Sunday, August 10, 2025

Volver a Gallaudet


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

Era Astarté acariciándose. Frondoso cabello negro ante pared clara. Hablaba de Asiria, de Nabopolasar. La fuente de sus aguas había traído bajeles que se detienen en Nínive. Senos ávidos y de mácula marrón, tibios y deliciosos como la cerveza egipcia de Sinuhé, ese tono pardo peculiar de las arenas del norte de Nubia que atravesaran los etíopes de Memnón camino de Troya. Astarté, retorno a los fabulosos cómics de Robin Wood. Allí, pegada a una de las tantas puertas que anuncian escape, ilusión del pasado o regalo presente.

 

De ese recalcitrante aroma a cedrón, color de azafrán, salto al pedestre mundo de los pobres que me tocó vivir en el mercado de abasto de Gallaudet. También los tintes eran vívidos, bellos en otro sentido que el cuerpo de la diosa. Lo menciono porque lo trajimos a conversación con Fadrique Iglesias, escritor de no ficción, que visitó los lugares que describía yo en Virginianos. Hay un proyecto entre los dos acerca de una Virginia crecida en cuarenta años. Lo haremos, tenemos años pensándolo. No voy por DC desde 1994; falso, fui con mis hijas pequeñas, retornando de Bolivia vía Washington capital y Chicago en otras fechas no lejanas de esa. Visitamos a Julio en algún sitio de Northern Virginia. El 94 fue la última vez que vi a Fernando Vargas. Borrachos escuchamos ritmos de Senegal. Luego vino la muerte suya, la pendiente marital mía, sobrevivir a inundaciones majestuosas sin chaleco salvavidas, ni un breve intenso naranja que anunciara que en el turbión de la vida algunos intentábamos nadar. Casi un tango con ritmo de bailanta triste.

 

En Gallaudet imperaba el blanco, el que detentaba los dólares. Y los comerciantes coreanos también. El resto nos dividíamos en grupillos amorfos de negros y latinos. En los largos muelles se oía el típico acento salvadoreño. Sus mujeres cargaban cuchillos y los hombres pequeños machetes. La guerra civil estaba ahí, inolvidable en el horror, demasiado cercana para confiarse de que en este paraíso del mundo nada podría ocurrirles. El caso es que llegaron refugiados gente de los dos bandos, carniceros y carneados, y era difícil olvidar; perdonar ni pensarlo. Se oían historias, gritos y correteos en el segundo piso cuando las peladoras de verdura arreglaban sus cuitas asesinas persiguiéndose con punzones. Los gringos miraban, ni querían entender el mundo de los salvajes mientras produjeran.

 

Cientos de productos vegetales y frutas, casi un jardín del edén. La carne era joven y fuerte y aguantaba todo. Me hice muy amigo de los trabajadores negros, dormí en sus casas, bebimos Cisco hasta la inconciencia, me enamoré de la prima de Big Mike, de su sonrisa, sus delgados brazos de diva. Casa victoriana de tres pisos y sótano. La prima en el tercero y en el subsuelo crack. Aguantaba todo y el amor de ella era leve. Terrible que, memorioso como me creo, no recuerde su nombre y ha mucho que perdí contacto con Big Mike. El jefe negro, Joe Day, habrá muerto. Yo tenía veinte y nueve años y él seguro más de sesenta, lugar en el que estoy yo ahora, sin horizontes de vehículos de carga ni pitar de trenes al amanecer. Parece un sueño, en el febril frenesí de las cinco de la mañana, cuando salían los camiones hacia el interior de Maryland y Virginia, pasaba el expreso de Nueva York. Años después lo tomé, parando en Baltimore a visitar a Edgar Allan Poe. Crucé por Gallaudet y lo creí cambiado. El jefe coreano seguiría vendiendo mollejas de pollo preparadas al estilo de Seúl. En sus escasas mesas comí platos mexicanos, chinos, coreanos, escuché despotricar contra Panamá, cuando la asaltaban las tropas norteamericanas. Babeé de cansancio mi pecho una y mil veces en el metropolitano entre DC y Arlington. Mi cama a nivel del suelo lista para tirarme vestido encima. Un cardenal rojo siempre viene al balcón de atrás y da saltitos husmeando a ver si me dormí. Puse un disco de The Gang of Four y no recuerdo más.

 

Acabo de derribar la lámpara del escritorio. Estaba en posición endeble sobre un libro de Paustovski que compré en La Coruña el 28 de marzo del 2025, siglos de ello, se ha caído el Obelisco, se incendió Alejandría.

 

Astarté duerme. Hasta los dioses descansan. Me recuerda las largas noches de la guerra de Irak cuando veíamos botecitos escabullirse del tormento en medio de los pantanos de Basra, la Basora que al menos una vez Borges poetizó en verso. Lo buscaré, he recuperado una breve antología de Alianza Editorial pero desconozco si está allí. Escucho suspirar a la madre de los cananeos, lugar donde se multiplicó el pan, cuando todavía había peces en el mar de Galilea y los rabinos no se mojaban los pies al cruzar el agua. Tiempo de milagros, marzo del 2025, cuando los ángeles subieron al cielo y se olvidaron de descender de nuevo. Abril del 25, un automóvil guindo ataca los molinos de acero en las colinas. Cuando don Quijote fue mujer.

 

La Torre Alpha semeja un gran nicho elevado, otro obelisco, Luxor, Palmyra. Las páginas de Julián Huxley, impagables, describiendo Baalbek. Luego vino ISIS, los trajes prietos con la muerte cantante. ¿Sueño, imagino? Las épocas pasan colgadas de caballos de Chagall, veo una foto de la bella Victoria, sensual pero no fatídica, cabello entre castaño y blondo, y un beso dado en la oscuridad de una calle de Kiev. Me muestra detrás las banderas norteamericanas y la ucraniana. ¿Ves?, dice, significa que hay un destino… Ella habita la ciudad del Cid y cada año de sus tres décadas la rodea la belleza. Es dulce, no cambió su sonrisa desde el momento que visitamos Gulliver y le compré un traje de noche y un sombrero.

 

¿En dónde quedaron los míseros de Gallaudet? Los olvidé conversando sobre hadas y estepas. Me siento, torso desnudo, sobre bolsas de papas de Idaho. Del bolsillo extraigo uno de mis dos largos cuchillos que atravesarían el cuerpo de un hombre con facilidad si se los introdujera en el vientre. Pelo una palta chilena, tipo Hass, y la esparzo sobre el abierto pan francés. Añado chile serrano, con pepa, cortado en tiras largas. Añado una pizca de sal y almuerzo. Los negros almorzamos alrededor de las papas, y uno a uno se ponen marihuanos o más. Nos ponemos. Latas de cerveza Budweiser. Agujas para perforar el aluminio. ¿Dónde los hombres?, cantaría Agua Viva. Ya ninguno está, todos se fueron en pos de la diosa. Era Astarté y juro que la vi acariciarse mientras con los ojos me sonreía y contaba cosas de Baal.

10/08/2025

 

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Imagen: Astarte Syriaca por Dante Gabriel Rossetti 

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