Monday, April 14, 2025

De Lyon y los gitanos


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

Llegando a la gare Perrache, en Lyon, me crucé con un acordeonista gitano en un banco. Recordé que ayer hablábamos con Papillon y Mamina del festival de música gitana a fines de abril en Tarbes, en la Occitania. Cómo me gustaría ir pero la dirección esta vez va al Este, justamente al centro del universo rom, posiblemente incluso a Moldavia y sus jerarquías gitanas, sus reyes y ciudadelas. De allí salió alguna de la mejor música de principios del siglo XX, cuando ricos judíos contrataban gitanos para interpretar sus canciones en las fiestas que hacían. Se produjo una simbiosis tal que los márgenes de diferenciación entre una y otra se hicieron tenues. Sutiles velos que aparecen en la música perdida de los judíos de Transilvania, en la mixtura en el klezmer de melodías supuestamente ajenas a ellos, aparte de rusas, turcas, tártaras y un montón en general. Lo mismo hacia el otro lado, la adquisición por parte de los romaní de contrapartes hebreas. El yugo nazi vino a destruir mucho de ello, acabar con la base humana que permitía este arte. Sobrevivió.

 

Eugene Hütz, vocalista de Gogol Bordello, banda punk rock del Lower East Side de Manhattan, nacido en Ucrania y con ancestros gitanos y judíos al mismo tiempo, partió en una expedición en busca de sus raíces musicales. La directora de cine Pavla Fleischer, “cautivada por su energía”, se enamoró de él y decidió hacer un filme de la odisea: The Pied Piper of Hützovina, 2007. La vi poco antes de emigrar de vuelta, en la bella solitud de mi casa victoriana en North Clarkson Street, con su fantasma femenino en el balcón de atrás, según corroboró Daniel Averanga al ver la foto, y el silencio de los escalones que llevaban a los departamentos de arriba y quién sabe a dónde más. Allí, con una copa de cabernet-sauvignon español, lo hice, con la buenaventura de que el primer escalón del viaje se detenía en Uzhhorod, en los Cárpatos orientales ucranianos, ciudad a la que siempre quise ir y donde, me contaron, más de la mitad de la población vivía del crimen. No wonder, al otro lado de las montañas estaban Hungría, Eslovaquia, Polonia y Rumania. Bosque inmenso, osos, de seguro urogallos y ciervos que gritan aterradores en celo. Ideal para contrabandistas. Hombres, en su mayoría. Las mujeres cocinando y llorando al futuro convicto. Estigma de ciudades fronterizas. Pesado ambiente en el Paraguay colindante con Argentina y Brasil. No tanto, aunque cercano, en Villazón y Bermejo. Cuando llegué al gran río todavía el narco no había plantado señales fijas y decisivas en el país. Entonces se cruzaba en bote hasta Aguas Blancas, provincia de Salta; de allí nos fuimos hacia Embarcación. He leído que hoy hasta de muros se habla, de alambrados y guardia pretoriana. No sé si el rumbo me llevará por allí otra vez. No sé si veré Padcaya de nuevo. Sin embargo queda. En Desaguadero los comerciantes hacían multitud. En Tijuana iban por el mismo cauce. Hoy, en mi barrio lionés cuya esquina de Gambetta divide África del Oriente Medio, puedo olisquear remanentes de aquella historia. Observo, mientras bebo un café express en un bar argelino. Me miran, pero al azar, pensarán que vengo del Maghreb si es que les interesa un pito. No pensarán nada otro que vender cigarrillos gringos, alguna droga, muchachas de ojos negros calcáreos y tiznados al mismo tiempo. El kofte sabe casi como hamburguesa regular. Le faltan especias que lo diferencien de las cadenas de carne molida. En la mesa contigua hay un hombre que me recuerda al amigo pintor Ivo Ríos, barba blanca y anteojos. Me sorprendí al entrar, de cómo estaba él presente ya no siendo. Se deshoja un trébol de cuatro hojas; cuatro líneas tiene el horizonte, una a cada lado. Pizarro en la Isla del Gallo. Tal vez, o algo menos dramático, igual posible.

 

Ha habido conversaciones hoy trascendentes. Se ha hablado de Jonathan Swift, diríase olvidado. Horas después de Rudyard Kipling, en otro contexto. De fotografía, de Rodchenko. No mencionamos a Vargas Llosa que fue un fabuloso escritor, digan lo que digan. Ninguna obra es pareja, montañas rusas pululan alrededor. Permanece sólida una base que es la que los hace grandes. No olvido lo que escribió sobre la zorra y el erizo, siguiendo la línea trazada por Isaiah Berlin. Mente lúcida, si de derecha o izquierda no tiene importancia. Había un detestable Ferrufino en uno de sus libros, me acuerdo. Cochabambino además. Pariente, tal vez incluso.

 

Partes del Ródano siguen transparentes, se observan las rocas del fondo. Algunos cenotes mayas comparten esta característica a pesar de su mayor profundidad. Ojos de dioses, faros hacia las estrellas, para guiarlas en  su devenir por la tremenda noche americana.

 

Quisiera aquellos caminos rurales que suben desde la desembocadura del Dniester. Los he leído, ideado, soñado, contado a mis padres cuando ellos hacían la siesta y yo niño necesitaba trasmitirles las emociones que Gogol me había causado. Con Leaño Martinet sugerimos a Bulgakov esta tarde. Me habló de una película casi imposible de conseguir sobre El maestro y Margarita. Guardias blancos. Tumbas de princesas en los cementerios de Francia. El detalle de la primera emigración de la guerra de Ucrania que fue la de los ricos, con automóviles difíciles de creer y mujeres que encima de la blanca piel cremosa cargaban diamantes albos. Los pobres estaban siendo carneados, quemadas vivas las violadas muchachas de Bucha.

 

Bulgakov… Hará un año que conseguí otro libro suyo que no he abierto. De muchos tantos. Está la necesaria relectura de Dostoievski. Vi en La Coruña la publicación de cartas a Anna Grigorievna, 1867-1880. Hay una excelente película rusa, en mi opinión, sobre esta extraña relación entre la transcriptora y el genio. Demasiado por leer, la corta vida que suele alargarse sin fin a veces, con gran contento, claro.

 

Idílicamente debiese encontrar a los rom apenas baje del bus en Eslovenia. Dudo que sea así. Son grupos en ostracismo en su mayor parte. Me encargaré de averiguar. Ligia me decía que bien podía ella hacerse a la imagen mía bailando entre gitanos. Danza de botellas vacías y sugerentes mujeres de manos en permanente arabesco, como si fuesen egipcias, lengua de áspid. Añadía la expresión “meu Deus” y volcaba los ojos como Morgan le Fay. Era en el contexto de una película que veíamos, donde una muchacha rumana embrujaba con su baile a un ingenuo musicólogo francés. Bellísima cinta: Gadjo dilo, 1997, de Tony Gatlif.

 

Sonido de violines. El acordeonista de la estación de Lyon seguía tocando mientras me alejaba camino del puente. Le dejé dos euros que servirían para un pan. Sonreía. Hacía sol y sonreía. Llovía y sonreía.

14/04/2025

 

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Imagen: Bailes gitanos en Uzhhorod

Sunday, April 13, 2025

El buen pan


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

Ocho de la mañana. Duermen las vanidades, bien sabemos que no. Judas cuelga de la soga en alguna Jerusalén. Anotaba Else Lasker-Schüler: “Múltiple y rica soy, nadie puede cosecharme”. Me nutro de belleza mientras la cortina cerrada preserva la noche en la mañana. Pronto habré de salir pero no deseo terminar el sueño. Una mujer se paseaba por él y mojaba los pies en cauces tumultuosos mientras se protegía el rostro con quitasol. Olía a pan fresco, se percibía en su piel el reflejado calor de los ladrillos. Horno maduro, de barro y redondo, casi como la casa del hornero que pasea con traje militar por veredas de la memoria. Pan, corteza, miga, especias que se cantaban en Scarborough Fair. Añadiría hinojo. Cuece el pan, el delicioso aquel de Betanzos, el pan cartesiano de las calles francesas; nunca olvidado de Oporto, ni de Brasil, marraqueta y tortilla bolivianas, panes negros de pecado, sólidos, hechos de concreto de granos. Chamillos. Tenue mas punzante el aroma de la mejorana fresca, hierba de misterio que utilizo con frecuencia en mis comidas. Utilizaba, diré, ahora que las horas me llevan por miles de kilómetros desconocidos, en una suerte de procesión hacia el misterio, el origen civilizatorio de los hornos, que de asar hogazas pasaron a crematorios. ¿Qué sucedió? Lo señaló Kafka, estaba en Nietzsche. Kurt Tucholsky advertía sobre  él.

