Monday, March 24, 2025

Texto tallado en piedra


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

Mar para alguien que no es marino sino roca montaña. He leído a Melville, claro, y el naufragio de Dickens en David Copperfield, Daniel Defoe e historias de piratas. El viaje del Beagle, abrazadores hielos del Endurance, Joseph Conrad, hasta a Theodore Roosevelt adentrándose en el Río de la Duda. Aguas. Alexandre Olivier Exquemelin. Francis Drake y Henry Morgan; Blas de Lezo y Juan de la Cosa coscorosa, niño bonito con pajarito…

 

Río de la Duda, cauces que conllevan al fracaso, la locura, la muerte. Tribus zombies rastrillan la floresta buscando carne de hombre. De ahí el salto a tierra arrasada. Mismos tonos, estupefacciones, palabras inauditas como combo de herrero, verbo con mortal estruendo de obús. Dirán literatura, los que saben; más bien amagos de mundos paralelos en el diario convivir del hoy, cuando algún puntiagudo vértice del otro lado perfora el frágil diapasón y permite el ingreso de homúnculos del mal expandiéndose por los camastros de bellas mujeres dormidas. Infierno de los polemistas, que no callan la boca ni en el momento en que las llamas alcanzan sus extremidades. Oscura la visión de Giordano Bruno aquella noche de Roma, andada, sospechada por todas las horas que durara la luna de octubre; corría despiadada la Medusa de Caravaggio, o era él yo tirándose en el Tíber, hastiado de equivocarse con cada serpiente del cerebro pensando por separado. Arco de triunfo, de Tito y de Septimio Severo. Tanta piedra para nada, inútiles grabados de glorias efímeras como una mañana, fotografías de ancianos agoreros de tinieblas. Tenebra, el miedo, la noche se asusta del lunes y se esconde, tiene rostro de sílfide y dientes de león. Aguarda detrás de ese que parece olivo ruso, gris tirando a verde, dicen que vinieron ¿quiénes?: homúnculos fabricados en caoba con máscaras portuguesas. Devoraron cuellos finos de artistas que contemplaban el mar. El rugido les impidió darse cuenta. Un faro caía en el fin del mundo. El de Verne sobre Isla Desolación. Ahora vienen por mí, a pesar de postigos de hierro. Quise escribir un verso más triste que el de Sergio Esenin. Abedules de la taiga. Extraños mamíferos de cuernos múltiples y curvados en los pastos. Qué hacer, qué decir. Un grito en esta penumbra jamás llegará a una estrella. “Sobre tus sienes gotea un oscuro rocío, el último oro de las estrellas extinguidas”. Georg Trakl.

 

Cansino, veintitrés pasos hasta el colchón. Menos de un año atrás gemía allí, de espalda rota y corazón sano. Se vino lo opuesto, danzando con trapos de saltimbanqui, susurro burlón. Tenso la espalda ante un haz de luz, poco tengo de perro-hombre, de lobizón aullador. No me veo acechando en las esquinas, bestia que muere de vieja, terrible muerte de bestia, sin sangre ni serpentinas, ni truenos que anuncien furor. Suave, intrascendente, aburrida, la muerte de un actor.

 

Mal enterradas pupilas parecen lunas cluecas.

24/03/2025

 

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Imagen: Caravaggio

Saturday, March 22, 2025

We all live in a yellow submarine


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

“Navegando”, como se suele decir ahora, por internet, encontré Apología de los ociosos y otras ociosidades, de Robert Louis Stevenson, con prólogo de Marcel Schwob. Libro breve, 80 páginas, al que tengo que echarle mano. Mis maestros, ambos, en distintas etapas de mi vida, los samoanos. Stevenson en sillón de mimbre u otra planta tropical; Schwob con una taza de té mientras su sirviente chino al lado parece estatua de sal, mujer de Lot.

 

Ocio. En mis tiempos de mal aprendiz de sociólogo, cuando pasaba horas escogiendo libros para llevar a casa, hallé y leí El derecho a la pereza, de Paul Lafargue, político, activista, yerno de Karl Marx, de origen franco-cubano. Poco recuerdo, el que las máquinas debieran reemplazar el trabajo humano para que los hombres pudieran disfrutar de su tiempo. Derecho que nos asiste a todos, a no hacer nada, menos nada que no querramos. Pero las décadas se burlaron del barbón de Tréveris, de su yerno y su hija suicidados de común acuerdo, de Herzen y Bakunin. Y Ogarev. Georg Herwegh, amante de la esposa de Herzen, escribía poemas para las sociedades socialistas de Ferdinand Lassalle. Europa era un foco de fuego. Kolokol incitaba a Rusia, con antelación de medio siglo ya veía arder la revolución. Carretones atravesaban la estepa cargados de textos de los notables exiliados londinenses. En inmundas isbas, los populistas que habían “ido al pueblo” enseñaban gramática y el poder intrínseco y bendito de las bombas.

 

The Smashing Pumpkins cantan en Siamese Dreams. Casi recién llegado yo a la capital norteamericana, entre rock alternativo, canciones de protesta, Leonard Cohen y Theodorakis. Brisa helada entra por la ventana de Aurora. Imagino el mar de Carballo del que me han hablado. Quisiera ir a Soria, pequeña y olvidada, a tanto quisiera adentrarme que se agotaron los pasajes. Mientras tanto conduzco por la antigua Denver, avenida Colfax Este, que parece zona de guerra. Tiran abajo los viejos edificios. Las casas y negocios ya están tapiados con venesta, se ha determinado el exterminio de los poetas beats que pululaban por ahí, de putas y alcohólicos desterrados del oeste. De serios tecatos con camisas de manga larga para esconder las manchas de las agujas de heroína. Gentrificación. Huele aún a hamburguesa barata, los griegos continúan vendiendo gyros con yogurt agrio. Microcervecerías clausuradas; un famoso sex shop a pocas cuadras del Capitolio; el magnífico lugar en donde se podía comprar cerveza y jugar pinball en decenas de bellísimas máquinas de color y sonido.

 

Johnny Cash y arándanos rojos. En los bosques nórdicos, las matas de lingonberry, arándanos colorados, decoran la solitud de Finlandia. Tierra de pálidas mujeres y ciudades de piedra amarilla. Las venas de sus cuerpos imitan fuentes de lapizlazuli.

