Claudio Ferrufino-Coqueugniot
En tiempos de Sofía Paleóloga los campesinos cuchicheaban que las campanas de Novgorod sonaban solas por las noches. El Kremlin rojo, Milana Seménova que cuenta historias de Veliky Novgorod, Novgorod la Vieja, su ciudad. Cuando Rusia invadió Ucrania, ella y sus dos hijas emigraron a Rumania primero y luego a Francia. No quería saber nada de lo que sobrevendría. Tuvo lúcida y temprana razón.
Estoy en la
ventana de un quinto piso en Kiev viendo caer la primera nieve. Mucho antes de
la guerra. Agarro una chamarra y salgo. Tomo para la izquierda y otra izquierda
y una cuadra después entro a un sótano bar al que suelo ir. Me siento en el
extremo de una larga mesa y pido un vaso de chop ucraniano y un shot de vodka.
Y fueron cuatro, con un plato de arenques fríos. Kremlin bermejo, la estatua de
Rachmaninoff, el parque, el otoño. Victoria por teléfono me advierte que se me
aproximarán “chicas” al verme solitario; le respondo que no voy a bares a
levantar mujeres, prosaica y mediocre costumbre. No necesito nada mientras
sorbo la bebida y mato la cerveza con agüita rusa.
Pienso en
Petliura y Majnó.
Irina, de
vestido azul, vendrá más tarde. De entonces hasta la muerte. La luz halógena de
la lámpara no puede recrear sus ojos. Flotan como lunas celestes del
firmamento. Reconozco sus pupilas en medio del brillo de aquellas de los
innúmeros fangs que relatara Cendrars.
Agito con
lentitud el café instantáneo. No hay otro a esta altura de la noche. Cerré la
ventana de la sala porque el aire susurra, sugiere notas dormidas del oblast de
Poltava que hoy no deseo recordar. Mi mente está en otro lado, en donde un
imposible amor me ha dicho que no se encuentra bien. Menciono la lluvia porque
siempre amenaza. Relámpagos en el horizonte, flashes de un pretérito con
espasmos de futuro. Tanta calma, no lo hubiera creído. Sin aprendizaje zen,
venida, caída del cielo como por encargo. Sosiego que no es inercia. Hasta disfruto
de este horrible café disuelto.
Hoy he
visto fotos de Lequepalca y de Curahuara. Blancas torres; Lequepalca en donde
habito en mi efímero período de administrador de carreteras. Bordeo el inmenso
patio de la iglesia. Oscuridad plagada de sombras, agujeros no más anchos que
un cuerpo en las paredes del cerro, minas individuales de azufre. El hombre se
arrastra hacia adentro, rasca la roca del fondo y se arrastra de nuevo hacia
atrás en peligroso movimiento. Si sucede algo y grita, su grito se irá al
centro de la tierra, nadie lo ha de escuchar. A lo sumo dirán que las almas de
los penantes balbucean incoherencias entre el silbido de la paja brava.
Me doy una
escapada hasta Patacamaya. Retorno después de la una de la mañana. Abro la
puerta del salón, los trabajadores roncan, les huelen los pies, la explanada
afuera se ha cubierto de escarcha. Me da un escalofrío que me apura al lecho, a
meterme entre pesadas frazadas grises, como las del conflicto del Chaco. Ni me
quito los calcetines porque el frío cala. Qué estará haciendo ella, dolida y
maltrecha, me preocupo y pregunto. Muy tarde para escribir, he de soñarla.
Me
impresionó esa imagen de las campanas tañendo solas en las horas que duermen.
Escucharlas desde el campo, desde una isba de paja y barro. Impresionante, para
cerrar los ojos y rezar que no se te abran ante cualquier jugarreta del
Maligno, porque no puede ser otro que él que agarra los cabos sueltos y las
retumba en el silencio. Cualquier brizna de hierba rota puede denunciar
caballos mongoles, la esclavitud o la muerte. Nada bueno ha de salir de esto,
ni siquiera del profundo tintinear de objetos santos. Yo que soy descreído en
su totalidad puedo oler azahares místicos. Avanza el reloj, fresca brisa se
filtra por debajo de la puerta. Absoluta oscuridad del quinto piso ¡quinto como
en Kiev! Ni siquiera caminar de hormigas, termes adiestrados para romper
concreto. Una lucecita abajo avisa que hay un cuidador del edificio contiguo que
se calienta con un anafe a querosén. Devora tal vez una huminta en chala que le
prepararía su esposa. Observa, de vez en cuando, el esqueleto de la
construcción pero prefiere no adentrarse en sus recovecos. Nadie sabe lo que
guarda la noche; a veces, entre tormentas de hielo, las cavidades arrojan
figuras que se enroscan y rápido desaparecen. Pero allí estuvieron y las he
visto. Mejor ni pensar que ando descalzo y se enfriarán los muslos de temor.
Divago, lo
sé. Cama abandonada, sábanas de marrón oscuro, alrededor una gran naturaleza muerta sin Cézanne. Serán los
minutos, la gente que se acuesta temprano a dormir; ni sonido de amantes hoy,
el dulce vientre contra vientre como timbales barrocos. Prosigo, agito el resto
del café ya tibio y mastico una empanada picante que compré en la calle.
Notas de
fin de año. Pareciera que estas han de ser diferentes. Doce meses reptaron con
lentitud. No hablaré de pesadumbre y esperanza es palabra engañosa. Queda lo
que quedó, si bueno o malo lo dirán los meses que vienen. La última vez que
sucedió fue a fines del 2018, algo similar sin ser igual. De ese año salen las
figuras del Kremlin carmesí, el hermoso cabello de Milana, una joya. Victoria y
otros nombres magníficos. Irina, Kharkov. Falta todavía para las postreras
bengalas del 2025 y últimas palabras de un libro importante que terminarán con
él. Con nombres propios también, por supuesto, que ya han sido anotados en un
breve volumen y continúan haciéndolo en este. Después será referencial, no acabado
y menos fallecido pero algo lejano a nuevos proyectos que pasan por cambios de
estilo en lo literario y por tranquilidad amena . Afino listas de libros a
leer, de las ya existencias de hoy que posiblemente no alcance a completar.
Una
matrioska ucraniana se esconde entre los treinta y tantos volúmenes de las
memorias del general O'Leary, un tucán guatemalteco en piedras negra y roja,
una postal que nombra Sobrado, corcel de Diana Aitchison, gallos galo y
portugués, una rata en madera comprada del barrio chino de San Francisco el
2008, calaveras en boda, ataúd con calavera.
Alphonse
Daudet y Charles Dickens. Converso con mi tía acerca de cómo se va perdiendo la
compresión de la ironía, que ella, a sus 94, mantiene incólume. Pues… un
grabado en miniatura elude las fauces de un tigre del Sunderban.
23/12/2025

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