Thursday, February 22, 2024

El retorno de las hijas


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

Enriquecedora llegada de las hijas. El reloj de muñeca se ha detenido. Pila que no cambiaré hasta que pasen dos semanas. No necesito noticias del tiempo. Todo fluye ahora: el viento, la luz, la lluvia.

 

Abro las dos últimas maletas de mi regreso, las que trajeron ellas. Dire Straits y Mozart: Tänze und Menuette; Tristes trópicos de Claude Lévi-Strauss; Bellacos y paladines de Augusto Guzmán. Poco a poco va alimentándose la biblioteca, que fue inmensa en su tiempo y resistió más que la de Alejandría a pesar de las pérdidas. Me sentaré en el silencio de la esquina, sobre el sofá negro, a abrir páginas enmohecidas o secas. Voy alistando un grupo, comenzaré con La comedia de Charleroi. Recuerdo mi viaje a Amiens, visitas en la Picardía francesa. El tren atravesaba el bosque de Compiègne, detrás de la catedral de Amiens creí estaba Pedro el Ermitaño, la inundación debió ser similar en Flandes: casas hundidas, bucolismo de agua sucia, gris, gris como no podía ser distinto un cielo que alimentó a Robespierre en Arras. Hervé retornará de Lille a recogerme; Silvia Jemio seguirá conversando sobre la Máslova de Tolstoi. Luego el modesto lecho que provee la anarquía, largas estadías en parques, almuerzo en la Sorbona, delirios en el Luxemburgo. Un vuelo al Canadá con un afiche de Modigliani que conserva mi hermana Delia en Chicago después de casi cuarenta años.

 

Las hijas. El recuerdo. Washington DC y Denver. Hospitales, certificados y llantos. Una diferente de otra. Hoy se sientan a conversar conmigo acerca del populismo latinoamericano, de proyectos y temores fundados. Solo ayer jugaba al jai alai con ellas en el patio de la avenida Peoria, les preparaba guisos de fideo con carne, nadábamos en la piscina mientras las alarmas anunciaban tornado y que había que salir del agua. Ni salimos ni tornado hubo, solo un tinglado voló como ángel aluminio.

 

Me llama alguien de La Paz, voz de mujer. Preguntan quién era ella, hacen un tour de la casa, sugieren mesas pequeñas para los dormitorios. Las ordenaré pronto para el año en que vuelvan. No me he puesto a cocinar, apenas a hervir un par de chorizos de calentar y preparar emparedados de queso de chancho o mortadela con escabeche. Se ha transformado la vida, les comento, ya no es llegar a la calle Clarkson y tener que preparar platos para la semana. Emily me pide alguna pasta; Aly rellenos de papa. Las vagonetas corren hacia Mizque, a la casa de Elena en Yunguillas. Muestro lugares con supuesta historia, recorremos en verbo imágenes de la vida de los hermanos Ferrufino Camacho, mi abuelo Armando, el rubio Rómulo, Cecilio el mayor y José con traje militar francés, favorito del presidente Salamanca, odiado por la mersa de oficiales. Cerámica blanca de Mizque, caritas achinadas como las de Omereque en barro marrón. Un río que fue soberbio y que lleva llantas viejas de camiones hoy, y tiene botellas rotas en el fondo. Dicen de las parabas de frente roja, comentan y no se ven. Se las habrán comido.

 

Extraigo de una de las maletas varias figurillas de calaveras. De origen peruano. Perú ha hecho una industria de la muerte en miniatura emulando a México. Calavera sentada frente a computador; calavera Elvis; calavera director de orquesta. Está bien pero se ve la diferencia. Perú no tuvo a José Guadalupe Posada; México no a Martín Chambi. Si somos lo mismo, hablamos el idioma del amo y nos venimos matando entre nosotros desde antes de Adán. No cambiamos ni cambiaremos. Oscuro amén.

 

Anoche, cuando ellas dormían, puse a tocar Hervé Vilard. Infancia y juventud. Se agitan los espectros queridos. Si salgo siempre les dejo música. Ayer fue bhangra del Punjab; hoy creo que Los cantores del valle, disco que teníamos a mano para las fiestas de tíos y primos, con la tina llena de cien cervezas y dos barras de hielo que fabricaban cerca del Cero, en la avenida Barrientos. Hoy todo eso está superpoblado. Hay puentes aéreos sobre muladares y cabras. Apenas reconozco el estadio del barrio petrolero. Encima de la tapada Serpiente Negra se detienen los taxis para los choferes beber vasos de hirviente leche de burra, ordeñada ahí mismo, a la vera, mientras otros bocinean desesperados por la trancadera de viciosos. Pensamiento mítico, primitivo, con cuánta verdad lo desconozco.

 

Mientras conversamos el martes por la noche, vaciamos una botella de tannat. Vino fuerte, parece malbec, dice Aly, con catorce grados de alcohol. Aromático. Para el trayecto de Mizque, la fogata a la intemperie de las luciérnagas, alistan un syrah tarijeño. Hay cascabeles en las estribaciones de los cerros del Infiernillo, con lomos de figuras romboides como tejidos andinos. Víboras similares, más pequeñas, habitaban detrás del calvario de Urkupiña; por ahí se descendía a una laguna y se subía al otro cerro, a los silos de Cotapachi. No lo veo desde mil novecientos noventa. No habrá ni silos ni lago ni víboras. Evo 2025 y viva la virgen.

 

Muchacha borra esa fecha del duraznero, escucho. El crepúsculo de carnaval cae en globos de agua sobre la casa de Trojes. Los vecinos festejan con lloriqueos charros, de a ratos truena una banda. La Poopó tocó un par de horas frente a mi edificio. Humeaban fricasés y vírgenes y Cristos temblaban en pedestales de yeso ante los bombos decorados. Un tamborilero a cada costado, magistrales platilleros hacen mejores fintas que Ronaldinho Gaúcho. Estruendo de guerra mientras adustos aymaras no mueven el semblante. Magnífica música, pueden guardarse el rito y los santos. Que agradecer el comercio y la coca deben, es claro, allá ellos y sus cuitas, que suene la banda.

 

Lloraban Emily y Aly en el amanecer de Denver. El padre dejaba atrás más de treinta años conjuntos. La vida tomaba un giro esperado. Se secaron lágrimas en la atmósfera y llegó la modorra. Desperté en casa que ya no era la mía aunque me alojase allí. Desde el quinto piso no seré prosaico diciendo que contemplo mi existencia, pero observo el barrio, escucho a los perros y cuento multitud de macetas de la vecina abajo. Me he rodeado de pequeñas cosas que me ligan al pasado. Añoro tal vez pies descalzos de mujer. ¿Vendrán no vendrán? A saberlo. No parto a Uzbekistán todavía porque me lo impide la espalda. Pero digo a mis hijas de Bujara y los pasadizos montañosos con flautas y árboles de albaricoque.

 

Sol de desierto. Por hoy me conformo con lluvia que desciende del Tunari, mixturada de nubes y memorias de retama que ya no existen en las estribaciones de este Ande multifacético y en exceso poblado. Dejo en el tocadiscos para mis fantasmas el bellísimo clarinete de Sidney Bechet y cierro la puerta.

22/02/2024

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