 

Doblo por la Cimarrón Street, por la 39 y retorno a Sable. Casas con cinco, seis autos en la acera del garaje, destacan las últimas camadas de los que se llamaron orgullosamente a sí mismos “cholos”. No solo generaciones perdidas, sino fracasadas y occisas. Manejo porque busco emociones de recuerdo. Las calles, los árboles, el heladero mexicano con mandil y carrito de dos ruedas cubiertos de rastros de ti. Tu voz vuela en el viento, sopla, llora y recita bossas novas de amor. Observo un Isuzu Trooper blanco que se apresura a desaparecer. Me doy cuenta que soy yo buscándote. Martinho da Vila en ronca voz, con brutal presagio, entona: “Pode apagar o fogo Mané que eu não volto mais”. La caldera va consumiéndose. Terminada el agua la llama sube por el brillante acero, lo derrite, toma la cocina y cortinas, sábanas de esquinas bordadas. Fogata de San Juan, militares disparando a mineros en Bolivia 1967. El fuego mata, las balas también. Nuestra casa se masacra a sí misma sin piedad y excesivo encono. Contemplo de nuevo al Isuzu blanco de emisiones fantasmas. El chofer me mira y saluda. Me doy cuenta que me miro al espejo y lo destrozo. Se rompe solo, cae el marco marrón. El automóvil lento continúa. Al fondo de la calle se desvanece. “Pode apagar o fogo Mané que eu não volto mais”. Não, nunca mais, y sin embargo te amo. Eres para mí parque crucificado entre dos ramas. A orillas del arroyo de los cerezos. Sin embargo te amo. Cumbias sentadas, porros que cuentan años idos, salsas y guajiras. Cueca, cueca. Forró.

 

El mar de Cienfuegos atrapa a una anciana y la esfuma. Las pobres sandalias flotan como barquitos de papel plástico. Delicioso plato de colas de langosta y vino fino en el castillo frente al mar. Libros, novelas, sabias conversaciones acerca de Lezama. Digo salud al comisario político que nos sigue de cerca. Lo emborracho con audacia cochabambina y al fin terminamos puteando en contra de qué. Ian Curtis: She's Lost Control. Nada, lo que parece, todo lo mismo. Sandalias ahogadas y famosos escritores al borde de la piscina con mallas de tonos vivos.

 

Ha muerto George Foreman. Kinshasa 1974. En el filme Alí (Michael Mann, 2001) el otrora gran campeón Muhammad Alí corre por las calles de la sangrienta capital de Mobutu. Lucha de negros populares, a su manera representando mundos que en sí no son tan dispares. Cine, en demasía. Colección de 2500 videos que catalogué de a uno, a mano, cuidando el detalle de la información y que mostré con cierta ufanía en los almuerzos de Puebla, con ritmo de marimbas al fondo.

 

Último domingo en Denver. Mis hijas como siempre me halagarán con rico almuerzo. Despiden y reciben a su padre con fanfarria de diputado nacional. Tal vez pida barbeque, barbacoa, suave dulzor de comida típica del oeste norteamericano. Con papa y cebollas fritas. Bomba de tiempo, lo que uno quiere y saborea.  

 

Navegamos. Por el océano verde y cerca de los campos en donde combaten buenos contra malos. El sargento Pimienta carga armas letales. En el aeropuerto de Miami una gran pared tiene un mural de flores frescas que rezan: “All You Need Is Love”. Si miente o no tal afirmación no es tema hoy. La noche se ha acercado febril y calma en su contradicción. El domingo asomará con nuevo ambiente. Un tren calienta locomotoras en algún lado, ávido de subirme en él y llevarme por los puentes sino del destino al menos de la belleza. Anuncian tormentas en el horizonte. Esperemos que esas luces estruendosas a lo lejos no sean de cañones. Vivan rayos y truenos y mueran las guerras. Nos sumergimos. Estamos en hogar, home, en el vientre del submarino amarillo.

22/03/2025

 

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Imagen: Nowhere Man

Thursday, March 20, 2025

El viaje y dos libros


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

Los cuervos se han ido. Se los llevó el frío. Amenaza día soleado, todavía no estival. Aprovecho para revolver el café con poca azúcar y mirar por la doble ventana el nacimiento del jueves en medio de las modestas casas de un piso.

 

Como de costumbre leo, veo, contesto cartas, mensajes. Lejos el tiempo en que esperábamos por semanas misivas de “allá”. Mucho más distantes los sellos postales de la Alemania Federal que arribaban a cierta dirección del barrio Quince en París. Iba calzando las botas, la camisa gruesa que combatiría la brisa de la Isla de Francia. Alrededor de una docena de hombres africanos, entre Malí, Senegal, Argelia y Marruecos, de algún iranio escapado de Khomeini, yo. Mochila al hombro, tras los pasos de los impresionistas en un contexto diferente.

 

A orillas del Oise.

 

Del Sena a orillas.

 

La segunda incursión europea llegó con extenso intervalo. Obviamos las tierras rojas del Paraguay y aterrizamos en una Londres siempre fascinante. Los eventos corrieron como sutil bola de nieve para terminar en la frontera rusa, ya entonces cargada de tanques y premoniciones. Roma, cómo no; Porto y Madrid. Al final de la ruta iconos ortodoxos gemían detrás de las paredes y las mujeres escondían el cabello supongo que en atávica fórmula de protección.

 

Mucho he hablado de aquello, de las ciudades y los nombres. Algunos persisten; los muros de las otras se derrumban calcinados. En donde estaba la estatua de Catalina emperatriz no queda otra cosa que un pedestal de piedra para alivio de cansados, inválidos de guerra, héroes a su modo y víctimas del monstruo que se inunda de sangre y de dinero como siempre en la historia ha sido.

 

La eterna discusión entre Kropotkin y Malatesta. Difícil balance, péndulo de fuego entre dispares metas de difuso fin. Los jóvenes cantaban. En mis dedos hacía girar una condecoración soviética de estrella roja. Buques que mugen como toros.

 

Hoy, a una semana del vuelo trasatlántico, arreglo los breves regalos para una de las niñas más chicas de la familia; cuatro volúmenes para los amigos desde Betanzos a Belgrado. Tienen mis iniciales escritas pero no tengo pertenencia sobre ellos. Tus libros no son tus libros, mal parafrasearía al eterno Gibrán, en cuyo recién inaugurado parque durante la guerra del Golfo Pérsico me sentaba a leer. George Bush dando un discurso acerca del poeta libanés en la capital de Estados Unidos mientras bombas caen en Bagdad.

