Sunday, June 1, 2025

Escribir con hambre/CRÓNICAS DE PERRO ANDANTE


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

El maestro Monterroso, hablando en El mono piensa en ese tema, dice: “(…) ese tema del escritor que no escribe, o del que se pasa la vida preparándose para producir una obra maestra y poco a poco va convirtiéndose en mero lector mecánico de libros cada vez más importantes pero que en realidad no le interesan (…)” y muchas cosas más relacionadas con este ridículo y glorioso oficio de escribir.

 

Siempre me consideré ajeno al mundo de los escritores en cuanto a gremio. Mi alejamiento geográfico también ha sido autoexilio premeditado. No porque me considerara afectado por las personalidades del medio en sí, sino por una manía solitaria de disfrutar mi tiempo y mis cosas aislado. No fue hasta la aparición de las hoy imprescindibles redes sociales que comencé a establecer contacto con colegas de la pluma, a veces del puñal. No me arrepiento de ello. Me doy cuenta de lo enriquecedor que suele ser compartir con otros, pero abrumador al mismo tiempo. Ya en Cuba, como jurado de un evento literario internacional, me sentí como pato entre cazadores. Todos hablaban, excepto los cubanos por las circunstancias, de sus encuentros fortuitos o preparados en los lugares más diversos. El festival Hay, en Cartagena de Indias, en Berlín, en bienales y ferias del libro. Me sentí tercermundista, alienado, gleba, criminal y comprendí que esto de la literatura, y el arte en general, es un negocio, y que hay mercados, negociados, cuotas, de cuántas cuotas puede por ejemplo tener un país como Bolivia en la tienda literaria mundial. ¿O creen ustedes que se daría cabida a una treintena de autores de Burkina Faso?, por supuesto que no, sin importar que esos notables treinta negros de una desgraciada región sean magníficos. Pasa lo mismo con nuestro país, objeto de mirada de folklore y poco más. A veces no prima el talento, ni siquiera interesa.

 

Me echarán en cara el tema de Irlanda, mínima Erin con pléyade de geniales escritores. No es el caso. No hagamos política…

 

Guardo como un recuerdo muy preciado mi inclusión en la Unión de Poetas y Escritores de Bolivia, filial Cochabamba, siendo yo muy joven. No anoto nombres ya que son muchos y no hay que olvidarse de ninguno, pero era admirable cómo aquel grupo de poetas, narradores, novelistas, varios surgidos de las oleadas de Gesta Bárbara, dedicaba su tiempo a promocionar, discutir literatura, a producirla y a leerla. Invitaban a escritores del país a encuentros, o íbamos nosotros. Sé que hubo quien desdeñara su labor, desde una óptica sectaria y supuestamente moderna. Aquellos “viejos” tenían el espíritu indomable del arte y la rebelión. Al lado de sus corbatas o títulos académicos eran capaces de impactarse con textos de nueva literatura, o de querer, como me lo dijese uno alguna vez, vivir aquello de manejar ebrios por la capital de EUA, escuchando a todo volumen Born to Be Wild. Lo decía alguien que se hizo adulto apenas acabado el asunto del Chaco.

 

Escribir con hambre. La figura del Licántropo, Petrus Borel, haciendo oír desde el África la terrible expresión j’ai faim, tengo hambre, en una opción que de alguna manera rememoró Rimbaud y que no son (las dos) del todo inexplicables. O Simone Weil dejándose morir de anorexia bajo un entramado teórico que parecería enajenación. “Los caminos de la vida no son como yo pensaba, como los imaginaba, no son como yo creía”, suena el vallenato en el tocadiscos, y es así, tan simple como la versificación popular, que de seguro un atolondrado, y grandioso, Fernando Vallejos escupiría encima sin quitarle su verdad. Hallar un sendero por el que discurra la literatura, la propia, suele ser engañoso; quizá mejor ni buscarlo. Parto de la premisa que hay que vivir, vivir para contarla, si se quiere, no con ánimo de desmerecer cualquier otra búsqueda o de imponer rangos de valor a lo creado. Creo que cada quien lo hace a su manera, y, volviendo a la Weil, que al destinarse ella misma en persona a la experiencia del sufrimiento de los oprimidos, tal vez lograra lo que deseaba. Lo hice, en circunstancias muy distintas, y con personalidad en nada similar: me entregué a la dureza del trabajo físico, a martirizar el cuerpo como un yunque, la fragua donde Vulcano funde los escudos de los héroes argivos. O lo pensaba. Con los años he logrado no solo digerir los largos lustros de encantamiento obrero. Lo que aprendí nunca lo hubiera leído, porque hubiese sido de segunda mano. Y a veces pienso en cuánto ha influido ello en mi labor de escritor. Claro que es una carrera contra el tiempo, y los límites de la experimentación podrían ser fatales. ¿Acaso importaría? Porque no comprendo el empeño de eternizarse en algo, ni en un papel con algo magistral escrito. Será que no creo en la eternidad y sí en el placer.

