Claudio Ferrufino-Coqueugniot
Un libro se ha concluido. Parecía tarea difícil pero ahí está. Fue lentamente escrito en años y quiso apresurarse al final en un largo viaje que no le permitió espacio ni calma. No importa. He cerrado sus páginas y me alegro de él, y por él también porque a partir de hoy sábado tantos de octubre es ya autónomo, no más mío, camina solo, tira el bastón de madera hueca y desaparece detrás de los puentes de alguna ciudad adormilada. Buena suerte.
Rebusco en
el laberinto del panorama privado. Entre escritos iniciados, truncos,
desechados. Un par de novelas como estatuas de sal, algunas por más de una
década. Selecciono una que me acerca a donde estoy; mis rumbos han cambiado y
otras mis montañas alrededor. Hubo nieve por los últimos treinta años y no la
hay de nuevo. Segura transformación. Mañana domingo a descansar, no porque
fuere el de ramos ni nada especial. Relajaré el cuerpo de un mes atareado y a
comenzar. Que el tedio jamás podrá conmigo. Ya trazo planes en el mapa por
donde han de moverse mis personajes. Yo con ellos, no a distancias insalvables
pero todavía lejanas. Vamos de a poco, no voy a enloquecerme como un chico. Con
vanidad diría que afilo el lápiz pero bien sabemos que este ya no existe. Pues,
pronto, por los nuevos caminos de un novel trabajo que me he impuesto con gusto
y que demandará lo mejor de mí. Dispuesto estoy a darlo. Y más. Para eso corre
la sangre por las venas y la luna que quería ver está escondida en labores de
amante. Sea, a oscuras comienzo, con ganas, fuerza, destreza adquirida y objetivos
claros. Mato Grosso, ya voy. El tocadiscos suena Let it Be. Sintomático. Llovizna llega desde el Tunari. Hay una
suerte de claroscuro en el cielo, de lluvia mezclada de sol. Muy lindo. Un
perro ladra en el pasillo. Pienso en las páginas escritas, en el río Bravo,
sigo, treinta años después, conduciendo mi automóvil por el desierto de David
Lynch, el de Jim Morrison; cuánto ha forjado el medio oeste en mi carácter.
Alguien
escribe desde el fin del mundo. Cambio el disco. When Johnny Comes Marching Home es una de las canciones más
hermosas. La escucho siempre. La ponía para mi sobrina Renata que la bailaba
por el siglo y medio de corazón que llevan su ritmo y letra. Revive Estados
Unidos en mí al escucharla. Viví allá mayor tiempo que acá, país complejo y
bello. Cuando muera mi cuñado Ed, que carga 82, habrá fenecido de algún modo.
Cierto que mis hijas permanecen allí pero hablo de otro espacio de existencia.
Los carros corriendo por boscosas colinas de West Virginia, condujimos en medio
del mito y la historia. Las tribus, algonquinos e iroqueses, todo quedará
enterrado, tieso en roca tallada el rostro del jefe Caballo Loco, gloria de los
lakotas. La vida, dicen, el tiempo, claro, implacable reloj que martilla las
sienes sin pausa pero debiera ser sin desasosiego. Ya está, lo hecho está. El
Potomac seguirá fluyendo en Harpers Ferry cuando no estemos. Estos días han pasado
de tal manera. REM en el tocadiscos del Café Dalí, en la calle España. Losing my religion entre otra buena
música. Dos copitas de Baileys y un taxi con aparente destino infinito pero que
se detendrá, así asome la brecha, el insalvable abismo de los años, la
hondonada de Babi Yar que contemplé en Kiev.
Quebradas
boscosas por las que Lenin desbarrancó la revolución. De nada sirvieron los teóricos,
el notable Bujarin de rodillas ante un maloliente verdugo. Vértigo de imágenes,
un 2025 que acaba y carga sueños. Revitalizaré algunos en las páginas del nuevo
libro, supongo, aunque no vaya por allí. En literatura siempre hay un resquicio
por el cual meter algo en apariencia completamente ajeno. Despiertan las cinco de la mañana del
viernes. Pareciera día de decisiones, ya se verá. On verra, recuerdo mis clases
de francés, en París perseguía tontamente las imágenes del libro de texto que me
había atraído allí, amén de mujeres imposibles y regiones cercanas más alejadas
que las estrellas.