 

Ya hay un boleto, números, pesos, precios, puertas de salida, instrucciones antiterroristas y mucho en general. Dos paradas: Charlotte y Madrid. Quince horas de vuelo a orillas del Cantábrico, mar de voces estentóreas, helada sal. No viajo a conocer el hielo. Los cuervos desaparecieron, los llamaría Edgar Allan Poe. El árbol de manzanas enanas, tonos rosáceos y rojos, asoma brotes con timidez. En el sur prepararán moonshine para beberlo en recipientes parecidos a los de mermelada. Boca ancha y destilados de damascos y maíz. Siempre el blues.

 

En mente dos objetos de escritura. El obvio, un diario de viaje que quiero comenzar en Finisterre. Comienzo en el fin del mundo. Algo de ingenuidad romántica, creo, pero me gusta. Me llevarán allí, me han contado del océano. Tal vez incursione en la vieja España, Castilla de porqueros y matachines. Zamora, Ávila… opciones a cual mejor.

 

Estuve en Galicia siete años atrás, en Vigo. He leído a Cunqueiro y me han fotografiado en faldas de Jules Verne, devorados poco después, los dos, por el gigantesco pulpo. Reminiscencias de las islas británicas en la costa gala, de las novelas de Víctor Hugo.

 

Botafumeiro de la catedral de Santiago de Compostela. Me ahumaré de ser posible en santidad. Después que venga el distrito mágico del Aveyron, el Mediodía.

 

Tren a Francia, atravesando la tierra de mis ancestros vascos de ambos bandos, hasta Lyon. En mi periplo de París al sur obvié la segunda ciudad. Orleans, Bourges, Bayonne, etcéteras franceses de notable belleza e historia. Cuánto debo a Dumas padre. Lo supe mientras cruzaba el país. Tengo anotados algunos embutidos famosos de la villa. Y queso. Ancianas rocas y la pequeña mano de Renata como, esta vez de manera real, principio del mundo. Lo mío es literatura, lo suyo vida.

 

Llegará la encrucijada de mediados de abril. Cuando en cualquier gare de Lyon tenga que decidir el trayecto al Este. Ruta de Claudio Magris y de Danilo Kiš. Senda de Günter Grass y Olga Nawoja Tokarczuk, sin olvidar la belleza de las letras de Herta Müller. Así quisiera escribir…

 

Cuatro esquinas, igual a la infancia en los campos de Pandoja, mirando en lontananza la muy antigua torre de la iglesia de El Paso. Entonces decidían por mí. De muy joven, los padres; de joven, el alcohol.

 

Serán dos los caminos, otro dueto quedará sellado. No me dirijo a los altos Tatra y me seducen los Cárpatos. No soy turista ni millonario. La vanidad obvió mi casa, como Dios obvió la totalidad del resto en lo demás. Necesito una mesa, un plato de sopa, un café. Mirar las cigüeñas que retornan a Turquía, oír las mansas aguas que supuestamente albergan el horror de Viy. En ciudades de mediana aldea, donde todavía sonríen y de cuando en cuando cruzan gitanos itinerantes de violín.

 

Sé quién hará el prólogo para este libro que promete belleza, leve filosofía e intensa emoción.

 

El otro, dado que mi querido amigo el Arcángel se ha fugado del mundo de los muertos, es la novela suya dormida un lustro. Tiene olor de desierto, algo de Rulfo y de José Emilio Pacheco. Colas de zorro y cuernos de chivo, cholones jefes que bailan a modo de cóndores, aguas del Bravo y el Grande que son como la mayoría de nosotros de al menos dos vertientes. Pondré énfasis en ella, la creí a momentos enterrada y también sus páginas han huido al influjo del infierno.

 

Miraré el fin del mundo, me emociona hacerlo. De ese punto, desandar la historia mientras se teje una paralela hasta que llegue el día de retornar a Denver y el regreso a la tierra, greda y territorio. Alrededor, el viento ha adquirido gentil belleza, a pesar de que ponga hirsutos los árboles con fogonazos primaverales en Coruña. Vamos, piernas, que no vinimos a descansar.

20/03/2025


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Imagen: William Turner

Monday, March 17, 2025

Colina de aves rapaces


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

Colgaban como nidos de pájaros tropicales, largos, enmarañados. Hombres negros suspendidos de los árboles en el camino de subida hacia la colina de los búhos. Noche alrededor. En este instante sobre el vidrio de la mesa se refleja volando un cuervo. Mientras escribo.

 

Las formas de los árboles indicaban ancestro asesino, no porque ellos decidieran inventar sus ramas sino que las circunstancias los enfrentaron con hombres. Escucho canciones folklóricas norteamericanas de fines de los años veinte y percibo, sin quererlo, automáticamente, que detrás incluso de la belleza hay turbas de gente, hoces, tridentes y picos, enloquecidas por la sangre, ideosas de que el fuego purifica cuando es grasa ajena la que se consume. Pogroms en Estonia, en Ucrania, Ruanda desmembrada de forma literal en la carne de sus hijos.

 

Una lechuza china atraviesa el cielo cargando un ratón. Fragilidad del segundo. Desaparece entre los aspens, fuera de vista incluso de los enormes tristes ojos de los ciervos. Los faros de mi automóvil apenas reflejan dos líneas que ficcionalizan, decoran, gratifican un universo inexistente. A un paso de los haces de luz, la vida cambia. Billie Holiday entona una canción para hacer dormir a los linchados. ¿Cómo dormir si están muertos? Mentirles que duermen, que el dolor pesadilla es.

 

Había una iglesia metodista a orillas del gran árbol. No está más. Las máquinas del dinero poco se preocupan de destruir crucifijos. Me detengo, de noche tengo el don no solo de ser ubicuo sino de ser dueño. Ya ni policías quedan en esta ciudad del centro oeste. Aquí los zorros y yo, atojs míticos trasladados, alguna solitaria águila conmigo. El motor del Mazda 6 suena suave, las mofetas se mueven rápido entre un arbusto y otro. Del macizo vegetal cuelgan cosas, horribles como muertos, bellas como nidos. Balance, péndulo, romanas que reparten una cuartilla de papa runa, media libra de harina. Selecciono con ánimo cirujano el color de los ajíes. Un plato, o una salsa picante deben guardar cualidades de pintura. La naturaleza se define a sí misma renacentista. El maestro Sanzio elige conmigo los comeruchos, este naranja quedará bien con el jaspeado; el marrón se amoldará al suave gualda.