 

¿Qué encontraré en Ljubljana? No lo sé. Aparte del aura demoniaca de las guerras campesinas que asolaron la región, el coronado rey labrador sentado en una parrilla por osar cuestionar el poder. Se hizo un buen filme de un héroe popular local. No lo busco para calmar un poco el ímpetu de referencias. Como todo, como todos, acabó en tragedia. Figura compartida con otros países, tal vez Polonia, o Hungría. De trasfondo el increíble paisaje esloveno. Los crepúsculos teñidos usualmente de sangre. Hoy asoman de azul deslavado, casi celeste, opacado por el verde de los árboles. Espero que haya alguna fonda en la que pueda sentarme, lejos del ruido mundo, y reflexionar. Pienso en la madre, en la hermana, en una voz de mujer que me avergüenza recordándome que de hombres los hombres poco tienen. En el humo de un café oscuro me quedaré hasta que la tarde acaricie el resto con largos dedos, así estuviera hilando y las grullas dejan sus longas patas estiradas sobre el cielorraso del universo.

 

Cavilo. Croot, croot, chillan las cigüeñas rumbo a los Cárpatos occidentales.

 

Lecturas matutinas: Kurt Tucholsky atacaba al militarismo prusiano. Los nazis quemaban sus libros, le quitaban la ciudadanía alemana. Igual él continuaba, se escondía bajo diversos seudónimos. Todavía se habla de Goebbels; nadie menciona a Tucholsky. Un melancólico panadero pasa huevo batido por la superficie de la masa para que brille al final de su proceso. No fabrica pan, inventa soles. Händel llenará mis oídos de barroco esta tarde. El auditorio de Lyon creará domingo memorable. Si te extraño, ha de caer lluvia. Grandes grupos de árabes, cerca del puente del Ródano, ofrecen cigarrillos norteamericanos: “Marlboro, Marlboro”, repiten, y me recuerdo las narraciones de viaje del perfecto Blaise Cendrars, masculino de puerto, dandy del absurdo. Fumar es un placer genial, sensual. Yo te espero sin cigarrillo en labios, apenas con un deshojado poema de Andrés Ady en el bolsillo. En los salones de San Francisco se baila el tango. Chinas y rusas hacen fila por los maestros y al ruedo, pecho pegado a ti, cadera a ti y las fuertes piernas de tu amada hacen cortes peligrosos en donde puedes caer en beso, en el que traga palabras y las sucumbe de humedad. De agua, ahogado se perece.

 

Borro un párrafo de un texto que deseché. Estaban Tolstoi, Liliana Cavani, Rilke y Lou-Andreas Salomé. La tumba del maestro, insectos alados paseándose por bosques de espárragos. Alguien pone un bolero en medio del oblast inmenso. La estepa se convierte en pista de baile, árboles de hoja caduca de campos ajenos asisten, cada uno vestido de corteza y pájaros que gritan a modo de sombrero en la cabeza. Estaba Dios ¿o qué era esa sombra de alba vestida?

 

Plátanos con troncos moteados, manchados. Altos de veinte metros, en fila india a orillas del río. Ella me contó de Lyon y ahora lo veo. Observo en el Saona el puente de Tomáš Masaryk. A los dieciocho leí su biografía por Emil Ludwig. Si hubiera permanecido vivo el año 38 tal vez otra historia se tejía.

 

Se ha perdido el pan del texto entre tantos diversos objetos. No importa, los aires afloran por cada rincón. En La Coruña desayunaba en el Café Hispano tostadas con mantequilla y mermelada, de pan artesanal, no el cuadrado y producido en masa con que se hacen las tostadas en Norteamérica. En ese viaje que parecía que terminaría como el del Endurance, atrapado entre los hielos, y que vaya uno a saber por dónde se destila mañana. El olor del pan elimina fronteras, no existen barreras, ni hielo que acero no pueda cortar.

 

Me recuerdo comiendo lentamente gruyère en un banco del bulevar Brune. No alcanzaba para más. Lento porque así se aprovecha más y se gastan menos las monedas que no hay. Duro erogar lo que no existe. Terrible esperar, incluso con una baguette crocante para recordarte lo intrincado de tu aventura. Primero extiendo queso azul de pueblos montañeses de la región sobre la miga. Cremoso y fuerte. Luego un roquefort que hasta los niños comen, a pesar de que en exceso suele quemar el paladar. Esto es Francia, afirman. Y sí.

 

Tarde de barroco. A ratos sentía que cabeceaba entre sueño y alucinación, sucediendo escenas de satisfacción y encanto. Hasta durante el golpeteo de los timbales guerreros, en lontananza, donde el día se desliza por los acantilados del norte coruñés. Despeñadero de nieblas.

 

Una izquierda y dos derechas. Puerta metálica pequeña, un perro que ladra, un loro hablador. Panadería del barrio. Mayoría de mujeres y algún señor con bolsa colorida de plástico aguardan por el horno abrirse y llevar pan caliente a casa. También yo, ávido por las tortillas con lunares de quesillo encima. Nada mejor para la mantequilla, para la carne de membrillo argentina, para las carnes frías con pimentón. Para la llajwa especial del desayuno.

 

Hice pan en el mall de Cherry Creek, barrio de gente muy rica. Se paraban en la vitrina a verme caminantes del lugar. Estaba ideada la ventana para eso. Pan blanco, pan de trigo y rye, las tres variedades que servíamos para preparar emparedados al estilo de Wall Street. Tiendas luminosas, ningún claroscuro extraído de las visiones de Béla Tarr. Manos cubiertas de harina, velocidad para alargar la masa hasta que alcanzara la longitud para tres servicios. Hornos de lujo en los que la parte anterior de mis antebrazos se quemaba continuamente al sacar las bandejas hirvientes. Líneas horizontales que la memoria ha guardado en el cuerpo.

 

Pan sobrante para hacer croûtons. De ensalada y sopa. Sobre la zuppa toscana, con chorizo, papa y col negra. Hace año y medio que aseguro que me pondré a hornear. Cuando regrese, especias y demás delicadezas. Pan con locoto; de ajo y dill picado fino. Parsley, Sage, Rosmery and Thyme. Perejil, salvia, romero y tomillo, mi Dios.

13/04/2025

 

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Imagen: Panadería en A Coruña 

Friday, April 11, 2025

Caminata por Lyon


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

Hoy he mirado las flores, no he contemplado los muertos. El feroz tigre de los Sunderbans ingresó al cuadro del Aduanero y se convirtió en color. Se confundió bestia con mariposas. En el horizonte estallaban obuses. Eran girasoles con múltiples oscuros de mosca ojos, no la guerra, la guerra no. Llueve sobre Poltava, brillan baldosas centenarias, solloza el concreto pulido por el tiempo, pasos tras pasos, trenes tras trenes, infantes tras infantes.

 

Y el Saona fluye.

 

Y fluye el Ródano.

 

Inscripciones con las siglas RF indican la república francesa. Un edificio reza “1916”. ¿Bombardeaba el Gran Berta entonces París? Bajo profundo de la sinfónica, timbales. ¿Era Lyon el lugar de origen del perverso Thénardier? No estoy seguro ni voy a asegurarme, pero es que se trata de Francia y ella sin Víctor Hugo es solo una viuda viejita con trote de labriega. Trashumo callejas atiborradas de gente, cerveza de cada tono, néctares de fruta al fondo de las copas, sigo una tras otra modernas litografías de desconocidos artistas, retratos de caos por lo general, de caos en plural, verdes chillones, monstruos cabeza de pato, naves espaciales o submarinas, guerreros futuros con inmensos cuchillos medievales. Me animaría a comprar alguno si no tuviera maleta llena en viaje que debiera llevar vacío. Mochilas con aire del sur, bolsas de sol apañadas de luna, una canción de McEnroe, ni título guardo, pero martilla las sienes sobre las que crecen patillas blancas.

 

Timbales de Lully, de Haendel. De Praetorius la fiesta, fanfarria. No eran cadáveres sino hortalizas. En medio del estruendo me negué a contemplar los muertos. En su lugar elegí flores, las pinté, así como un tigre de juguete dentro de un bosque de algodón. No con ánimo de distorsionar una realidad ya de por sí maltrecha pero porque había tal aire de belleza en los edificios de Lyon que no podía ser tan necio de negar la luz. “Obuses”, señala un transeúnte. No, girasoles. Si el Gran Berta canta es un aria y nunca una maldición. Ver lo que no vemos y obviar la metafísica. Vulnerables aves de metal sobrevuelan puentes reconstruidos. Por ahí señalan: “destruido por los alemanes”. Fechas en números romanos. Los mutantes del arte contemporáneo, del graffiti de las calles, toman sus alucinaciones del recuerdo. Futuro tiznado de pretérito. Nada corre por sí solo, ni siquiera el viento.

