua. Yo me cortaba el pelo en la peluquería Berlín, dice el maestro. Le digo que yo también, en Cochabamba, en una puerta del paredón de Santo Domingo hecho de piedras y espectros. Ángel me hacía corte “Firpo” a mis tres años y muy cerca de allí, a la vuelta, en la Junín, a mis cincuenta y ocho aunque ya solo retoques a un cabello encabritado que comenzaba a aclararse. Berlín, Isherwood, Döblin, Fassbinder. La paz reina en Berlín, anunciaban, mientras arrastraban el cuerpo martirizado de Rosa Luxemburgo. En la peluquería Berlín me lo cortaban cuando yo desconocía todo de estos alemanes y británicos.

 

Sentado en un sillón de cuero negro, a una altura de cinco pisos, elevado del suelo donde tenían su casa mis padres, intento reconstruir los dormitorios, la sala, la ventana por la que pasaba papá al regresar del trabajo, o mamá llamando a cenar. Tengo buena memoria y hago un holograma donde los ocho todavía caminamos. El comedor huele a queso humacha que detesto. No lo como, relleno una marraqueta con él y alegando ir al baño lo tiro a los perros. Con mi hermana Picha que hace lo mismo. Pobres padres, ufanos de que comimos todo. Pienso en mis buenas hijas y sé que jamás harían algo así. Hablo con ellas; pasamos por tu casa de Denver, cuentan, y esa calle Clarkson es un vacío. Les cuento a su vez que estoy en las nubes, más alto que lo que alcanzaba el molle macho en el patio, a la izquierda. La montaña sigue allí a pesar de ser asesinada cada día por los kanatas.

 

El peluquero dice que los dibujos a lápiz de color los hizo su madre. Cada uno de un corte especial. Cuando me veo las patillas peladas ya es tarde y me entero que me hizo “romano”, que no quería pero bueno, al menos no me tocó los bigotes; con una tijera puntiaguda quitó los pelos que asomaban por la nariz e igualó las cejas dispersas. Veo las feroces navajas y la tira de cuero al lado de la silla donde las afilan. Me veo tentado a afeitarme así pero es delirio efímero.

 

Quiero muchas cosas mas meses de pesadumbre y frenesí han acabado con mis fuerzas. Recuperaré; por ahora no quiero mujer ni manzanas, ni dulce ni salado. Son treinta años que no duermo y descontaré algo en este espacio precioso y amplio. Solo en la mesa en la que se sientan los tres ausentes. El ventilador engaña el calor y a ratos abro El Rodaballo, de Grass, porque está en la mesa y me gusta. En la calle Aniceto Arce, o por ahí, lo leía una rubia que fue mi Mireya entonces. Mientras escojo en el mercado comeruchos coloridos para la salsa me acuerdo de ella. Me olvido cuando paso a las cebollas. Y las caderas de otra, belicosa y grande, se suceden por la retina como clips de cine. Difícil evitar lo femenino de esta ciudad. Bailabas con pies descalzos en el Corte Inglés, desnudabas las piernas mientras por la colina de Villa Moscú bajaban sombras con bombos y cornetas tocando aires de la Guerra de Secesión. Vestías vestido oscuro y dejabas la ventana semiabierta. En el barro de Aranjuez se marcaban mis pasos y tu padre diría que un ladrón rondó la casa. Espía en la casa del amor, como Anaïs Nin y Jim Morrison. En esos eucaliptos me amaste.

 

“India bella mezcla de diosa y pantera, doncella desnuda que habita el Guairá”… Ríos color de azul, hojas de árbol, aroma. Miras hacia el cielo y te encuentras conmigo. Escondes tu rostro en mis hombros. Tu piel contrasta la noche. Paso por allí y reconozco. Nada hace la modernidad ni los olores de fritos ni los edificios ni los diputados para esconderte. Eres mía desde siempre aunque debajo de tus cabellos se marque firme ya la calavera. Los años, tenues en Whitman y terribles en Celan. Obvié el concepto de vejez por demasiado. Ahora que llega el Paraná inundado, subido hasta el quinto piso, arrojo las redes, atarrayas en un norte turbio. Los dorados saltan; saltaban los bufeos del Mamoré, un tiburón me persigue en el mar de Rehoboth. El tiempo húmedo, el agua que fluye, así la vida, el Escamandro caza soldados griegos en las playas que vieron Pérgamo. ¿Y tú? Ese “tú” colectivo de serpentinas y risas, el de todos los nombres, el musgo eterno de una entrepierna inolvidable… Frases sin terminar. Acabarlas significaría cerrar algo, quitarle el don algebraico de las posibilidades a la memoria. Mejor dejarlo como está. Subo el pantalón, ajusto el cinto y desciendo para seguir las huellas de neón de mi padre rumbo a un prosaico chorizo en pan, inflado de salsa argentina y picante local. El nombre del carrito de comida me trae al querido Julio, cerca de la avenida Madero en Córdoba metalúrgica, mientras taqueamos en un billar y putas rumanas escapadas de Sábato transitan sus tristezas. Una y otra cerveza Salta de un litro, índigo claro la etiqueta, engañando el crepúsculo en el dormitorio compartido.

 

Miro un moderno supermercado. Hace unos años compré allí una botella de Havana Club de barril único para el festejo de mi hija Aly. Todavía vivía el antiguo ciruelo rojo del patio atrás. Leonard Cohen cantaba  I am your man. Lo miro y rememoro que sobre ese suelo crecía un bosque de eucaliptos y que las vacas de los Gutiérrez pastaban. A veces comían hojas de molle que las envenenaban y tenían que abrirles a cuchillo el costado para sacar el mal. Por sobre el horizonte corrían apasankas y mariposas cohete. En el fondo no ha cambiado. La misma gente trashuma, la sequía asedia, torrenteras pintadas burdamente de contemporaneidad. En Condo, pueblo de casi cinco siglos, bailan ayawayas y me pregunto en dónde quedó España. En la miríada de sombreros que hoy tienen aura de ancestrales. Como revocar una pared con mortero de cal y cemento. Debajo permanece el adobe y lo que es: barro, tierra, polvo.

 

Me escribe Kate desde Lviv. Reflexiono para ver si he detenido mi viaje por el mundo y me he enroscado a manera de pangolín sobre mi propia historia. Creo que no; se ha ampliado mi panorama, solo que la melancolía de las rojas tierras de los Cintis ha temporalmente triunfado. Detengo mi barco que sube por el río de la Gambia estrecha, no he de emular hoy a Korzeniowski-Conrad. No he de invernar este año en la Carpacia profunda, ni París me verá de nuevo, ya no cargado con mochilas de propaganda ni de ninguna otra forma. El tren de Varsovia, Munich, Estrasburgo tendrá que esperar. Así el café de Basilea. Debo aprender a andar, me ha caído el devastador látigo de la infancia encima. Cuando duermo en una ansiada siesta que tardó tres décadas en asomar, sueño, sueño contigo en tu cuarto helado allí donde enterraron a los suecos. Pero cuando despierto huelo el mal aroma del otrora río hoy putrefacto. Sé, entonces, que los soldados de plomo han cambiado de posición en el tablero.

 

Cuesta de Uncía, de Sama, de Llokalla y el Meadero. Los he visto todos y deseo verlos de nuevo, tal vez ya no subido en la parte de atrás como otra oveja.

 

Ya no tejen, casera, le digo a Victoria, nacida donde hornean el pan de Toco. Ya cómo, responde, si se han muerto de sed los animales.

12/10/2023

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Imagen: Cinto de San Pedro de Condo

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