 

Desde el año 2018 me he sentado en este café de Poltava, esquina de calle de nombre impronunciable. Después de treinta años de trepar la colina de los búhos, de hacer de la vida linealidad infranqueable, protectora. Pasó, de allí a entonces saboreo esta infusión que jamás se acaba. Nunca pierde su calor, ni el aroma muere con la acidez de los malsanos efluvios de las bombas. Casi como Marat acuchillado en su baño de tina con carta a medio leer. Incólume escultura. Instantánea de la historia, de las horas de cada uno. Charlotte Corday se ha esfumado de los cuadros, apenas resta el gran inquisidor de la revolución recostado de lado, frágil pero a su manera eterno. Así sorbo  el café con la especial inercia de aquel fatídico retrato, no con una herida en el pecho sino con una hoja de acero sólido guardada para cuando atraviese Putin la calzada; nunca llegará a Poltava, vale decirlo.

 

Conversé anoche acerca de los días en Odesa. Respondí con soltura el por qué amaba tanto la ciudad. Evalúo en el mapa las líneas de tren y de autobús. A partir de Lyon hay cielo abierto. Imaginé que los meses serían interminables y me doy cuenta de mi error. En Roma ya pensaba en ella, Odesa, igual a una pareja inalcanzable. Desde la terraza del hotel miré la ciudad somnolienta, edificios que parecían deshacerse. Ruinas de lo hermoso hacen hermosas ruinas. Cerca del Hotel Bristol, bajo la sombra de Iván Franko, leo un libro del que no me acuerdo. Otras distracciones cubrieron la memoria, la penumbra ortodoxa, el velo encima del cabello de las fieles, ostras con queso derretido. En mi nicho de persona apátrida contemplo el mar sin tapujos. Crimea, Capadocia… lo posible y lo que no.

 

Diría, al verme en el espejo, que canas crecieron eliminando ébano. Mis ojeras van de arriba abajo igual a las de un guiñol. Estoy en la antesala de la remembranza, de andar de nuevo caminos ya trillados. Caliento el carro en la frescura de primavera amanecida. Me ilusiono con vagones restaurantes que no existen sino en recuerdo. Me encantaba almorzar mirando el paisaje, si obviaba por supuesto la gresca verba de los milicos bolivianos. Fuera en el ferrobús o en el tren de pasajeros con el pueblo acurrucado en la hediondera que causa la pobreza. Tal vez halle un tren similar entre Wrocław y los montes Tatra. O acercándome a Vilna por sus bosques, haciendo el esfuerzo de escuchar los gritos de los partisanos hebreos con los que se fotografió Ehrenburg, corresponsal de guerra.

 

He soñado con Castilla y también con un cuerpo que olía a flores, joven y desnudo sobre mí, así fuese mi mortaja. Desperté al cuac cuac de los cuervos, a palos vivos sin hojarasca. Aguardo un par de horas por algún almuerzo para el cual no tengo apetito. Sé que en el tocadiscos del coche está puesto un compacto de León Gieco. Sin embargo no deseo hoy cánticos inocentes de gente buena. Me inclino por algo más sufriente, real, romántico a su modo en la tragedia. He de leer una obra convencional en la tarde; al anochecer caminaré entre estantes de viejas chucherías y contestaré misivas de amistad, amor y otras legales, aburridas y necesarias. Un engranaje gira en derredor que no podemos obviar. Somos parte de él, volandas de casi inútil importancia. Cierro los ojos y sueño. Los abro y ante mí cuerpos atormentados, físicos flotando al azar del viento, oropéndolas sin plumas ni colores, acuarelas desvaídas.

 

Tocan las once y un cuarto, campanas ausentes, vecinos que no transitan las escasas veredas de ciudades antisociales, vaya paradoja. Necesito naturalezas vivas, mangos y frutas de la pasión.  Me apetece observar las de Cézanne pero no obtendré de él olor ni rugosidad de cáscaras. Me he acostumbrado tanto a la cercanía de las frutas, al alivio del pintor al no saberse abandonado. Al carmesí de las frutillas y el masivo glauco de las guanábanas, duetos que me hacen olvidar lo visto aunque no lo oído.

 

Con suavidad, aquella mujer negra les canta arrorró a sus muertos y estos parecen mecerse apacibles, lejanos, ensoñados con el horizonte abierto en sus vacías pupilas.

17/03/2025

 

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Imagen: Fotografía de Lofgabet

Wednesday, March 12, 2025

Alguien lee a Jon Fosse mientras trashumo el Caribe


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

Polvo de sapo para hinchar los pies. Apazote (epazote, paico, té jesuita), mejorana y flores de café para el alivio. Santiago de Cuba; recuerdo a Huber Matos. Recuerdo ese modesto café a la vuelta del magnífico Hotel Nacional, en La Habana, donde con Ligia vaciamos copitas de ron santiagueño. Al lado de un tinto más oscuro que pecado. Caminamos luego al refugio en donde durmieran Zenobia Camprubí y Juan Ramón Jiménez, en piezas salvadas del desastre, en medio de un Vedado hoy destruido, con luces bajas, multitud de niños y ojos blancos de gente negra. Y el esqueleto de un altísimo edificio soviético en cuyo primer piso solitarios hombres jugaban dominó bajo las velas.

 

Un sociólogo brasilero gemía sobre las dotes del régimen. ¿No era acaso que en la revolución nos amaríamos todos? ¿Por qué este perpetuo odiarse el uno al otro, qué clase de revolución? No había respuesta pero otro vasito de ron, esta vez con el querido Roberto Burgos Cantor, con quien hablábamos de la negritud, de Aimé Césaire, del Chocó colombiano, de Jorge Zalamea y Gabo. Fallecido Roberto comentando mis camisas leñadoras, junto a Zurbano y Roberto Fernández Retamar, a orillas de la bahía de Cienfuegos.

 

El Cuarteto Patria continúa interpretando la guaracha, la de la mujer que embruja con polvo de sapo. Soledad Bravo: “el cantar tiene sentido”. Me acuerdo de los cañaverales a vera del canal de la Angostura, rumbo a la ventana lateral de tu dormitorio, a las voces calladas y el dedo en la boca no chistes mientras el amor se derramaba desde ropajes prietos. “Negrita bacana de la Martinica, no usa vestido, no usa calzón”, entonaba con voz profunda el tío Hugo, moreno y viajado, erudito y triste. Cosacos del Don; Che, comandante, amigo; Pekín y Moscú…

 

Hubo en el Escambray un comandante norteamericano de rebeldes; los mencionaban en La Boa, que bailaban hasta ellos, los insurgentes, en claros de luna y obuses a manera de ornamentos cumpleañeros. Hubo uno, leí en el New Yorker hace más de una década, a quien Fidel fusiló, qué extraño. Sendas del Escambray. Sierra. El mar azota. Selva de verde profundo. Intelectuales del mundo duermen en el colectivo, babean como pueblo común, un gallo se ha subido encima del sombrero de un campesino de Trinidad, es un lindo souvenir que fotografío. Casas de colores que hacen pensar en Bahía, remanentes del Brasil imperial, en Minas Gerais y Jorge Amado.