 

Llueve sobre la memoria. La lluvia siempre me ha traído suerte. Gris color carnavalero. Recuerdo aquella encrucijada del casi oriente. La flecha de la izquierda indicaba Varsovia; la de la derecha, Brest. Leía Los campesinos, de Władysław Reymont. El aire olía a col. Conversaban acerca de Murmansk, al norte, límites del frío y soledad mayor que la de Dersu Uzala en los bosques del Amur. Convertirse en esturión gigante, abrir con el hocico puntiagudos canales, zurcir la superficie a manera de lana cruda. Si crees que sufres piensa bien en el dolor de Eugenia Ginzburg en el gulag. Era Kolyma, sí, el horror, pero también amanecía. Una patata podrida huele menos peor que un desecho de sandía. Matices de espanto por doquier; caminando enfrente de la Prefectura de Lyon, el nombre de Jean Moulin flota en un muro; matices, tizas de pastel para retrato, no puede durar el mal más que una temporada en el infierno, carece de eternidad, esa que los niños agitan entre sandalias amarillas y sonrisas para validar su genio.

 

Música, música, que los itinerantes se hagan musicantes y los gitanos doblen los cuerpos hacia atrás hasta tocar el otro lado. Probar la curvatura del círculo, el viaje tangencial del pensamiento al firmamento, a encender el brillo de las pupilas fang que cuelgan allí para beneplácito colectivo hasta el fin del cuento.

 

No, hoy no salgo como siempre a decorar los muertos sino a levantar camelias rojas en un atardecer tan cercano que parece vida eterna. Olor a pan recién horneado. El alba aún no ha llegado. Se engalana para el sábado con zapatos de charol.

12/04/2025

 

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Imagen: Max Ernst, 1919

Monday, April 7, 2025

Faro del fin del mundo


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

El libro no comenzó en Finisterre. Una tromba de aguas de espeluznante furor bajó desde el mar del norte y arrasó con costas, penínsulas, monolitos, antropomorfos, algas, líquenes y tréboles de cuatro hojas de extraños nombres e impronunciables. Luego sobrevino el silencio, apenas la embriaguez de Job sollozando por la inercia del alcohol. Cántaros caídos, rotos, espasmos moribundos de cangrejos negros no más grandes que mano de mujer. William Blake sentencia:

To see a World in a Grain of Sand
And a Heaven in a Wild Flower,
Hold Infinity in the palm of your hand
And Eternity in an hour.

 

Mirarte en una estrella, casi monóculo colgando del universo. Escribía columnas en diarios, yo, en la solidez de las décadas, bajo ese sustantivo. A ver… Falsuri y Antietam, campos de muerte leídos con voz profunda en el semicírculo del teatro Achá. “Antietam”, pronuncio, y cae el techo del escenario sobre los viandantes de letras. La A es shallot puntiagudo. La O, los curvados labios de Fedor Chaliapin entonando Ojos negros. La S serpiente aymara. La vi por Sacaca subiendo la apacheta y le pregunté qué se llamaba. Respondió en lengua extraña, antigua como el caldeo, y yo que soy hombre moderno uniformado, no entendí los arcanos de la palabra, la interpreté a mi manera, con las variantes patológicas de niño autista.

 

La X, la Cruz del Sur. Desde Chorolque la perseguía. Ella caminaba aunque no tenía piernas; saltaba sin brazos, su tórax expandido como chivito clavado en metal al arbitrio de carbones encendidos. M tu nombre matizado de flores de eneldo. Flota crema agria sobre el borscht. Flota en paz hasta que un Iskander que arriba desde el Caspio cae sobre él, lo explota y su rojo tiñe las paredes de sangre, los domos ortodoxos, jardines infantiles. Una sombra ha violado el espacio en donde escribo. Tenía los rastros de mi amigo José. Me había dormido justo cuando el misil explotaba. En mi ordenador cayó un crucifijo e imprimió marca de fuego. José se retiró, sombra que era, sigiloso sin ser siniestro, educado sin alcanzar visos de dandy. Supuse que quería apropiarse de mi texto pero este se defendió, creció garras y caninos largos como menhires y repelió el ataque delicado mientras preservaba mi sueño. No despiertes ahora, quiso decir, porque si lo haces vendrá la yegua de la noche, que los españoles dicen pesadilla, y el cuarto se llenará de zafiros azules, piedras de encantamiento, y del rubí gigante que arrastraron dos elefantes indios en la floresta de Birmania. Sería testa de dios, pensaron, de Marte belicoso y beligerante, del martillo de Tor, el arco de Filoctetes con el que frotaba los muslos pútridos del castigo. No despiertes porque si lo haces verás lo que no quieres ver; permanece dormido e inerte, tieso al igual que Venus antes de que llegue el sol.

 

Llegando al amanecer a Rosario de la Frontera ¿era el Tucumán? La Cruz del Sur brillaba trémula. Los vahos de la mañana hincaban los dientes en sus costados y el manto de estrellas desaparecía.

 

En el mar de Cantabria la Torre de Hércules gira luces alrededor del agua. Son las once oscuridad. El estadio de La Coruña tumba de susurros. Poetas y plantas han abandonado mi cuarto. Mi avión a Lyon sale a las once oscuridad, otra vez, y desciende sobre el río allí, en el barrio de la prefectura, mientras los infantes construyen edificios con rectángulos de colores y los hombres viejos secan las pocas lágrimas que guardan de ahorro, lamiendo y relamiendo el hoyo de una vertiente que no da más. El agua corre y la tierra la engulle. Cuando ya no queda líquido la lama devora a la lama. Un grito atronador anuncia que Saturno inició el festín de sus hijos en la sombría paleta de Goya. En un mural, Neptuno apunta el tridente hacia las nubes, apenas las pinche se desencadenará el diluvio, Job retornará a beber, y mujeres españolas de dulce lengua cantarán en gallego cantigas medievales que vienen con trasgos a cuestas, con meiras y sirenos, con animales que nunca existieron y, sin embargo, se pasean por jardines. Es o no es el mundo, me pregunto. Y Saturno de sanguinolentas fauces asesinas responde que no, que no es y no ha de serlo. Ni será ni fue, inventos tuyos de escritor indio atormentado por quinientos años de frío y silencio, nada mejor para confundir tu lengua, torcerte los dedos y hacerte escribir lo que ya no escribías. No, No. No es ni lo es. ¿Entiendes?

07/04/2025 

Sunday, April 6, 2025

La visita a Betanzos


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

Me envías un enlace acerca de Stefan Zweig. Me acomoda sentado en la distancia en el pasillo con bloques de vidrio de la casa materna-paterna. Varios libros suyos, algunos en la rústica de Editorial Tor. Mucho más tarde me enteré del destino del escritor, en Brasil. Entonces era la magnificencia de una gran prosa, el aire siempre presente de una época, Austria en particular.

 

El pequeño automóvil rojo trepa las estribaciones de la Sierra de la Capelada, al norte de la provincia de La Coruña. Pasamos por lugares de ensueño. Me dicen que en esos montes cubiertos por metálicos molinos de viento todavía corren caballos prehistóricos. Intento escucharlos pero el ruido de las monstruosas aspas es más fuerte. Ganado salvaje, color de tierra naranja los lomos. Pequeñas villas escondidas donde cosechan percebe. No anoté los nombres; se suceden paisajes inimitables. No se ven los altísimos acantilados. Igual a sueños rotos, van cubiertos de niebla. Igual a ellos, guardan la viscosidad de las lágrimas sin derramar, un escurrir de silencios tal vez definitivos. Aire de bosque, mar y fresnos gallegos, el árbol sin par.

 

Pequeños recuerdos en el pueblito mágico de San Andrés de Teixido. Artesanías hechas de antiguo y tradición en miga de pan pintada. Mi acompañante escoge uno para Renata, en Lyon, a quien he de ver muy pronto, en el dintel de un viaje que no tiene que ser final sino iniciático, comienzo de vida cuando se presuponía que sería inicio de muerte. Iré en avión. Obviaré, por cansancio de alma, la tierra entre esta hermosa ciudad española y la no menos del macizo francés. Un alto, intervalo de vida familiar, antes de los trenes al este.

 

Conversamos acerca de los campos de batalla. ¡Qué poco sabe el mundo de la guerra de Ucrania! Juicios y prejuicios, sobre todo de sus mujeres. Recuerdo las pieles femeninas, tatuadas y hermosas, de ellas en las mayores ciudades, siete años atrás. Pocos pensaban en la guerra, pero había tanques parados en ciertos lugares de Jarkov. La conversación gira en torno al horror, la desgracia cebada en un pueblo que tampoco fue inocente en su historia. Sin embargo, los males pasados no pueden ser freno para las iniciativas nuevas y ojalá buenas.