 

En ocasiones nos emborrachamos con Víctor Hugo Viscarra. Hoy que otros han valorado su obra, los intelectuales se desesperan por ligarse de cualquier forma inverosímil a su memoria, su existencia, su legado. Cuando nos veíamos siempre andaba jodido, hambriento, dispuesto a aceptar migajas con un rictus sarcástico. Vivió lo que escribió y viceversa, y dentro de la tragedia de sus años creo que fue feliz. No recuerdo hablar de literatura con él, aparte de unas menciones a que su nombre venía desde el gran francés. La conversación giraba acerca del trago, de la capacidad de beber, de duchos y de pollos. Regalaba imágenes de crueles meretrices y arduos copófragos. De Sáenz no quería oír, para él no era más que un “Tribilín”, que en la jerga de nuestro tiempo era algo como un  huevón.

 

 

Otro fue mi querido Raúl Choquetaxi, desconocido porque jamás publicó. Era la literatura andante y la astucia de su vocabulario creaba estilos que sin duda en otro contexto y otro país le hubiesen dado fama. Caballeros medievales con las limitaciones, absurdos, luminosidades y grandeza de nuestro ser mestizo. Pasaron por allí, por las chicherías de extramuros, de inframundos, y me pregunto qué valor tiene la desesperada persecución del prestigio, el acicalarse para aparecer en las mil y una noches del mundo literario de nuestros escritores locales. Mejor sentarse a disfrutar de la tarde, a ver caer las frutas de los manzanos que por ahora están solo floridos. Pregúntenselo a Newton.

 

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Publicado en CRÓNICAS DE PERRO ANDANTE (con Roberto Navia), La Hoguera, Santa Cruz de la Sierra, 2013.

 

Fotografía: Ligia Ferragutti, 2014

 

Saturday, May 31, 2025

Neil Young, inquilino de la muerte/MADRID-COCHABAMBA


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

A Pablo Cerezal

 

Pregunto a mi amigo, que está muerto, ¿qué discos traes? Y me responde lo mismo que como cuando estaba vivo: cuatro de Neil Young. Con ellos llegaba desde el exilio, en Suecia, y con ellos viene este amanecer de junio, desde el fin de la calle José María Achá, en Cochabamba, que es ahora la calle de la muerte.

 

Lo veo de adentro, detrás de la blanca cortina de casa, tocando el timbre. Viene con Pepe y quieren salir. Caminamos la ciudad, de arriba abajo; nos sentamos en la plaza principal, de frente al mentidero de los viejos, y volvemos sobre nuestros pasos, tranquilos, riendo, observando algún culito ora redondo ora plano. Reunimos monedas, en los recovecos del pantalón, para comprarnos una Coca-Cola en los kioscos del estadio.

 

Chino ya no está; Pepe tampoco; la ventana de Ricardo al pasar luce vacía. Luz apagada, ninguna presencia de vida. Ahora, tres de la mañana, los he convocado a mi mesa de Aurora, Colorado, para conversar del tiempo, de si va a llover y del barrial que se hace en la plaza Franz Tamayo y no nos permite jugar fútbol. Observo nuestro colegio, con feos muros rosados. Las dos torres del baloncesto se alzan sobre ellos con largos cuellos de grullas chinas. Les sirvo Coca-Cola, visten igual que ayer, parece que no se han cambiado. ¿No hay guardarropas en la muerte, pregunto? No hay tiendas donde comprar, me responden, ni dinero que ganar. Al menos, prosigo, tenemos la música, y pongo Rust Never Sleeps, Neil Young & Crazy Horse, que conseguí en un tenderete de la rua Mauá, en San Pablo, dudoso entre comprarlo o comprarle una puta a mi soledad.