 

Finos bordados de mujeres en luto. Blanquísimos, de harina parecen, de azúcar impalpable, de hostia en polvo. Si tengo un recuerdo aparte de las fotos creo que no, ninguna artesanía ni disco compacto. Solo memoria de tanquetas devoradas por la herrumbre, guerreros atenazados a la memoria sin rostro ni extremidades. Salían de o iban a Bahía de Cochinos y quedaron allí, destino tenaz, polvos de sapo les arrojaron que impiden avanzar. Playa Girón. La guerra se gana con artillería y con santas de nombres raros. Eso que escuchas no supongas que sean bombas sino tambores. Oé, oá, sensemayá, sensemayá. Víboras ciegas, lechuzas de manto oscuro, lombrices pecadoras y venenosas, loros de extraño esmeralda se desprenden de los árboles. El Escambray entero es un hechizo. Aviones que entierran la nariz en pastos milenarios. Son de la manigua, trocitos asados de malanga.

 

Y tú lees. Jon Fosse dice, dice, dice, dice, dice. Algo de la malignidad de Bergman en esta sencillez plácida. De Edvard Munch, de la carreta sueca de Selma Lagerlöf, incontestable chirrido de la muerte. En Finlandia, en medio de tierra de nadie, guerra de Suecia y Rusia, hay saunas a los que no se debe entrar. Invitan, como el infierno invita. Vapores que pronto ofuscarán el sueño y pondrán escenario de terror. Pobre condición humana. Siglo quince o cualquiera que fuere, no te acerques a construcciones abandonadas, nunca en los bosques del norte en donde demonios de la floresta crucifican enteras divisiones soviéticas. Luego silencio. Escandinavia silencio, frío y silencio. Dice dice dice.

 

Vaya salto triple entre océanos. De Juan Ramón al poeta noruego, de blancas fichas de dominó cubiertas de pupilas a fiordos de inenarrables bestias.

 

Verde petróleo del monte del Escambray. Los gritos se han hecho ovillos como pangolines e igual al norte ya únicamente silencio, calor y silencio. Albos anillos y collares fabricados en hueso de cocodrilo en la región de Matanzas. Frágiles, apenas duraron un matrimonio y tres abandonos. Corales rojos sobre tu pecho. Corales negros. Cabecitas de plomo, de duendes coloniales. Lectura imprescindible de Alejo Carpentier, para siempre el siglo de las luces. Paulina Bonaparte y su zoológico caribeño, no tan extenso ni tan grotesco como el de Moctezuma que hallaron los conquistadores. Tendría dragones e hipocampos, flores del mal y escorpiones de agua, minúsculas flemosas medusas que causan rubor sobre las pieles, menos las africanas que carecen de rubor.

 

Te pido que me leas unas líneas de Fosse y caigo rendido. Imagino que un ave de plata me acerca al mar bravío, que veo un faro guiando y no estoy seguro de que no sea Polifemo encandilándome para victimarme. O Circe. O la Hidra. O simplemente tú, cuál de ellas o ninguna. Dice dice dice.

 

Pregunta alguien si escribí poesía. Antes de nacer, contesto, luego la olvidé. De si he leído a John Fosse. A Alfonsina Storni, a Idea Vilariño. Esta, acomodada con su hombre en lecho de una plaza, escribe:

Yo soy cálida, honda doblada de ternura. Gasto un perfume extraño como una flor oscura.

 

Hay ruidos en la noche y ni siquiera me doy vuelta para ver qué. De martillo y de lozas tocando el piso, muy difícil para medianoche. Tanto he vivido en oscuridad por treinta años que nada me asusta, ni cuando el grande búho gris corre hacia mí como desaforado enano, o la zorra chilla igual a un bebé en pastizales pululantes de crótalos.

 

Una hermosa pintada maceta mexicana muestra la sobriedad de la gallina. Cubierta de festejo, de colores tehuanos. Me trae a la realidad, al día en que regalé a mi hija menor esa cerámica que estuvo conmigo por tanto. Otros objetos también, una máscara bigotuda y pelirroja de bailes guatemaltecos, sonando a marimbas de Xela. Gallina de barro decorada estilo Bonampak. Te has dormido con el libro abierto encima de tu descalzo seno. Lo cubro sin retirarlo de ti, observando temblar tu marrón pezón, casi greda para vasijas santas.

 

El mar estalla contra la roca del Hotel Nacional. Mojitos en La Habana. Rostros que nunca más veré, sonrisas alemanas y carcajadas británicas, una Biblia de idiomas en evangelios insulsos. Alejo Carpentier, ron de Santiago de Cuba…

 

Cincuenta cuervos sobrevuelan el restaurante chino. Quince cuervos se han detenido en el árbol pelado. Uno, dos, tres, diez de mis dedos más cinco.

11/03/2025

 

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Imagen: Wilfredo Lam, 1973 

Monday, March 10, 2025

Domingo en el mundo de Trump


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

Camino entre restos de canciones rebeldes irlandesas. De fondo, de vecinos mexicanos, Chalino Sánchez canta Nieves de enero. Infortunado Chalino. Sonaba en el tocadiscos del auto en los años noventa. En aquel bajar y subir de colinas con veinte grados bajo cero. Si había nieve parecía navidad, si no, sin luna, viejas rusas de sombrero y largas pañoletas flotaban camino del parque Mir. Incluso los mapaches se detenían a mirarlas, antes de retornar a su labor de selección de basura. Calle Forest con desvíos breves hacia la Fairfax, enrejado del complejo de departamentos en donde se reunían barbados árabes de faldones blancos. Era antes del atentado a las torres gemelas. Después de eso desaparecieron. Siempre pensé que conspiraban a medianoche, para qué nunca lo supe, hasta que un amanecer de septiembre chillaban en el noticiero que un avión se había estrellado contra un rascacielos de Nueva York. Entré corriendo a casa, despertando a mujer e hijas y encendiendo la televisión cuando la segunda nave quebraba los ventanales de otro edificio.