 

El carro baja hasta una extensa playa que dora el crepúsculo. Sol que se cierne al fin de Valdoviño. He sido afortunado de ver mucho en esta corta estancia aquí. Agradecido por el esfuerzo amigo, la buena voluntad, la bonhomía de ayudar y mostrar. Hay ruido de cabalgata detrás de los oídos. Pero en la neblina no se ven caballos ni tampoco la garganta de la montaña que cae seiscientos metros al mar. Lo afirmado, pensado,  todavía no digerido, del silencio que sobreviene después de la tormenta. La placidez del aire en el que no girarán polutos dientes de ira.

 

Ortigueira, Cabo Ortegal, Mirador de Herbeira, nombres que nunca hubieran entrado en la bitácora de mis viajes. Si fue el azar lo que me trajo o qué se esfuma en el vaho de horas. Queda, por supuesto, la memoria. Mientras dure el papel y quien lo llene de palabras, ha de permanecer. Lo que caiga después entra en el mito. No estaremos para vivirlo. Tolkien no asoma en sus mundos sombríos, Robert Graves no deambula ya por las calles de su infancia con tintes germánicos.

 

Corzo y jabalí, raudos fantasmas con pies de abeja. Vuelan por sobre las matas, bufan, sonríen, giocondas del universo escondido, deseos envueltos en mortajas púrpura, como señores santos del Perú.

 

Dice el poeta Ramón Andrés, que me hizo conocer mi guía, lo siguiente:

“El muro ante ti y detrás de ti;/Detrás de ti y el muro ante ti.”

¿Interpretarlo de mil maneras, de forma literal? Una hoja se desliza por el cuerpo del petroglifo de Pena Furada, en la floresta de Coruña. Desnudo observa con ojos abiertos de tiempo la destemplanza del amor. Vanidad, veleidades de humanos que se creen por encima de los años, que no saben entender la dureza del cuarzo que se añade a los bordes de la roca en forma de muelas. “La vida es lo que nosotros vemos del mundo”, Rilke ensimismado, contemplando la noche del Donau. Al fondo del agua las estrellas anegadas, apenas reluciendo en el pardo de las algas.

 

Señalan el camino de Ljubljana, el que llevará a Zagreb y a Sarajevo. Los corceles de Wallenstein cabalgan por su polvo. Atraviesan Ptuj. Acomodo el espaldar de la silla. Rancias paredes de ancianas etnias me rodean. Bajo el atardecer de Betanzos asoman figuras que se van haciendo reales y luego se disuelven, como si las ciudades estuviesen sometidas a cántaros de ácido sulfúrico. Un Golden retriever macho trota en un promontorio. Con las patas destroza retóricas que redactan la inexistencia del amor. En el aire cuelga una sonrisa británica de sazón misteriosa. El gato de Chesire ríe, no parece reír, da carcajadas de gusto. Debajo, pensamientos taciturnos cruzan salones mientras niños se esconden de sus padres. Quiero leer a Dylan Thomas y no está. Dejó una nota señalando que no retornaría, que se iba a leer poemas presto del infierno, que cuando acabara arrojaría el libro a las llamas y a sí mismo al olvido. So long, Dylan Thomas; bailan los campesinos de las hermanas Brontë

 

Betanzos. En el pasado existía el héroe de la historia boliviana y aquel pueblo en el valle entre Potosí y Sucre, helado y melancólico. Otro nombre nunca imaginado. Quizá en mis siempre atentos periplos por el mapa lo había visto, ahí al fondo de la ría, pero no sabía que me convertiría en ducho cliente de los buses que cubren los veinte kilómetros que lo separan de la ciudad grande. Ya conozco de memoria el descenso hacia sus casas, sus puertas citadinas de antigüedad medieval, los eucaliptos. Café “solo” en la puerta de la iglesia de Santiago. Capa y espada. Cabezas de moros. El señor de Bombori trasladado desde los campos cochabambinos hasta aquí. Aunque la historia haya realmente ido en sentido contrario. Dibujos, poemas, lecturas. Siempre Cunqueiro y una miríada de otros autores que desconocía y ahora agitan letras en el vaivén de mi vida.

 

Paseos por Betanzos, libros viejos, espeso chocolate con churros por la noche. Famosa y notable tortilla de papa de Betanzos. Complicado manipular de comidas para producir el efecto deseado. Quesos y embutidos en vitrina apenas bajando una calleja del pueblo que sube y baja, de Santa María a donde viven los gitanos. Feria en la que compro botas de caminata, ya que de trabajo no lo son más para mí. Lejos los días en que botines punta de hierro hacían de diarios comensales. La vida pasa, avanza. A ratos retrocede pero es breve recular de las distancias.

 

Hemos visitado la exhibición de Irving Penn, visto “en vivo” sus tomas del Cuzco. La fotografía gira constante alrededor de este periplo de marzo-abril. Calesita de sueños, flor de azalea. Los brezos, la Calluna vulgaris, pinta de rosa el campo. Me dices que están protegidos ahora, luego de una masacre vegetal como las que suelen suceder cuando los intereses del capital se aprovechan de los recursos naturales.

 

Domingo ya. Nada suele ser lo que se espera. La locura humana tiene alta capacidad destructiva. Donde se hallaba un castillo a la espera de su princesa, la furia ha arrasado como si fuese Jarkov. Bombas incendiarias, atómicas, faros del fin del mundo. Las luces de la Torre de Hércules giran mínimas en el  cielo ante la luminosidad de la urbe. En el pasado serían un ojo entre la tiniebla, pupila de la nada.

 

Domingo. Otro bus camino de Betanzos y vuelta. Después, una semana más tarde, un mes, dos, es posible que su memoria se archive hasta de cuando en cuando aparecer en escritos viajeros. Es posible que no, también, que la villa se afirme en las rocas antiguas y el río siga corriendo. Nadie lo dirá porque no lo sabe.

 

Stefan Zweig retorna a mí desde un enlace electrónico con cuentos de infancia. Todo brilla y de a poco va haciéndose claroscuro, a manera del arte de Lasar Segall.

 

Pan de maíz negro, de trigo negro pan.

06/04/2025

Monday, March 24, 2025

Texto tallado en piedra


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

Mar para alguien que no es marino sino roca montaña. He leído a Melville, claro, y el naufragio de Dickens en David Copperfield, Daniel Defoe e historias de piratas. El viaje del Beagle, abrazadores hielos del Endurance, Joseph Conrad, hasta a Theodore Roosevelt adentrándose en el Río de la Duda. Aguas. Alexandre Olivier Exquemelin. Francis Drake y Henry Morgan; Blas de Lezo y Juan de la Cosa coscorosa, niño bonito con pajarito…

 

Río de la Duda, cauces que conllevan al fracaso, la locura, la muerte. Tribus zombies rastrillan la floresta buscando carne de hombre. De ahí el salto a tierra arrasada. Mismos tonos, estupefacciones, palabras inauditas como combo de herrero, verbo con mortal estruendo de obús. Dirán literatura, los que saben; más bien amagos de mundos paralelos en el diario convivir del hoy, cuando algún puntiagudo vértice del otro lado perfora el frágil diapasón y permite el ingreso de homúnculos del mal expandiéndose por los camastros de bellas mujeres dormidas. Infierno de los polemistas, que no callan la boca ni en el momento en que las llamas alcanzan sus extremidades. Oscura la visión de Giordano Bruno aquella noche de Roma, andada, sospechada por todas las horas que durara la luna de octubre; corría despiadada la Medusa de Caravaggio, o era él yo tirándose en el Tíber, hastiado de equivocarse con cada serpiente del cerebro pensando por separado. Arco de triunfo, de Tito y de Septimio Severo. Tanta piedra para nada, inútiles grabados de glorias efímeras como una mañana, fotografías de ancianos agoreros de tinieblas. Tenebra, el miedo, la noche se asusta del lunes y se esconde, tiene rostro de sílfide y dientes de león. Aguarda detrás de ese que parece olivo ruso, gris tirando a verde, dicen que vinieron ¿quiénes?: homúnculos fabricados en caoba con máscaras portuguesas. Devoraron cuellos finos de artistas que contemplaban el mar. El rugido les impidió darse cuenta. Un faro caía en el fin del mundo. El de Verne sobre Isla Desolación. Ahora vienen por mí, a pesar de postigos de hierro. Quise escribir un verso más triste que el de Sergio Esenin. Abedules de la taiga. Extraños mamíferos de cuernos múltiples y curvados en los pastos. Qué hacer, qué decir. Un grito en esta penumbra jamás llegará a una estrella. “Sobre tus sienes gotea un oscuro rocío, el último oro de las estrellas extinguidas”. Georg Trakl.

