Claudio Ferrufino-Coqueugniot
Doce años atrás, una expedición de contrabando partía de la estación de ferrocarril en Cochabamba. Lo usual era tomar el ferrobús hasta Oruro, llegar allí a las siete de la mañana y luego correr a hacer fila para los pasajes al tren de Villazón, cuyas ventanillas abrían a las dos. Cada día ya se habían vendido la mayoría de los boletos, a puerta cerrada, para los conocidos o gente que podía sobornar más largamente. Nosotros, los de compra de dos cajas por producto a lo más, debíamos aguardar. Uno reservaba el espacio de otro mientras éste desayunaba en el mercado próximo. El api era bueno, a pesar de que a esa hora temprana los barrenderos se encargaban de recolectar los desperdicios que perros y borrachos habían dejado en las inmediaciones.
Dos de la tarde. Al abrirse la boletería, la gente se agolpaba para tratar de
llegar antes. Después de una lucha, con suerte, se obtenía ticket, aunque con
número ficticio. Se vendían muchos más boletos que los asientos que tenía el
tren, con series y números que se sabía eran inventados. Uno de aquellos
significaba veinte horas de viaje parado.
Perder la oportunidad de conseguir lugar nos largaba a la oscuridad de Oruro, a
un pésimo pisco y a velar en los gélidos asientos de la estación. El viento
corre, pampa negra, y hombres descarados hunden la nariz en los pequeños vasos
con fuego, hasta el otro día.
A las nueve de la noche parte el tren al sur. Hay que acomodarse lo más cerca
posible a los vidrios rotos, soslayando el calor de los cuerpos y la asfixia.
Mover el pie derecho y contar veinte minutos. Veinte para el izquierdo; treinta
para los dos. La cadera a la izquierda, quizá el culo un poco atrás. Los brazos
tiesos, junto al sexo o al bolsillo del dinero. Espacio reducido y baile
personal y silencioso de los contrabandistas. Los vagones son oscuros. El ruido
lo dan los inspectores o aduaneros que chupan sin parar en el coche comedor.
Las putas ríen y los oficiales, con los labios ya hinchados de singani, les
babean los hombros. Nosotros miramos, desde nuestro alargado cubil, rogando que
los hijos de su madre no se acerquen a molestar con sus inspectorías o sus
galones. Sólo queremos llegar a Villazón y que se desentumezcan las piernas...
El tren se detiene en despoblado. Los que duermen ni se dan cuenta, pero los
que vamos de pie vemos el febril moverse de los aduaneros, subiendo y bajando.
Es tráfico de quién sabe qué. Así se sirve a la patria. Lo mismo en las
oficinas, en los ministerios, en las embajadas.
Las estaciones se suceden. Pueblos indios; minas. Y también pequeñas estaciones
de piedra construidas por los ingleses.
Han diseñado este viaje de noche para esconder el yermo. El altiplano no tiene
nada, y el frío es incorpóreo. Cuando amanezca, ya se estará entrando en los
valles de Potosí con árboles y remansos esplendentes. Por la mañana el sol se
muestra benévolo. La vegetación, aunque escasa, da vida a los ojos después de
la sombra.
Cuando para el tren, estación por estación, la gente se pone a mear y a
excrementar a lo largo de las vías. Hay tanto trasero que no se puede prestar
detalle a ninguno. Y comida, tamales que llegan sobre las cabezas de los niños.
Tupiza, Estación Balcarce... Ya se presume la frontera. Habrá que subir otra
vez, montar al frío y estaremos en Villazón, con sus horribles calles, un cine
que por años muestra "The Dresser", en copia antigua. Platos de
comida mala. Los contrabanderos almuerzan y cenan en La Quiaca, al otro lado
del puente internacional: barato y mejor. El desayuno se hace en este extremo
porque la frontera abre a las ocho, y los gendarmes argentinos son tan
perversos que mejor no molestarlos.
Papel, lápiz, y dinero argentino en el bolsillo. Dólares no; Argentina tiene un
extraño comportamiento en relación a monedas extranjeras, recuerdo de su muy
perdida gloria.