 

Los árabes, era barrio rico aquel, tenían bellas mujeres norteamericanas. Encontré un disco en la lluvia que sequé y puse a tocar. Habibi, la tonada, muy linda. La tragedia tuvo su hito musical.

 

Sobrevino un período de inercia. Gente cabizbaja, taciturna, los elevadores de la Forest y Leetsdale se retrasaban como a propósito. Con Liz leíamos a Rosario Castellanos. Santos y vírgenes mutilados en los pedestales de las iglesias chiapanecas daban sentido a la realidad.

 

Volvía a casa y con Ligia teníamos sexo pausado, cansino, lento y pesaroso. Explosión del Vesubio, aguas hirvientes que acarician el bote de Plinio. Gente que se quedó ceniza, hasta el grito de polvo gris. Mosaicos de héroes y hetairas, azahares no retornables.

 

Existe un brillo como de bronce en tus muslos, músculos de atleta griega, soldados de Maratón. Observo desde mi silla pensante; el perro desde la suya cálida. La casita de enfrente se desvanece, niebla estará subiendo desde los pastizales de Corani. Una delgada víbora negra se escurre, ciega afirmaría, entre pedregales escondidos por musgo. Raro que a esta hora de frío se anime a trashumar el campo. O es hada disfrazada de sierpe en busca del eterno marido.

 

Pizza sabor de gorgonzola. Casas y tiendas que treinta años atrás se mostraban como síncope ficticio, mirage de sombras, aparecidos al lado de silencios. Espejismo. Saboreo el fuerte queso italiano, miro por el ventanal: mujeres maduras con trajes pegados y colcha de yoga. Vida norteamericana de domingo, casi diría sobria si no conociera los oscuros entretelones de esta sociedad maldita. Pero, a simple vista, alegría, carros de lujo y sonrisas dispuestas. Tan santos y tan rubios, tan blancos que ni la leche merece comparación. Un par de hindúes desentonan con saris coloridos y variaciones de púrpura. Nada es perfecto. Hundo, qué pecado, el gusto del gorgonzola con un vaso de agua. Nada es perfecto. Detrás tuyo, el dibujo de una silueta parece un hombre. Limpio con cuidado los granos de azúcar caídos sobre la mesa, debo contestar algunas cartas y llenar solicitudes burocráticas. Chalino ha ido agonizando a medida que transcurren los minutos. Ya se fueron las nieves de enero, tienes razón, cantante, nieves que ya no sueles ver. El sol de Sinaloa pule la culata de un flamante cuerno de chivo. Las trocas refunfuñan, alguien ha de morir. Semos o no semos, he ahí nuestra dinámica.

 

De la biblioteca de mi sobrino leo Hack/Slash Omnibus, terribles novelas gráficas que en el horror de tenebrosas sonrisas nos traen al hoy del mundo de Donald J. Trump, la bestia anaranjada del apocalipsis. No jinete porque es voluminoso monstruo construido para trolleys de golf. Oscuridades acarician los vidrios exteriores queriendo hallar resquicio para cometer crimen. Protegido por luz de foco halógeno continúo escribiendo. El Jesús naranja marcha a manera de triceratopo por el césped de una falsa sociedad de paraíso terrenal. Era verde, sí, dadivosa incluso, pero sustentada por grandes mentiras y peores oprobios. Tenía que llegar la hora de la redención o el castigo. Ha llegado, y lo último que se verá en el panorama de Denver con los años serán fuegos no de artificio, entre azules y bermellones, anunciando la nueva Herculano. De fondo el Vesubio en explosión. Chalino Sánchez que seguirá cantando hasta que el aparato se disuelva con calor  su enigmática pieza de las nieves idas y las flores de marzo. Idus de marzo…

 

He contemplado irse minutos y segundos este día casi con desdén. Indiferencia de condenado o calma antes de tomar el bote trasatlántico hacia las inseguridades del escondido universo detrás de los Cárpatos. Nunca mejor escogido el sitio para avivar el misterio. Montañas en forma de herradura y diversas sendas que cuartearán su geografía cubriéndola de nombres, señales y distancias. Me toco la frente como si me doliera la cabeza y no. Hago hora para dormir, para deshacerme de vestigios insulsos de la fecha muerta.

 

Un mendigo se ha arrastrado por el frío hasta perder los pies. Lo he visto subir en espiral al cielo; bien podría ser que sufro de engaño y ese es camino de infierno. Le alcancé tres dólares para el pasaje y sonrió más bien sarcástico. Sus botas quedaron detrás, bajo el humo de la intemperie. Alcancé a ver el reloj pero la hora se había retrasado por la estación. Entramos en la tienda donde todo vale un dólar, una escoba como agarradores de cocina, galletas de origen desconocido, anteojos plásticos. China made. Al salir habían desaparecido los botines rotos del novel ángel. Rastros de mugre y vasos vacíos. Intenso color verde de un trago de soda a medias.

 

El vecino de abajo produce ruidos. Nunca sale, apenas se lo ve, no tiene cocina ni come ni se baña. Sospecho que vive de metanfetaminas. Cuando sus pasos anuncian que sube las gradas me pongo alerta y agarro el puñal de cacha negra. Hasta ahora no ocurrió nada pero en la USA de Trump todo es posible. Acaricio la hoja plateada que podría tornarse roja. Me duermo con un suave Vivaldi en el teléfono y sueño con fatídicos asesinatos y callejones de putas etíopes, bellas, de ojos egipcios.

09/03/2025

 

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Imagen: El gabinete del doctor Caligari, 1920 

Thursday, March 6, 2025

Bailes de Momo


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

Las bandas parecían cielo de ilusiones. Aunque había penumbra, 4 de la mañana o así, brillaban los instrumentos con palidez de plata, ternos lustrosos, zapatos de charol. Candiles vendiendo sucumbé. Latas rojas alrededor, cerveza Centenario, vacías botellas de tirillo, singani de baja calidad, servilletas, plásticos. Cada banda tocaba su canción predilecta, pero aseguraría que entre todas, a veces, era la misma y sonaba como Jericó; caían faldas siendo que faltaban murallas, calzones ingleses, ojos de luna azul. Francine sonreía con su juventud de veinte años, de la cama salíamos y volvíamos a ella. En el otro lecho Julio y Juliette hacían lo suyo o conversaban. Susurros. Tú sobre mí, pezones de espuma de sucumbé, vellos entre pálidos y tornasolados, el frío de Oruro que únicamente tocaba mis pies y tu espalda. Luego el sueño, el despertar mi mano ensortijada en tus cabellos, arañando resabios del humedal de tu sexo. El frío lo había secado, le había propuesto tono monacal, de cueva de monja carmelita descalza. Llegaba el carnaval o ya había pasado. Tiempo desvanecido en el alba de la música. Cuando salía el sol continuaban tocando; cuando moría continuaban. Caía un trombonista, se derrumbaba un platillero y eran rápidamente reemplazados como en la guerra del Somme. Arrojaban los muertos en una hondonada que decían socavón, lugar de la virgen. Caníbal sería la tal ya que los cuerpos desaparecían y dejaban a ratos algún zapato, calcetines de lana rotos. Centenario viene Centenario va. Pupilas de alcohol. Se creyera que lloramos y no.