Llovía
sobre Lyon, sobre el Ródano y el Saona. Escribí que ella, la lluvia, causaba
sarpullido en las aguas de por sí calmas. Pasos que reviso en mente, errores
graves. Cuando Johnny retorne marchando a casa, en sus espaldas el peso de
muerte fraterna, la osada ridiculez, macabra, de la incomprensión, lo fatídico
de los tiempos actuales y el amor del instante, el minuto a más, que carcome al
hasta parecer que existe un karma milenario y una suerte de venganza de Adán.
No sé, que se ha olvidado el placer como poética, cierto, que lo reemplazan veleidades
jugando virtualmente a la grandeza, también. Tonos bíblicos, no diré la
asunción de Gomorra ni el alba del fin del mundo a pesar de los signos
presagiosos como aquellos antiguos de los cometas. Las épocas son cañitas de
papel. Olvidemos a Pascal.
Hago hora
para que lleguen los aviones. Hierve el café. En la mesa pan integral y pan
blanco.
Sábado de
llovizna anunciada y todavía oculta. Caerá cuando no estemos de pie, solo la
escucharemos, susurro de la montaña. Días que pasan días que traen calma. De a
poco reabro los libros. Hoy compré en tienda de viejo una novela de Andreiev,
publicada en el Madrid de ciento un años atrás. Si razono, me doy cuenta que a
partir del 2022 Rusia se alejó de mis lecturas. Otras también pero ella en
particular. La paz de la tarde pasa las páginas con sosiego y de pronto me veo
enfrascado en recorrer historias a pesar de cierta lentitud. Me place.
Recordaba el camino de Belgorod y a pesar de ser tierra quemada hoy sigue
siendo la ruta hacia muchos de mis autores favoritos. La guerra nunca ha sido
extraña a esta región, vaya tristeza, y el retorno de la belleza tampoco. Llegó
el crepúsculo y retorné a Kharkiv, a mi cuarto de hotel en el quinto piso de un
edificio de negocios. Han pasado tantos años. No diré que poco queda de aquello
sino que se dispersó, excepto casos de dolor donde del viento se apoderó el
silencio y se truncaron misivas de amor. Tanto ha pasado, mucho que no ha de
volver. Sin embargo hay cosas nuevas, siluetas queridas que pugnan por tornarse
en realidad. Hago paralelo con la carretera que lleva a Rusia y sé que los
pasos volverán a marchar.
Tierra
incógnita, lugar que he de descubrir. Mientras tanto redacto las líneas que
conformarán el nuevo libro. Aprendí a tejer a mano de niño, resabios milenarios
traídos de las serranías de Sanipaya. Al escribir, tejo. Cruzo la trama
interminables veces, y ajusto los puntos que he diseñado con un madero especial
que se utiliza en el campo. La vuelvo a cruzar y muevo los dedos encima de
ella. Aparecen rombos, líneas. Vuelvo a asegurar el diseño con golpes fuertes
para solidificar la lana transformada. Es un arte y un oficio. El tejido no
puede ser endeble sino sólido. A eso voy.
Johnny
retorna a casa. La guerra ha terminado. No hace mucho me preguntaban acerca de
Memphis, Tennessee. De Elvis y la música negra. Hablé. Y de las montañas y los
bosques, de la increíble belleza de aquel lugar de los Estados Unidos. No solo
la guerra civil, la lucha por los derechos civiles. Con mi hermana María Renée
cruzábamos el país desde Colorado hasta Florida. Allí la despediría y volvería
por otros tres días en bus. Comer algo en Kansas City, por decir algo, que
aquello equivalía a un universo.
Ni la amiga
que la esperaba en Miami ni mi hermana están más. Desaparecieron como el soplo
sordo de la armónica. Neil Young cerrando los ojos: helpless, helpless,
helpless.
Escribo sin
tristeza. En los atardeceres converso con ella y le digo de mis planes de
remontar el poderoso río Paraguay buscando los tintes que desarrollarán mi
acuarela narrativa, que aprendo a amar, la guerra y la paz.
15/11/2025

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