 

Mi perro Marco duerme sobre el sofá. Ligia ha puesto una manta blanca para que no se llene de pelos. Muy gordo, semeja un cerdito vietnamita, de esos que en Estados Unidos son mascotas y que allá, en el teatro de guerra, devoran crudos los niños. El hombre del cuadro con las manos cruzadas me guiña un ojo. Veo vaciarse la botella de cabernet sin que la tome. Una pálida ale ha tomado el color del orín, del que se mea y del que herrumbra. Estamos los cuatro, tres fantasmas y yo ¿o el espectro único tiene mi nombre y quien habita la muerte también?

 

¿Bailamos?

 

Pocas eran las muchachas que querían bailar. Puta época la nuestra, llena de remilgos. Un coito era más complicado de adquirir que la extremaunción. Dios, entonces, cuando venía, aquello se convertía en fiesta. ¿Bailamos? No, estoy cansada. Y nos sentamos, tratando de ocultar la dureza de la verga que se agita con vida propia detrás del zipper. Así en la negativa de pareja convivíamos con trago y con música. Hoy era Bob Dylan y singani; mañana Jeff Beck y chicha; hoy Neil Young y singani. Las mujeres soñaban con casarse y nosotros con viajar, después de un polvo. La soledad iba tejiendo su espesa urdimbre y antes de ser jóvenes nos íbamos haciendo viejos. ¿A quién culpar? ¿A los gringos, la economía, los milicos? There is a town in North Ontario, Neil Young comienza Helpless y cantamos. Pongo el disco. Creo que estoy solo, pero las figuras de mis tres amigos de a rato se materializan, sus voces no han cambiado, nasal la de Ricardo, idiosincrásica la de Pepe, calmada la de Chino. Tal vez, si somos aire, podremos ir con facilidad por el camino de ese pueblo de Ontario, por los bosques de Chicoutimi, donde vi tantos alces muertos que pensé que se había declarado la guerra entre Canadá y los alces, y que si debía alistarme en un bando u otro.

 

Chino lloró, en mil novecientos ochenta y dos u ochenta y tres, al recordar la prisión política en La Paz. Fue después que aporreé en la calle a un tipo que molestaba. QK Cossío daba vivas a la muerte, como Millán Astray, y yo golpeaba despiadado un rostro que ni conocía. Ustedes no saben lo que es la violencia, sentenció. Sus sollozos nos avergonzaron. ¿Qué te hicieron? No contestó. Llevaba boina negra, alta en su frente, de tanquista sueco (aunque el ordenador me corrige y pone tanguista) Sería mejor…

 

De Suecia trajo historias de amor libre, algo que nunca había pasado por nuestras puertas de endemoniada pureza obligatoria. Polacas dadivosas, de senos confundidos con la nieve y pezones rosa como flor de cerezos. Discos de Neil Young y de Bob Marley. Esa la herencia del exilio en Malmö. Guerrilleros que se quedaron, que no volvieron jamás. Era un mundo libre incluso sin ser afectuoso, un espacio de oportunidad y de igualitarismo que entumecía las páginas de Guillermo Lora, las inefables prédicas universitarias de rebelión, la teoría del futuro y la práctica del dolor. No cabía opción. Pero a Chino le dijimos: vuelve, el país vive una etapa interesante. Nos equivocamos. Bien pronto estaba acabado con los desdenes de una mujer tarijeña. Se borraron las líneas de un cercano y diferente pasado. Volvimos a lo mismo, a la rogadera y la invención, a mentirnos a nosotros mismos de que existía un porvenir, mientras que desde la derecha y la izquierda se reían los falaces.

 

Sirvo a cada uno, de un fuerte cabernet californiano que rebajamos con agua. Termino tomándome los tres, porque mis amigos, así lo quieran, no pueden sostener los vasos, ni siquiera ajustarlos. Helpless, helpless, helpless, helpless/Babe, can you hear me now?/The chains are locked and tied across the door/Baby, sing with me somehow.