 

Tú y yo. You and Me.

 

De pronto corríamos borrachos detrás de una comparsa. La punta de tu nariz de Yorkshire llevaba un rosado que recordaba tu sexo. A izquierda y derecha gente desenfrenada en baile, mujeres mayores extraídas de Lucas Cranach. Algo de Durero en la tarde india, algo del arte perdido de países conquistados, resabios de la destrucción de vasijas e idolillos de oro. Festejo de curas. Pero viendo la irrupción de los diablos en esa calzada de bajada y adoquines húmedos, me doy cuenta que hubo destrucción pero no triunfo. Demonios en diabladas que arriban de Colquechaca, de Quechisla, de Portugalete y Tumusla. De la antropófaga Pazña, Orinoca y Culta. Como si nunca se hubieran conocido sosiego ni reflexión. Babeamos y saltamos, orates del fin del mundo. Acaricio tu culo y sueño con poseerlo más tarde. Ahora abre otra lata y dámela que muero de sed. Oruro Sahara y amnesia.

 

El altiplano es una recta sin aristas. En ella viven pueblos y colores y en la noche se oyen preparaciones de carnaval, arreglo de monteras de cuero, espuelas gigantescas para mitológicos caballos. Dos cholas se destrozan entre sí mientras el hombre que causa la debacle, apoyado en muro de adobe, diarrea y vomita al mismo tiempo. El amor se sobrepone a todas las cosas. Debajo de las máscaras hay crucifijos. Detrás de la sotana los frailes esconden paradas vergas de febril ensueño.

 

Llegan de Siete Suyos, incluso de Ollagüe que vegeta en el fin del mundo. Cobrizas pieles refulgen como estrellas al arbitrio de magia alcohólica. De Atocha y de Estación Balcarce. Y férreos aymaras de Pacajes y monstruosos mendigos que habitan a orillas del Desaguadero en lo que queda de los chullpares de ayer. Devoran crudas y escasas liebres que se escudan en la paja brava y beben turbia agua que desciende hacia el otro lago, en donde un inmenso dios chipaya de fauces abiertas hincha su panza de ella, con ella, y la orina luego para supervivencia de los cuidadores de ánades rosados.

 

He envejecido. Acaricio el negro lomo del jabalí y veo subir lobos por la frágil colina de mi ilusión. Ni lobos ni cerdos salvajes en la gélida ciudad minera. Api hirviendo con buñuelos, cabezas de corderos con gusanos todavía vivos en las orejas que no mató la cocción. El hocico sabe a chicle Bazooka, los de papel verde y blanquirojo de la infancia. Diablesas, china supays sin calzón ni calcetín. Vulvas despeinadas o pelonas, todo vale para el Can Mutante, Mefisto disfrazado con elegante traje azulado, levantando rodillas y aullando ho, ho.

 

Lucifer.

 

¿Dónde estabas, John Milton? ¿Dónde Isidoro Ducasse?

 

Dicen que en pocos días enterrarán al rey, a Momo ya asfixiado por el miércoles de ceniza, por millones de cigarrillos todavía humeantes, pequeños volcanes sin cono entre pies niños descalzos y excrementos de colores mates. En la estación, la fila de gente cagando se va extendiendo por al menos un kilómetro. Dulce conversación con los vecinos de codo, que de dónde vienes y dónde conseguiste esa maravillosa británica de ojos perdidos. Falta papel, corre por la línea de un lado a otro y ya no le falta a ninguno. El viento de la puna arrebatará los desechos y volando los llevará hasta las lagunas de colores en la frontera. Perros y chanchos que serán chicharrón en el festejo se nutren allí. Círculo vital, círculo vicioso. Con tanto trago encima no huelo ni siento. Enamorado estoy de ti y te compondría canciones si fuese músico. Tu pasaje es para agosto pero huirás antes cuando me arrebaten locura y celos y me desbande por callejones y eucaliptares gritando tu nombre. La banda toca tristísimos boleros de caballería. Van a enterrar al rey. Lucifer, compungido, ha bajado la gran máscara de yeso y plancha metálica para ocultar el llanto. Qué será de ti sin nosotros, amo, sin la fiesta que nos humaniza, el baile que nos hermana, la cópula que nos confunde. Tú marchas a Leeds, danzantes toman camiones hacia Tinguipaya, otro vértice del amplio fin del mundo. Cargan enormes instrumentos de viento. Las supay mujeres, Liliths con minifalda atractiva, van lentamente vistiendo sus prendas íntimas, no más la boca de sus almas pervertidas por la época suspirando a la intemperie. Era un concierto con pizca de paraíso y mucho de infierno. Ho, ho, grita desde sus elevadas rodillas Lucifer. ¿Dónde estabas, John Milton? Segunda vez que te lo pregunto y no contestas. ¿Has muerto? ¿Te sepultaron a la vera de Momo con fatídicos trombones de aluminio? ¿O simplemente todo se ha hecho trivial y ya no importa?

 

Alba de bandas con platilleros enternados. Nuestro amigo Pepe, que nos ha alojado, ya desde entonces tiene semblante de querido cadáver. El destino a veces tiene seis ruedas de bus y zarzas cortantes antes del abismo. Me enteré mucho después. Lo tengo en foto, moreno entre dos europeas, cerveza en mano según correspondía, parco, serio, los Andes que se amedrentan ante los blancos dientes colonizadores, bellos y trágicos.

 

Intervalo. Intervalo. Intervalo. Apenas una limonada al alcance de mis dedos. Merecería el recuerdo un salud, algún brindis por muertos y desaparecidas. Quedamos Julio y yo, salvadas las distancias conservamos nuestra sólida amistad. El vaho del alcohol no vela ya las pesadillas y los cuerpos de nuestras acompañantes los buscamos en cuadros de Modigliani o de Rossetti para ser mejor clásicos. Al fin de Inglaterra se trataba, de dos condados no muy alejados entre sí. El tiempo nos privó de ellos pero tampoco faltó dicha, pastos de verde festivo.

