Claudio Ferrufino-Coqueugniot
He notado que poco a poco voy moviendo mi casa hacia donde muere el sol.
Cena en Zorba's. Zelda sirve con rigor y sonrisa. Hermosas
piernas tatuadas. Quiero ver tus historias, explorar el recoveco de joven de
capote perdida en el bosque. Completamente decoradas, con excepción de la parte
posterior del muslo izquierdo (me recuerdas a Kristina, de Kiev, solo que las
suyas las cubrían arabescos y narraciones sobre ti). Interrogante, acertijo, no
pregunto, solo estúpidamente digo que era el tuyo el nombre de la esposa de Francis
Scott Fitzgerald, que tuve un libro de ella, sobre ella, que regalé cuando
emigré en reversa hace un año. Tengo cierta enfermedad por las mujeres con
anteojos. Me han dado analgésicos, calmantes, narcóticos, opiodes y no dejo de
caer bajo su embrujo. Aguardarte al fin del turno, trashumar el viejo Denver
lleno de fantasmas y maricas. Llegar a una puerta que en este caso será de
destino y arrojarme al precipicio. Al fondo corre turbulento río con peces
carniceros, agua clara turbia al revolcarse. Caer en ti, averiguar si no solo
las piernas se han pintado, tal vez el vientre, los senos, la naciente del
cuello con dos puntos colorados marcados para el vampiro. Luego dormir, dormir,
dormir, soy la bella durmiente del bosque y escucho crepitar de caballos. Despierto
y se escucha el grito agudo y persistente de las chicharras. Detrás de él, silencio
y la puesta del sol teñido.
Deambulo en la caverna musgosa de tu sexo, inquietantes coralinas,
cloroformo y floripondio. Recuerdo, cómo no, el viaje al centro de la tierra,
las veinte mil leguas de viaje submarino, el correo del zar. No libros pesados,
sesudos, sino colores de fanfarria, de pífanos y muros derribados por trompetas.
En tu rictus entreabierto, anteojos desubicados, la tenue sonrisa del desvelo y
el más que encanto. Entonces sí, Zelda, te digo, y nada en esta noche de agosto
podrá alterar la cábala del encuentro. Borges quedó atrás conversando sobre
Spinoza con judíos ciegos, y Lytton Strachey describía la elegancia victoriana.
Tú, con leve baba glamorosa en la mejilla, oliendo a infierno paraíso anuncias
que el plato que he escogido es el mejor de la casa, el que más te gusta, por
el que me harías el amor como lo haces, con delicado tono de azahar y agrio
jugo de pimientos griegos. No habrá postre, apúrate que esta noche tomo un
viaje sideral, que únicamente postergaré por un minuto más en donde tus
tatuajes se han puesto izquierda y derecha al alcance de mi vista, mientras
tomo té chino ¿o es de frambuesa y granada?
Imágenes superpuestas, juegos de cámara como en Abel Gance. Explorarte,
mujer tatuada, jugar a Ray Bradbury, mientras la delicada argolla de tu labio
fustiga la afonía a manera de antiguo obús de campaña. Dime, Zelda, observa por
la ventana si la noche ha terminado. Dependerá de ti que sea un cuento de
hadas. Caso contrario, crucemos el parque Cheesman por un café, no donde los
rusos porque la repostería es vieja, a otro lado. Café con chocolate y masitas
danesas y entonces hablemos de futuro. O, como te dije, que esto quede en
cuento de hadas y al salir nos desvanecimos haciéndonos domingo y rutina.
31/08/2024
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Imagen: Theodor de Bry
Genial, potente texto de alta carga poética. Me encantó.
ReplyDeleteGracias, querido Daniel. Algo diferente a lo último escrito.
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