 

Cansino, veintitrés pasos hasta el colchón. Menos de un año atrás gemía allí, de espalda rota y corazón sano. Se vino lo opuesto, danzando con trapos de saltimbanqui, susurro burlón. Tenso la espalda ante un haz de luz, poco tengo de perro-hombre, de lobizón aullador. No me veo acechando en las esquinas, bestia que muere de vieja, terrible muerte de bestia, sin sangre ni serpentinas, ni truenos que anuncien furor. Suave, intrascendente, aburrida, la muerte de un actor.

 

Mal enterradas pupilas parecen lunas cluecas.

24/03/2025

 

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Imagen: Caravaggio

Saturday, March 22, 2025

We all live in a yellow submarine


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

“Navegando”, como se suele decir ahora, por internet, encontré Apología de los ociosos y otras ociosidades, de Robert Louis Stevenson, con prólogo de Marcel Schwob. Libro breve, 80 páginas, al que tengo que echarle mano. Mis maestros, ambos, en distintas etapas de mi vida, los samoanos. Stevenson en sillón de mimbre u otra planta tropical; Schwob con una taza de té mientras su sirviente chino al lado parece estatua de sal, mujer de Lot.

 

Ocio. En mis tiempos de mal aprendiz de sociólogo, cuando pasaba horas escogiendo libros para llevar a casa, hallé y leí El derecho a la pereza, de Paul Lafargue, político, activista, yerno de Karl Marx, de origen franco-cubano. Poco recuerdo, el que las máquinas debieran reemplazar el trabajo humano para que los hombres pudieran disfrutar de su tiempo. Derecho que nos asiste a todos, a no hacer nada, menos nada que no querramos. Pero las décadas se burlaron del barbón de Tréveris, de su yerno y su hija suicidados de común acuerdo, de Herzen y Bakunin. Y Ogarev. Georg Herwegh, amante de la esposa de Herzen, escribía poemas para las sociedades socialistas de Ferdinand Lassalle. Europa era un foco de fuego. Kolokol incitaba a Rusia, con antelación de medio siglo ya veía arder la revolución. Carretones atravesaban la estepa cargados de textos de los notables exiliados londinenses. En inmundas isbas, los populistas que habían “ido al pueblo” enseñaban gramática y el poder intrínseco y bendito de las bombas.

 

The Smashing Pumpkins cantan en Siamese Dreams. Casi recién llegado yo a la capital norteamericana, entre rock alternativo, canciones de protesta, Leonard Cohen y Theodorakis. Brisa helada entra por la ventana de Aurora. Imagino el mar de Carballo del que me han hablado. Quisiera ir a Soria, pequeña y olvidada, a tanto quisiera adentrarme que se agotaron los pasajes. Mientras tanto conduzco por la antigua Denver, avenida Colfax Este, que parece zona de guerra. Tiran abajo los viejos edificios. Las casas y negocios ya están tapiados con venesta, se ha determinado el exterminio de los poetas beats que pululaban por ahí, de putas y alcohólicos desterrados del oeste. De serios tecatos con camisas de manga larga para esconder las manchas de las agujas de heroína. Gentrificación. Huele aún a hamburguesa barata, los griegos continúan vendiendo gyros con yogurt agrio. Microcervecerías clausuradas; un famoso sex shop a pocas cuadras del Capitolio; el magnífico lugar en donde se podía comprar cerveza y jugar pinball en decenas de bellísimas máquinas de color y sonido.

 

Johnny Cash y arándanos rojos. En los bosques nórdicos, las matas de lingonberry, arándanos colorados, decoran la solitud de Finlandia. Tierra de pálidas mujeres y ciudades de piedra amarilla. Las venas de sus cuerpos imitan fuentes de lapizlazuli.

 

Doblo por la Cimarrón Street, por la 39 y retorno a Sable. Casas con cinco, seis autos en la acera del garaje, destacan las últimas camadas de los que se llamaron orgullosamente a sí mismos “cholos”. No solo generaciones perdidas, sino fracasadas y occisas. Manejo porque busco emociones de recuerdo. Las calles, los árboles, el heladero mexicano con mandil y carrito de dos ruedas cubiertos de rastros de ti. Tu voz vuela en el viento, sopla, llora y recita bossas novas de amor. Observo un Isuzu Trooper blanco que se apresura a desaparecer. Me doy cuenta que soy yo buscándote. Martinho da Vila en ronca voz, con brutal presagio, entona: “Pode apagar o fogo Mané que eu não volto mais”. La caldera va consumiéndose. Terminada el agua la llama sube por el brillante acero, lo derrite, toma la cocina y cortinas, sábanas de esquinas bordadas. Fogata de San Juan, militares disparando a mineros en Bolivia 1967. El fuego mata, las balas también. Nuestra casa se masacra a sí misma sin piedad y excesivo encono. Contemplo de nuevo al Isuzu blanco de emisiones fantasmas. El chofer me mira y saluda. Me doy cuenta que me miro al espejo y lo destrozo. Se rompe solo, cae el marco marrón. El automóvil lento continúa. Al fondo de la calle se desvanece. “Pode apagar o fogo Mané que eu não volto mais”. Não, nunca mais, y sin embargo te amo. Eres para mí parque crucificado entre dos ramas. A orillas del arroyo de los cerezos. Sin embargo te amo. Cumbias sentadas, porros que cuentan años idos, salsas y guajiras. Cueca, cueca. Forró.

 

El mar de Cienfuegos atrapa a una anciana y la esfuma. Las pobres sandalias flotan como barquitos de papel plástico. Delicioso plato de colas de langosta y vino fino en el castillo frente al mar. Libros, novelas, sabias conversaciones acerca de Lezama. Digo salud al comisario político que nos sigue de cerca. Lo emborracho con audacia cochabambina y al fin terminamos puteando en contra de qué. Ian Curtis: She's Lost Control. Nada, lo que parece, todo lo mismo. Sandalias ahogadas y famosos escritores al borde de la piscina con mallas de tonos vivos.

 

Ha muerto George Foreman. Kinshasa 1974. En el filme Alí (Michael Mann, 2001) el otrora gran campeón Muhammad Alí corre por las calles de la sangrienta capital de Mobutu. Lucha de negros populares, a su manera representando mundos que en sí no son tan dispares. Cine, en demasía. Colección de 2500 videos que catalogué de a uno, a mano, cuidando el detalle de la información y que mostré con cierta ufanía en los almuerzos de Puebla, con ritmo de marimbas al fondo.

 

Último domingo en Denver. Mis hijas como siempre me halagarán con rico almuerzo. Despiden y reciben a su padre con fanfarria de diputado nacional. Tal vez pida barbeque, barbacoa, suave dulzor de comida típica del oeste norteamericano. Con papa y cebollas fritas. Bomba de tiempo, lo que uno quiere y saborea.  

 

Navegamos. Por el océano verde y cerca de los campos en donde combaten buenos contra malos. El sargento Pimienta carga armas letales. En el aeropuerto de Miami una gran pared tiene un mural de flores frescas que rezan: “All You Need Is Love”. Si miente o no tal afirmación no es tema hoy. La noche se ha acercado febril y calma en su contradicción. El domingo asomará con nuevo ambiente. Un tren calienta locomotoras en algún lado, ávido de subirme en él y llevarme por los puentes sino del destino al menos de la belleza. Anuncian tormentas en el horizonte. Esperemos que esas luces estruendosas a lo lejos no sean de cañones. Vivan rayos y truenos y mueran las guerras. Nos sumergimos. Estamos en hogar, home, en el vientre del submarino amarillo.

22/03/2025

 

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Imagen: Nowhere Man

Thursday, March 20, 2025

El viaje y dos libros


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

Los cuervos se han ido. Se los llevó el frío. Amenaza día soleado, todavía no estival. Aprovecho para revolver el café con poca azúcar y mirar por la doble ventana el nacimiento del jueves en medio de las modestas casas de un piso.

 

Como de costumbre leo, veo, contesto cartas, mensajes. Lejos el tiempo en que esperábamos por semanas misivas de “allá”. Mucho más distantes los sellos postales de la Alemania Federal que arribaban a cierta dirección del barrio Quince en París. Iba calzando las botas, la camisa gruesa que combatiría la brisa de la Isla de Francia. Alrededor de una docena de hombres africanos, entre Malí, Senegal, Argelia y Marruecos, de algún iranio escapado de Khomeini, yo. Mochila al hombro, tras los pasos de los impresionistas en un contexto diferente.

 

A orillas del Oise.

 

Del Sena a orillas.

 

La segunda incursión europea llegó con extenso intervalo. Obviamos las tierras rojas del Paraguay y aterrizamos en una Londres siempre fascinante. Los eventos corrieron como sutil bola de nieve para terminar en la frontera rusa, ya entonces cargada de tanques y premoniciones. Roma, cómo no; Porto y Madrid. Al final de la ruta iconos ortodoxos gemían detrás de las paredes y las mujeres escondían el cabello supongo que en atávica fórmula de protección.