 

Son las cuatro en México, las cinco en el Perú. Manu Chao pone el tictac del reloj. ¿Les importa que sea tan temprano?, pregunto a mis amigos, mientras cambio el disco. Para nada, tenemos toda la noche. Al alba nos iremos. ¿Cómo vampiros? Así…

 

Ese disco de São Paulo me siguió hasta España, camino de Francia. En Chamartín, o Atocha, ni recuerdo, nos pusimos a hablar con una chica alemana, Anja, de Neil Young. Le conté que mis recuerdos de Brasil llegaron a tres: Rusts Never SleepsWe Are the Champions, de Queen, y una pelota de fulbito. Y una lluvia que era diluvio vertical, como no había visto. De nuestro grupo, cuando salimos a husmear lo que existía afuera, siempre regresamos con un disco de Young, no sé por qué. Tal vez porque los tres difuntos y el redivivo convocamos esa magia años atrás cuando luego de salir del colegio nos reunimos en el cuarto de Ricardo, con unos aparatos Technics de primera para escuchar el álbum que mi madre trajo de Alabama: los mejores éxitos de Crosby, Stills, Nash y Young. Comenzó ahí, con las líricas de Déjà Vu, que no eran de Neil Young, pero con su inconfundible guitarra, la misma a la que con el tiempo le adhirió una pegatina con el rostro de Hendrix para vivir fraternos.

 

Camino por la plaza Franz Tamayo. El busto de yeso del pensador yace olvidado en un pedestal inmundo, con viñetas pornográficas y tontos mensajes de amor. Hay noche, y si hay noche hay oscuro. La José Aguirre Achá termina justo en la casa de Chino. Veo las enredaderas secas, los rosales polvosos, el nicho vacío de virgen en la entrada y oigo. Neil Young canta y se dirige a mí: Sail, sail away

 

06/2014

 

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Publicado en MADRID-COCHABAMBA (Cartografía del desastre), Editorial 3600, La Paz, Bolivia, 2015 y Lupercalia Editores, Madrid, España, 2016

 

Tuesday, May 27, 2025

El fin del mundo


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

Debió haber comenzado allí. No lo encontré, andaba perdido en nubes celtas llegadas desde Cornwall, al otro lado del bravo océano. Finisterre. Nombre que permanecerá vacío por quién sabe cuántos años por venir. Este libro tuvo que tener sus primeras líneas salpicado por aquella sal. Cierto que ya hubo esbozos en Denver durante la primera estadía. Nadie en el aeropuerto de A Coruña. El cielo brillaba de azul. Azul color de amor, índigo. Así lo creí. Luego fueron cinco horas sentado con la maleta en una plazuela esperando que abriesen el hotel.

 

Entré unas veces al Café Hispano, una rubia pequeñita me permitió dejar el equipaje allí. Una señora peruana y su hija se ofrecieron a acompañarme para ver si conseguían que tomara mi pieza de hotel con antelación. Al fin, a las tres, pude tirarme en una cama y luego prepararme para salir. Debió ser el principio de todo y ahora, en ausencia, se transformó en el fin del viaje, las páginas últimas de dos mil kilómetros por tierra y otros cientos por avión. Finisterre fue Belgrado. Aeropuerto internacional aguardando por vuelo a Munich en avión de cuatrocientas personas. Acomodo la cabeza en el respaldar, pienso, no que Finisterre fuera más que mito para un escritor de viajes. Escribo sin mortificación ni tristeza. En sentido trágico podría afirmar que el libro no existe, que jamás se inició y mentiría. Y mentiría también que lo hice solo. Había alguien allí que prefirió ser sombra pero estaba, en cuerpo físico y voz. Sonaba McEnroe en la cassetera. Mientras tanto espero en Munich el vuelo para retornarme a Denver. Los alemanes sellan solícitos el pasaporte de USA, pronto estaré en la que fue mi casa, mis hijas estarán esperando. Medianoche de Denver, de mayo, algo fresca pero no fría. Tanto conozco estas calles, la pradera, la montaña. Lejos queda el mar bravío, la costa del nunca jamás, las páginas que se redujeron por el abandono de tres países que conformaban, uno de ellos, el centro de toda esta aventura. Bueno, es lo que hay, preparo el reingreso a Bolivia, tengo mucho por hacer. Un cuaderno de anotaciones irá pariendo una novela. Tendré de fondo canciones country de Neil Young. He reservado el disco para el momento.