Se camina por los almacenes: un parmesano allí, tres cajas de mermelada al otro
lado, diez cajas de queso fundido porque se vende bien. Pagado y anotado. Al
término del día, los cargadores hormiga, contratados en Villazón, irán
recolectando las compras y pasándolas una a una, hombre por hombre, hasta cerca
de las vías donde cobran el trabajo. Un "hormiga" puede cruzar cien
veces diarias, con un único producto en las manos. Los gendarmes, entrenados
carceleros, los hacen formar largas filas y retenerlos por el sólo gusto de
ensayar su estupidez y romper la fatiga del aburrimiento. Los cargadores
bolivianos andan tan empolvados como los tristes negros de las minas de oro del
Brasil.
Los ricos, aquellos que compran cientos de bolsas de harina o latas de manteca,
van llenando vagones del tren de aquí, a medida que los peones descargan las
unidades. Este tráfico con cuentagotas ahorra mucho, en impuestos y aranceles,
a los grandes.
En una jornada se ha comprado todo. Un buen contrabandista que venga de
Cochabamba puede hacer la vuelta completa en cinco. Si tiene la mala suerte de
llegar en sábado no verá sus productos hasta lunes o martes. Peor si le dicen
que el vagón con sus cosas "se quedó en Aguascalientes", como si
hubiese algo que hacer en Aguascalientes excepto mirar los eucaliptos.
Una caja de galletas para el secretario. Dulce de frutilla para el subjefe.
Queso fundido para el principal. Vino para los cargadores. Parte de un rito
institucional llamado robo.
El tren de regreso tiene, literalmente, jaurías de perros con uniforme de
aduanas. Cada vez que uno de ellos asoma el hocico en un extremo del
ferrocarril, hay alboroto. Hombres y mujeres pasan repartiendo cosas entre los
que van sentados: que guárdeme estito, que por favor, que diga que es suyo. En
un alarde de memoria, un comerciante ducho puede dispersar más de cincuenta
productos pequeños entre el mismo número de personas, y levantarlos cuando pasó
la inspección. Y repetirlo en todo el trayecto. Cuando el guardia pregunte:
¿qué lleva ahí? responda: "es mío". Y se acabó.
Aparte de ser un carro de contrabando, el tren es un lupanar. Lleva carga de
putas entre Oruro y Villazón. Pequeñas y oscuras mujeres desempeñan el oficio
para aduaneros y militares en el vehículo en marcha, y para compradores en los
hoteluchos de Villazón, que cambian sábanas una vez por semana.
Acabada la faena de escoger y comprar, el singani se destapa. Si se es
contrabandista sobrio será imposible dormir. Cantos, gritos, peleas, vómitos.
Entre ellos se conocen tanto, vienen tres a cuatro veces por mes, siempre los
mismos, que sólo se encuentran nuevos cuando los abruma el alcohol.
Oruro se ve ya. En los doscientos metros finales, hasta la detención total de
los vagones, la gente va tirando paquetes por las ventanas. Como en un filme
del oeste, de ambos lados de las vías, comienza a salir tal cantidad de gente
que semeja un ataque. Son los levantadores, que toman un bulto y lo
desaparecen. El contrabando chico, y a veces bolsas tan grandes como personas,
salen de los maleteros, de debajo de los asientos, del baño, de entre las
polleras. Material que nunca será contado ni magnificado. Alimento fantasma que
de la estación de Oruro se repartirá al país. Los precios habrán de doblarse,
triplicarse en otras ciudades y los objetos cambiarán muchas veces de mano.
Las contrabandistas chotas, no cholas, que por lo general visten de luto, se
peinan y arreglan sus negros trajes para ir a lidiar en las oficinas. En un
tumulto, sólo comparable a las oficinas de inmigración argentinas, en Buenos
Aires, en la avenida Madero, se finiquitan -es un decir- los detalles de
ciertas cargas. Como las coimas son tan abiertas, sobre la mesa, ya deben ser
llamadas sueldos. Los oficinistas cobran el salario diariamente, con excepción
de los días en que no hay tren y están tan pobres que vagan con su trago debajo
de los crepusculares focos.
Por fin, en Cochabamba, se reparte la mercancía por los almacenes. Invirtiendo
cien se gana cien, y siempre queda comida extra para la casa. Una semana más
tarde ya hay que partir otra vez. Un par de jeans, que aguantan mejor el sudor,
una frazada, camisa y chompa. Listos.
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Publicado en Los Tiempos (Cochabamba),
29, septiembre, 1996
Publicado en Arte y Cultura (Primera
Plana/La Paz), 13, octubre, 1996
Imagen: Frontera Argentina-Bolivia
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