 

Mórbida, tumultuosa, se acerca la cordillera a mi departamento. Hálito frío, la brisa. Operática, guignolesca.

 

Carnaval del año 86, era. Justo antes del fuego del averno. Cuando enterrábamos a Momo y sollozaba la Virgen del Socavón quedándose viuda; lo hacía yo sin saberlo. Dos meses después caería como volquetazo de cascajo. Turno del desamor, de niebla púrpura, pensando en Hendrix, de la depresión maníaca. Guardo tu foto como estampita santa y en las noches en que el vino ha invadido te rezo recordando tus pecados. No suerte de misa negra, para nada. Bebes sucumbé y cerveza y aguardiente. Estas muchachas inglesas tumbaban a los dos cochabambinos con baldes de kulli. De acuerdo a la expresión inglesa de I will drink you under the table que no necesita mayor explicación. Under the table hacíamos el amor y las bandas azotaban un kaluyo. Luego, como dije, invasión de diablos. Vi un moreno tirado como lata vieja al costado de una meada pared de barro. El resto eran diablos. Venían de Bolívar, de Leque y Omereque. Máscaras de todo tamaño y tipo, sonrisas malévolas, sarcásticas. Colquechaca tenía sus calles pavimentadas de plata. Por allí danzaban satanaces hasta hundirse en el horizonte. Se hacían relámpagos, convertían en truenos. Luego venía la lluvia con tinte plomizo, sangre de sirvientes de Luzbel y cuando caía sobre el lomo de los ebrios producía un chispazo y pequeños humos.

 

El viento llora tu nombre. Le he ido a rezar al Momo aquel, recordé dónde estaba su tumba. No pude hacerlo porque sobre ella se levantaba una picantería. Encima de las mesas, oscuras sombras de moscas en manifestación. Para qué preguntar, han pasado cuarenta años y tantos han muerto y nacido. Ni sé si tú estás aún en el mundo de los zombies o preferiste el silencio. He olvidado tu voz pero no tu sabor, tu entrepierna con gusto a cremoso helado de Quillacollo, incluso siendo hirviente. Silba la caldera y es hora de prepararme un café.

 

El año pasado me despertaron a medianoche canciones huaycheñas tocadas en banda. Subí a la terraza y en la cocainómana mansión de enfrente un par de docenas de músicos de la afamada banda Poopó de trajes rojos y guardatojos con candelas apagadas. Solo instrumentos, no cantantes, la música era de Teresita: “por la injusticia del pueblo me llevaron a La Paz…” A eso le siguieron morenadas en que los poopós se movían al unísono y los platilleros hacían de bufones de corte medieval, piruetosos y avispados. Estarían una hora en que fui filmándolos con mi teléfono. Dicen que cobran miles de dólares para actuar. Llegaron en buses y retornaron en ellos tomando el camino que sube a Pongo, que atraviesa Paria, antigua y carnavalera, por donde pasó Almagro el Viejo enamorado de una esclava africana con caderas de pandereta.

 

Cuento a una amiga las veces que pasé por Jujuy. Mucho vive el carnaval en el norte argentino. Supay se esconde en Oruro y la Salamanca en Santiago del Estero. Los cargadores acullican mientras defecan en las filas al lado de los rieles. Semejan aplicados estudiantes de bachillerato aguardando por diplomas. He visto diablos, parecido a los de Bolivia, bajando por una quebrada no lejos de Santa Catalina. Mojaban sus cabellos en el San Juan del Oro, hermoso río que camino de Cotagaita se equipara al edén. Mientras los estibadores del mercado se distraen así, los aristócratas de Salta y Catamarca ofrecen coca en platillos de porcelana en la fiesta de Momo. Hablan en dulce lengua que la zamba rememora: “esas que mi abuelo en quichua cantaba con coro de coyuyos al atardecer”.

 

Milanesas de La Quiaca. Bailarines de ambos lados de la frontera curan la cabeza devorando las carnes cubiertas de putaparió, picante local del norte, o con llajwa si vienen de Villazón. Llegan de El Puente, de Las Carreras, de Villa Abecia y Camargo. Más cerca venir aquí que dirigirse a Oruro. Peor al Gran Poder.

 

Tierras bermejas del cretácico. Una desconocida me invita a pasar la noche con ella en el ingenio Ledezma. Blanco azúcar. Bermellón el polvo y tú de óleos que desconozco me susurras tu nombre con las luces apagadas. Veremos algo de la fiesta, llameros y gauchos de anchos pantalones de cuero. Espero el bus Chevalier que me llevará al borde. Tengo mercancía que me trajeron al alojamiento de Villazón. En medio de lo prosaico leo a Apollinaire. El tren con la carga se detendrá bajando a Parotani por razones técnicas. Tendré que perder días antes de vender los salames Milán, parmesanos de cáscara negra, quesos fundidos de Arcor.

 

Compré en Jujuy un kusillo en miniatura que me acompañó por medio mundo. Se perdió en la otra mitad, quizá entre Caracas y Bogotá, cuando me sobrecargué de libros y olvidé otras cosas. Memorias del general O'Leary, verdes emblemas de Erin.

 

Una flota sale de Cochabamba, cuatro vamos, otro espera con casa abierta en el llano de Oruro. De los cinco uno ha de morir y dos desaparecer. Ahora entiendo la febril sonrisa de los diablos. Decían, con melenas rubias de crin de caballo sobre los hombros, que el significado del carnaval radicaba en lo efímero de vivir. Gloria primero y luego tumba apenas excavada en el suelo congelado. Apuro el sucumbé porque bien puede, será, el último. Beso tus ojos azules y en ellos observo nubes, va a llover. Me refugio dentro tuyo y cuando despierto no estás. De la tumba pétrea emana el grito burlón: te lo dije, te lo dije y repetí. Después silencio. Han pasado cuarenta y tantos doce meses y jamás te despintaste de mis bigotes. Pena no tengo, ni dolor ni desazón. Ahora grito yo, profundo, y le digo al rey Momo que también se lo dije, te lo dije, dije y repetí. Desde entonces vivimos en lucha constante y el día en que nos encontremos otra vez alguien tendrá que morir y esta vez en serio.

14/02/2025


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Publicado en Revista 88Grados, 02/03/2025


Imagen: Carnaval de Oruro, Library of Congress