 

Ideas para conformar un cuaderno de viaje. No un croquis arquitectónico de un bagaje de personajes al principio inertes de una novela. Más bien caótico, sujeto al azar, a que la lluvia que azota Lyon moje y borre lo escrito. Que la tinta se disuelva al grito de un cormorán de ébano en un café de costa cerca de La Coruña, cuando intenté con mi acompañante crear algo a cuatro manos. Había ella dado saltos por el borde del agua. La miraba, la misma mujer que me escribió, que me escribía, la misma que hablaba de Hércules y de Castelao, que me escribía la misma mujer ella que me escribía. La tarde se escurrió, ebria olía a pescado. Caminé a mi hotel con las manos vacías, sin dedos entre mis dedos, estaban entumidos y costaba ajustar las teclas del ordenador. ¿A quién puedo contar mis noches de La Coruña? A nadie, me moriré con ellas, con las letras no impresas. Si fueron mejores que las de Lyon, Ljubljana, Sarajevo y Belgrado tampoco he de narrar. Solo yo tengo memoria de dedos sin entrelazar, mustios como los de las viejas tejedoras de awayos. Secos, carentes de toda lascivia, de vida, buenos para cargar la mochila y ordenar las pequeñas cosas que se acumulan en el fondo de la maleta. Salgo y desayuno en el restaurante de al lado un plato esloveno. La muchacha, bella y sonriente, habla en mal inglés pero se entiende. Muchachas corren ahora, en shorts mínimos, por la avenida Fairmount, concierto de piernas, muslos sin cabeza avanzando en conjunto hacia la calle Québec. Atisbos hacia el futuro inmediato, modestos planes para hundir cualquier desasosiego que hubiese quedado de la trunca Bulgaria, de los pantalones negros ajustados por el mar cuyo nombre comenzaba con v chica.

 

Casi las diez, suenan las seis en Betanzos, las siete en Ankara. Desde la ventana se ve la amarilla estatua de Mustafá Kemal. Lentamente giro el picaporte, el de un castillo de arena, de naipes el castillo y ella me escribía. Mis dos están divididas, una en un pueblecillo de Francia a horas de París; la otra en Daly City; bebimos en el famoso Vesubio un par de cervezas y nos fuimos a amar a un hotel chino en el corazón de San Francisco con la ventana de agosto abierta y luces de California. La tercera dónde está, pregunto. Sé pero no respondo; significa que no sé. Casi ecuación algebraica con varias incógnitas. Amaba el álgebra, los árabes que lo habían inventado. Averroes lidiaba ya entonces con los fundamentalistas; lidio yo ahora mientras intento resolver la ecuación. Uso la antigua regla de tres que utilizo para la mayoría de mis cálculos. Vi hace poco a mi profesor de física y estaba más joven que yo. Ferrufino, señalaba, y proponía una pregunta de dinámica y otra de estática. Bien Ferrufino o mal, el tiempo pasaba así, cincuenta estudiantes mirándonos las espaldas.

 

¿Y el libro, lo olvidaste? Sí, al pie del Finisterre, que lo coja alguien y lo redacte. Sus hojas son de colores tibios, austrohúngaros. Que cada crónica vaya en un sobre. Tengo dos estampillas disponibles, la de Jack London y la de Hemingway. Carecerá de texto inicial entonces, demanda saber mi sombra. Tropo, metáfora, metonimia, sinécdoque para explicar lo explicable, la debacle del verbo y la dolorosa enjundia del fracaso. Y sin embargo continúo, voy cerrando con este escrito unos meses de vagar. Envío un par de cartas, una a Kiev y otra a Lviv. Me esperan en alguna calleja bombardeada, en un rincón sin luz. Hoy no pude estar pero cargo sus nombres en este breve libro que termina donde debió haber comenzado. Creo que este fenómeno implica que nunca se ha de acabar, que será escrito casi en sentido bíblico hasta el fin de la vida. Dios corría sobre el agua y era verbo. Está en estas páginas, cien de ellas y un prólogo. Un collage y gente que aplaude. No hay vivats, apenas tenue silencio quebrado por lecturas de esas tipo beata con que alguna gente lee. Si estoy conforme, lo estoy. Y no hay humo en este incendio, es limpio como vendaval de nieve. La nieve, después de caer, se cristaliza en las ramas de los árboles y se hace espectáculo. Este cuaderno es mío personal, mi cristal de hielo, mi recuerdo.