 

Mucho he hablado de aquello, de las ciudades y los nombres. Algunos persisten; los muros de las otras se derrumban calcinados. En donde estaba la estatua de Catalina emperatriz no queda otra cosa que un pedestal de piedra para alivio de cansados, inválidos de guerra, héroes a su modo y víctimas del monstruo que se inunda de sangre y de dinero como siempre en la historia ha sido.

 

La eterna discusión entre Kropotkin y Malatesta. Difícil balance, péndulo de fuego entre dispares metas de difuso fin. Los jóvenes cantaban. En mis dedos hacía girar una condecoración soviética de estrella roja. Buques que mugen como toros.

 

Hoy, a una semana del vuelo trasatlántico, arreglo los breves regalos para una de las niñas más chicas de la familia; cuatro volúmenes para los amigos desde Betanzos a Belgrado. Tienen mis iniciales escritas pero no tengo pertenencia sobre ellos. Tus libros no son tus libros, mal parafrasearía al eterno Gibrán, en cuyo recién inaugurado parque durante la guerra del Golfo Pérsico me sentaba a leer. George Bush dando un discurso acerca del poeta libanés en la capital de Estados Unidos mientras bombas caen en Bagdad.

 

Ya hay un boleto, números, pesos, precios, puertas de salida, instrucciones antiterroristas y mucho en general. Dos paradas: Charlotte y Madrid. Quince horas de vuelo a orillas del Cantábrico, mar de voces estentóreas, helada sal. No viajo a conocer el hielo. Los cuervos desaparecieron, los llamaría Edgar Allan Poe. El árbol de manzanas enanas, tonos rosáceos y rojos, asoma brotes con timidez. En el sur prepararán moonshine para beberlo en recipientes parecidos a los de mermelada. Boca ancha y destilados de damascos y maíz. Siempre el blues.

 

En mente dos objetos de escritura. El obvio, un diario de viaje que quiero comenzar en Finisterre. Comienzo en el fin del mundo. Algo de ingenuidad romántica, creo, pero me gusta. Me llevarán allí, me han contado del océano. Tal vez incursione en la vieja España, Castilla de porqueros y matachines. Zamora, Ávila… opciones a cual mejor.

 

Estuve en Galicia siete años atrás, en Vigo. He leído a Cunqueiro y me han fotografiado en faldas de Jules Verne, devorados poco después, los dos, por el gigantesco pulpo. Reminiscencias de las islas británicas en la costa gala, de las novelas de Víctor Hugo.

 

Botafumeiro de la catedral de Santiago de Compostela. Me ahumaré de ser posible en santidad. Después que venga el distrito mágico del Aveyron, el Mediodía.

 

Tren a Francia, atravesando la tierra de mis ancestros vascos de ambos bandos, hasta Lyon. En mi periplo de París al sur obvié la segunda ciudad. Orleans, Bourges, Bayonne, etcéteras franceses de notable belleza e historia. Cuánto debo a Dumas padre. Lo supe mientras cruzaba el país. Tengo anotados algunos embutidos famosos de la villa. Y queso. Ancianas rocas y la pequeña mano de Renata como, esta vez de manera real, principio del mundo. Lo mío es literatura, lo suyo vida.

 

Llegará la encrucijada de mediados de abril. Cuando en cualquier gare de Lyon tenga que decidir el trayecto al Este. Ruta de Claudio Magris y de Danilo Kiš. Senda de Günter Grass y Olga Nawoja Tokarczuk, sin olvidar la belleza de las letras de Herta Müller. Así quisiera escribir…

 

Cuatro esquinas, igual a la infancia en los campos de Pandoja, mirando en lontananza la muy antigua torre de la iglesia de El Paso. Entonces decidían por mí. De muy joven, los padres; de joven, el alcohol.

 

Serán dos los caminos, otro dueto quedará sellado. No me dirijo a los altos Tatra y me seducen los Cárpatos. No soy turista ni millonario. La vanidad obvió mi casa, como Dios obvió la totalidad del resto en lo demás. Necesito una mesa, un plato de sopa, un café. Mirar las cigüeñas que retornan a Turquía, oír las mansas aguas que supuestamente albergan el horror de Viy. En ciudades de mediana aldea, donde todavía sonríen y de cuando en cuando cruzan gitanos itinerantes de violín.

 

Sé quién hará el prólogo para este libro que promete belleza, leve filosofía e intensa emoción.

 

El otro, dado que mi querido amigo el Arcángel se ha fugado del mundo de los muertos, es la novela suya dormida un lustro. Tiene olor de desierto, algo de Rulfo y de José Emilio Pacheco. Colas de zorro y cuernos de chivo, cholones jefes que bailan a modo de cóndores, aguas del Bravo y el Grande que son como la mayoría de nosotros de al menos dos vertientes. Pondré énfasis en ella, la creí a momentos enterrada y también sus páginas han huido al influjo del infierno.

 

Miraré el fin del mundo, me emociona hacerlo. De ese punto, desandar la historia mientras se teje una paralela hasta que llegue el día de retornar a Denver y el regreso a la tierra, greda y territorio. Alrededor, el viento ha adquirido gentil belleza, a pesar de que ponga hirsutos los árboles con fogonazos primaverales en Coruña. Vamos, piernas, que no vinimos a descansar.

20/03/2025


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Imagen: William Turner

Monday, March 17, 2025

Colina de aves rapaces


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

Colgaban como nidos de pájaros tropicales, largos, enmarañados. Hombres negros suspendidos de los árboles en el camino de subida hacia la colina de los búhos. Noche alrededor. En este instante sobre el vidrio de la mesa se refleja volando un cuervo. Mientras escribo.

 

Las formas de los árboles indicaban ancestro asesino, no porque ellos decidieran inventar sus ramas sino que las circunstancias los enfrentaron con hombres. Escucho canciones folklóricas norteamericanas de fines de los años veinte y percibo, sin quererlo, automáticamente, que detrás incluso de la belleza hay turbas de gente, hoces, tridentes y picos, enloquecidas por la sangre, ideosas de que el fuego purifica cuando es grasa ajena la que se consume. Pogroms en Estonia, en Ucrania, Ruanda desmembrada de forma literal en la carne de sus hijos.

 

Una lechuza china atraviesa el cielo cargando un ratón. Fragilidad del segundo. Desaparece entre los aspens, fuera de vista incluso de los enormes tristes ojos de los ciervos. Los faros de mi automóvil apenas reflejan dos líneas que ficcionalizan, decoran, gratifican un universo inexistente. A un paso de los haces de luz, la vida cambia. Billie Holiday entona una canción para hacer dormir a los linchados. ¿Cómo dormir si están muertos? Mentirles que duermen, que el dolor pesadilla es.

 

Había una iglesia metodista a orillas del gran árbol. No está más. Las máquinas del dinero poco se preocupan de destruir crucifijos. Me detengo, de noche tengo el don no solo de ser ubicuo sino de ser dueño. Ya ni policías quedan en esta ciudad del centro oeste. Aquí los zorros y yo, atojs míticos trasladados, alguna solitaria águila conmigo. El motor del Mazda 6 suena suave, las mofetas se mueven rápido entre un arbusto y otro. Del macizo vegetal cuelgan cosas, horribles como muertos, bellas como nidos. Balance, péndulo, romanas que reparten una cuartilla de papa runa, media libra de harina. Selecciono con ánimo cirujano el color de los ajíes. Un plato, o una salsa picante deben guardar cualidades de pintura. La naturaleza se define a sí misma renacentista. El maestro Sanzio elige conmigo los comeruchos, este naranja quedará bien con el jaspeado; el marrón se amoldará al suave gualda.

 

Desde el año 2018 me he sentado en este café de Poltava, esquina de calle de nombre impronunciable. Después de treinta años de trepar la colina de los búhos, de hacer de la vida linealidad infranqueable, protectora. Pasó, de allí a entonces saboreo esta infusión que jamás se acaba. Nunca pierde su calor, ni el aroma muere con la acidez de los malsanos efluvios de las bombas. Casi como Marat acuchillado en su baño de tina con carta a medio leer. Incólume escultura. Instantánea de la historia, de las horas de cada uno. Charlotte Corday se ha esfumado de los cuadros, apenas resta el gran inquisidor de la revolución recostado de lado, frágil pero a su manera eterno. Así sorbo  el café con la especial inercia de aquel fatídico retrato, no con una herida en el pecho sino con una hoja de acero sólido guardada para cuando atraviese Putin la calzada; nunca llegará a Poltava, vale decirlo.

 

Conversé anoche acerca de los días en Odesa. Respondí con soltura el por qué amaba tanto la ciudad. Evalúo en el mapa las líneas de tren y de autobús. A partir de Lyon hay cielo abierto. Imaginé que los meses serían interminables y me doy cuenta de mi error. En Roma ya pensaba en ella, Odesa, igual a una pareja inalcanzable. Desde la terraza del hotel miré la ciudad somnolienta, edificios que parecían deshacerse. Ruinas de lo hermoso hacen hermosas ruinas. Cerca del Hotel Bristol, bajo la sombra de Iván Franko, leo un libro del que no me acuerdo. Otras distracciones cubrieron la memoria, la penumbra ortodoxa, el velo encima del cabello de las fieles, ostras con queso derretido. En mi nicho de persona apátrida contemplo el mar sin tapujos. Crimea, Capadocia… lo posible y lo que no.

 

Diría, al verme en el espejo, que canas crecieron eliminando ébano. Mis ojeras van de arriba abajo igual a las de un guiñol. Estoy en la antesala de la remembranza, de andar de nuevo caminos ya trillados. Caliento el carro en la frescura de primavera amanecida. Me ilusiono con vagones restaurantes que no existen sino en recuerdo. Me encantaba almorzar mirando el paisaje, si obviaba por supuesto la gresca verba de los milicos bolivianos. Fuera en el ferrobús o en el tren de pasajeros con el pueblo acurrucado en la hediondera que causa la pobreza. Tal vez halle un tren similar entre Wrocław y los montes Tatra. O acercándome a Vilna por sus bosques, haciendo el esfuerzo de escuchar los gritos de los partisanos hebreos con los que se fotografió Ehrenburg, corresponsal de guerra.

 

He soñado con Castilla y también con un cuerpo que olía a flores, joven y desnudo sobre mí, así fuese mi mortaja. Desperté al cuac cuac de los cuervos, a palos vivos sin hojarasca. Aguardo un par de horas por algún almuerzo para el cual no tengo apetito. Sé que en el tocadiscos del coche está puesto un compacto de León Gieco. Sin embargo no deseo hoy cánticos inocentes de gente buena. Me inclino por algo más sufriente, real, romántico a su modo en la tragedia. He de leer una obra convencional en la tarde; al anochecer caminaré entre estantes de viejas chucherías y contestaré misivas de amistad, amor y otras legales, aburridas y necesarias. Un engranaje gira en derredor que no podemos obviar. Somos parte de él, volandas de casi inútil importancia. Cierro los ojos y sueño. Los abro y ante mí cuerpos atormentados, físicos flotando al azar del viento, oropéndolas sin plumas ni colores, acuarelas desvaídas.

 

Tocan las once y un cuarto, campanas ausentes, vecinos que no transitan las escasas veredas de ciudades antisociales, vaya paradoja. Necesito naturalezas vivas, mangos y frutas de la pasión.  Me apetece observar las de Cézanne pero no obtendré de él olor ni rugosidad de cáscaras. Me he acostumbrado tanto a la cercanía de las frutas, al alivio del pintor al no saberse abandonado. Al carmesí de las frutillas y el masivo glauco de las guanábanas, duetos que me hacen olvidar lo visto aunque no lo oído.

 

Con suavidad, aquella mujer negra les canta arrorró a sus muertos y estos parecen mecerse apacibles, lejanos, ensoñados con el horizonte abierto en sus vacías pupilas.

17/03/2025

 

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Imagen: Fotografía de Lofgabet

Wednesday, March 12, 2025

Alguien lee a Jon Fosse mientras trashumo el Caribe


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

Polvo de sapo para hinchar los pies. Apazote (epazote, paico, té jesuita), mejorana y flores de café para el alivio. Santiago de Cuba; recuerdo a Huber Matos. Recuerdo ese modesto café a la vuelta del magnífico Hotel Nacional, en La Habana, donde con Ligia vaciamos copitas de ron santiagueño. Al lado de un tinto más oscuro que pecado. Caminamos luego al refugio en donde durmieran Zenobia Camprubí y Juan Ramón Jiménez, en piezas salvadas del desastre, en medio de un Vedado hoy destruido, con luces bajas, multitud de niños y ojos blancos de gente negra. Y el esqueleto de un altísimo edificio soviético en cuyo primer piso solitarios hombres jugaban dominó bajo las velas.

 

Un sociólogo brasilero gemía sobre las dotes del régimen. ¿No era acaso que en la revolución nos amaríamos todos? ¿Por qué este perpetuo odiarse el uno al otro, qué clase de revolución? No había respuesta pero otro vasito de ron, esta vez con el querido Roberto Burgos Cantor, con quien hablábamos de la negritud, de Aimé Césaire, del Chocó colombiano, de Jorge Zalamea y Gabo. Fallecido Roberto comentando mis camisas leñadoras, junto a Zurbano y Roberto Fernández Retamar, a orillas de la bahía de Cienfuegos.

 

El Cuarteto Patria continúa interpretando la guaracha, la de la mujer que embruja con polvo de sapo. Soledad Bravo: “el cantar tiene sentido”. Me acuerdo de los cañaverales a vera del canal de la Angostura, rumbo a la ventana lateral de tu dormitorio, a las voces calladas y el dedo en la boca no chistes mientras el amor se derramaba desde ropajes prietos. “Negrita bacana de la Martinica, no usa vestido, no usa calzón”, entonaba con voz profunda el tío Hugo, moreno y viajado, erudito y triste. Cosacos del Don; Che, comandante, amigo; Pekín y Moscú…

 

Hubo en el Escambray un comandante norteamericano de rebeldes; los mencionaban en La Boa, que bailaban hasta ellos, los insurgentes, en claros de luna y obuses a manera de ornamentos cumpleañeros. Hubo uno, leí en el New Yorker hace más de una década, a quien Fidel fusiló, qué extraño. Sendas del Escambray. Sierra. El mar azota. Selva de verde profundo. Intelectuales del mundo duermen en el colectivo, babean como pueblo común, un gallo se ha subido encima del sombrero de un campesino de Trinidad, es un lindo souvenir que fotografío. Casas de colores que hacen pensar en Bahía, remanentes del Brasil imperial, en Minas Gerais y Jorge Amado.

 

Finos bordados de mujeres en luto. Blanquísimos, de harina parecen, de azúcar impalpable, de hostia en polvo. Si tengo un recuerdo aparte de las fotos creo que no, ninguna artesanía ni disco compacto. Solo memoria de tanquetas devoradas por la herrumbre, guerreros atenazados a la memoria sin rostro ni extremidades. Salían de o iban a Bahía de Cochinos y quedaron allí, destino tenaz, polvos de sapo les arrojaron que impiden avanzar. Playa Girón. La guerra se gana con artillería y con santas de nombres raros. Eso que escuchas no supongas que sean bombas sino tambores. Oé, oá, sensemayá, sensemayá. Víboras ciegas, lechuzas de manto oscuro, lombrices pecadoras y venenosas, loros de extraño esmeralda se desprenden de los árboles. El Escambray entero es un hechizo. Aviones que entierran la nariz en pastos milenarios. Son de la manigua, trocitos asados de malanga.

 

Y tú lees. Jon Fosse dice, dice, dice, dice, dice. Algo de la malignidad de Bergman en esta sencillez plácida. De Edvard Munch, de la carreta sueca de Selma Lagerlöf, incontestable chirrido de la muerte. En Finlandia, en medio de tierra de nadie, guerra de Suecia y Rusia, hay saunas a los que no se debe entrar. Invitan, como el infierno invita. Vapores que pronto ofuscarán el sueño y pondrán escenario de terror. Pobre condición humana. Siglo quince o cualquiera que fuere, no te acerques a construcciones abandonadas, nunca en los bosques del norte en donde demonios de la floresta crucifican enteras divisiones soviéticas. Luego silencio. Escandinavia silencio, frío y silencio. Dice dice dice.

 

Vaya salto triple entre océanos. De Juan Ramón al poeta noruego, de blancas fichas de dominó cubiertas de pupilas a fiordos de inenarrables bestias.

 

Verde petróleo del monte del Escambray. Los gritos se han hecho ovillos como pangolines e igual al norte ya únicamente silencio, calor y silencio. Albos anillos y collares fabricados en hueso de cocodrilo en la región de Matanzas. Frágiles, apenas duraron un matrimonio y tres abandonos. Corales rojos sobre tu pecho. Corales negros. Cabecitas de plomo, de duendes coloniales. Lectura imprescindible de Alejo Carpentier, para siempre el siglo de las luces. Paulina Bonaparte y su zoológico caribeño, no tan extenso ni tan grotesco como el de Moctezuma que hallaron los conquistadores. Tendría dragones e hipocampos, flores del mal y escorpiones de agua, minúsculas flemosas medusas que causan rubor sobre las pieles, menos las africanas que carecen de rubor.

 

Te pido que me leas unas líneas de Fosse y caigo rendido. Imagino que un ave de plata me acerca al mar bravío, que veo un faro guiando y no estoy seguro de que no sea Polifemo encandilándome para victimarme. O Circe. O la Hidra. O simplemente tú, cuál de ellas o ninguna. Dice dice dice.

 

Pregunta alguien si escribí poesía. Antes de nacer, contesto, luego la olvidé. De si he leído a John Fosse. A Alfonsina Storni, a Idea Vilariño. Esta, acomodada con su hombre en lecho de una plaza, escribe:

Yo soy cálida, honda doblada de ternura. Gasto un perfume extraño como una flor oscura.

 

Hay ruidos en la noche y ni siquiera me doy vuelta para ver qué. De martillo y de lozas tocando el piso, muy difícil para medianoche. Tanto he vivido en oscuridad por treinta años que nada me asusta, ni cuando el grande búho gris corre hacia mí como desaforado enano, o la zorra chilla igual a un bebé en pastizales pululantes de crótalos.

 

Una hermosa pintada maceta mexicana muestra la sobriedad de la gallina. Cubierta de festejo, de colores tehuanos. Me trae a la realidad, al día en que regalé a mi hija menor esa cerámica que estuvo conmigo por tanto. Otros objetos también, una máscara bigotuda y pelirroja de bailes guatemaltecos, sonando a marimbas de Xela. Gallina de barro decorada estilo Bonampak. Te has dormido con el libro abierto encima de tu descalzo seno. Lo cubro sin retirarlo de ti, observando temblar tu marrón pezón, casi greda para vasijas santas.

 

El mar estalla contra la roca del Hotel Nacional. Mojitos en La Habana. Rostros que nunca más veré, sonrisas alemanas y carcajadas británicas, una Biblia de idiomas en evangelios insulsos. Alejo Carpentier, ron de Santiago de Cuba…

 

Cincuenta cuervos sobrevuelan el restaurante chino. Quince cuervos se han detenido en el árbol pelado. Uno, dos, tres, diez de mis dedos más cinco.

11/03/2025

 

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Imagen: Wilfredo Lam, 1973 

Monday, March 10, 2025

Domingo en el mundo de Trump


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

Camino entre restos de canciones rebeldes irlandesas. De fondo, de vecinos mexicanos, Chalino Sánchez canta Nieves de enero. Infortunado Chalino. Sonaba en el tocadiscos del auto en los años noventa. En aquel bajar y subir de colinas con veinte grados bajo cero. Si había nieve parecía navidad, si no, sin luna, viejas rusas de sombrero y largas pañoletas flotaban camino del parque Mir. Incluso los mapaches se detenían a mirarlas, antes de retornar a su labor de selección de basura. Calle Forest con desvíos breves hacia la Fairfax, enrejado del complejo de departamentos en donde se reunían barbados árabes de faldones blancos. Era antes del atentado a las torres gemelas. Después de eso desaparecieron. Siempre pensé que conspiraban a medianoche, para qué nunca lo supe, hasta que un amanecer de septiembre chillaban en el noticiero que un avión se había estrellado contra un rascacielos de Nueva York. Entré corriendo a casa, despertando a mujer e hijas y encendiendo la televisión cuando la segunda nave quebraba los ventanales de otro edificio.

 

Los árabes, era barrio rico aquel, tenían bellas mujeres norteamericanas. Encontré un disco en la lluvia que sequé y puse a tocar. Habibi, la tonada, muy linda. La tragedia tuvo su hito musical.

 

Sobrevino un período de inercia. Gente cabizbaja, taciturna, los elevadores de la Forest y Leetsdale se retrasaban como a propósito. Con Liz leíamos a Rosario Castellanos. Santos y vírgenes mutilados en los pedestales de las iglesias chiapanecas daban sentido a la realidad.

 

Volvía a casa y con Ligia teníamos sexo pausado, cansino, lento y pesaroso. Explosión del Vesubio, aguas hirvientes que acarician el bote de Plinio. Gente que se quedó ceniza, hasta el grito de polvo gris. Mosaicos de héroes y hetairas, azahares no retornables.

 

Existe un brillo como de bronce en tus muslos, músculos de atleta griega, soldados de Maratón. Observo desde mi silla pensante; el perro desde la suya cálida. La casita de enfrente se desvanece, niebla estará subiendo desde los pastizales de Corani. Una delgada víbora negra se escurre, ciega afirmaría, entre pedregales escondidos por musgo. Raro que a esta hora de frío se anime a trashumar el campo. O es hada disfrazada de sierpe en busca del eterno marido.

 

Pizza sabor de gorgonzola. Casas y tiendas que treinta años atrás se mostraban como síncope ficticio, mirage de sombras, aparecidos al lado de silencios. Espejismo. Saboreo el fuerte queso italiano, miro por el ventanal: mujeres maduras con trajes pegados y colcha de yoga. Vida norteamericana de domingo, casi diría sobria si no conociera los oscuros entretelones de esta sociedad maldita. Pero, a simple vista, alegría, carros de lujo y sonrisas dispuestas. Tan santos y tan rubios, tan blancos que ni la leche merece comparación. Un par de hindúes desentonan con saris coloridos y variaciones de púrpura. Nada es perfecto. Hundo, qué pecado, el gusto del gorgonzola con un vaso de agua. Nada es perfecto. Detrás tuyo, el dibujo de una silueta parece un hombre. Limpio con cuidado los granos de azúcar caídos sobre la mesa, debo contestar algunas cartas y llenar solicitudes burocráticas. Chalino ha ido agonizando a medida que transcurren los minutos. Ya se fueron las nieves de enero, tienes razón, cantante, nieves que ya no sueles ver. El sol de Sinaloa pule la culata de un flamante cuerno de chivo. Las trocas refunfuñan, alguien ha de morir. Semos o no semos, he ahí nuestra dinámica.

 

De la biblioteca de mi sobrino leo Hack/Slash Omnibus, terribles novelas gráficas que en el horror de tenebrosas sonrisas nos traen al hoy del mundo de Donald J. Trump, la bestia anaranjada del apocalipsis. No jinete porque es voluminoso monstruo construido para trolleys de golf. Oscuridades acarician los vidrios exteriores queriendo hallar resquicio para cometer crimen. Protegido por luz de foco halógeno continúo escribiendo. El Jesús naranja marcha a manera de triceratopo por el césped de una falsa sociedad de paraíso terrenal. Era verde, sí, dadivosa incluso, pero sustentada por grandes mentiras y peores oprobios. Tenía que llegar la hora de la redención o el castigo. Ha llegado, y lo último que se verá en el panorama de Denver con los años serán fuegos no de artificio, entre azules y bermellones, anunciando la nueva Herculano. De fondo el Vesubio en explosión. Chalino Sánchez que seguirá cantando hasta que el aparato se disuelva con calor  su enigmática pieza de las nieves idas y las flores de marzo. Idus de marzo…

 

He contemplado irse minutos y segundos este día casi con desdén. Indiferencia de condenado o calma antes de tomar el bote trasatlántico hacia las inseguridades del escondido universo detrás de los Cárpatos. Nunca mejor escogido el sitio para avivar el misterio. Montañas en forma de herradura y diversas sendas que cuartearán su geografía cubriéndola de nombres, señales y distancias. Me toco la frente como si me doliera la cabeza y no. Hago hora para dormir, para deshacerme de vestigios insulsos de la fecha muerta.

 

Un mendigo se ha arrastrado por el frío hasta perder los pies. Lo he visto subir en espiral al cielo; bien podría ser que sufro de engaño y ese es camino de infierno. Le alcancé tres dólares para el pasaje y sonrió más bien sarcástico. Sus botas quedaron detrás, bajo el humo de la intemperie. Alcancé a ver el reloj pero la hora se había retrasado por la estación. Entramos en la tienda donde todo vale un dólar, una escoba como agarradores de cocina, galletas de origen desconocido, anteojos plásticos. China made. Al salir habían desaparecido los botines rotos del novel ángel. Rastros de mugre y vasos vacíos. Intenso color verde de un trago de soda a medias.

 

El vecino de abajo produce ruidos. Nunca sale, apenas se lo ve, no tiene cocina ni come ni se baña. Sospecho que vive de metanfetaminas. Cuando sus pasos anuncian que sube las gradas me pongo alerta y agarro el puñal de cacha negra. Hasta ahora no ocurrió nada pero en la USA de Trump todo es posible. Acaricio la hoja plateada que podría tornarse roja. Me duermo con un suave Vivaldi en el teléfono y sueño con fatídicos asesinatos y callejones de putas etíopes, bellas, de ojos egipcios.

09/03/2025

 

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Imagen: El gabinete del doctor Caligari, 1920