27/05/2025


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Imagen: Cabo Fisterra, Galicia

 

Monday, May 26, 2025

Detalles de viaje


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

Alto entre Ginebra y algún pueblo de Austria. Converso con Malak, mujer nacida en Mostar y yendo a visitar a su madre a Belgrado. Habrá muchos altos en el camino, algunos ya entrada la noche. Diez y siete horas de viaje en bus no son pocas sino una eternidad. Cada parada hombres y mujeres conversan en serbocroata y fuman.

 

Recordamos Mostar, el puente y su arco antiquísimo. Fue destruido; parte de la estrategia conquistadora es eliminar resabios del pasado, de lo que fue antes de que ellos invadieran. Creo que ha sido reconstruido, pasó ya tanto desde aquello. Vi a croatas y bosnios, no recuerdo serbios, alternando en el trabajo en Denver. Físicamente eran tan iguales, altos, rubios, de ojos claros. Los diferenciaban sus nombres provenientes de cristianos o musulmanes. A veces era notoria algo de sangre gitana, o turca. Conflicto muy de antes, desde que los señores bosnios acogieron el Islam y obtuvieron beneficios y prioridades de los amos otomanos. Como en todo, se revierten las cosas en la vida y al que dominó le toca aguantar. Así Mostar y su puente fantástico, vínculo además entre poblaciones de diverso origen étnico y de distintas religiones. El profundo río debajo, el Neretva de las producciones de Hollywood durante mi juventud, como asociación mítica con la guerra, entonces la de la resistencia yugoslava ante las hordas hitlerianas y esta de hoy entre vecinos que se llamaron hermanos y se mataron siendo enemigos. Mostar. Tenía proyectado ir pero mis días se extendieron en Sarajevo y monté una y otra vez la colina que llevaba al hotel, pensando a diario en los lugares desde donde se dispararía contra los civiles. No lejos, en una encrucijada del río, las casonas están ametralladas fuera de cualquier reparación. La gente continúa obviamente viviendo allí y pareciera que se ha olvidado el horror. Error, no se puede ni debe echarse al olvido.

 

Conduje por Denver y por Aurora con mi hija mayor buscando plantas. Escuchamos awatiñas bolivianas en el tocadiscos. Le comenté cómo, en los años jóvenes, al simple sonido de las zampoñas, entrábamos en trance. En teoría éramos muchachos de origen blanco o mestizo, educados, pero al sonido de la tierra reaccionábamos danzando en círculos interminables hasta la luz del sol. También escuchamos un poco del más antiguo Elvis, Blue Moon of Kentucky, por cierto, bluegrass sobre el que he escrito antes en esta misma serie y otras canciones que se hicieron iconos del rock and roll.

 

Guerras étnicas. Las conocimos también nosotros, de lejos, en libros históricos. Pero hay una, sorda, actual, se escurre entre los tejemanejes de la sociedad boliviana. Quinientos años de España se fueron al diablo. Aparte del idioma ni sé qué dejaron, la corrupción tal vez. Si llegará el día en que esto se convierta en otra Yugoslavia, quién sabe, no podría decir que no. Ya sucede en pequeña escala cuando en comunidades rurales se caza “blancos” y se los sacrifica de la manera más cruel. ¿Pago por el pasado? Seguro. Bastante hemos leído en las novelas tradicionalistas, incluida la de mi tío Hugo Ferrufino Murillo, El Deregente, lo que ocurría en el valle alto cochabambino, por centrarnos en un lugar preciso. Aquel bucolismo de la infancia, cuando se podía caminar por el campo sin riesgo, se ha esfumado. Historias macabras se cuentan en los corrillos elegidos, de exploradores desbarrancados; también otras no menos tétricas y reales. Subir por la quebrada de Anocaraire, como lo hicimos en los años ochenta, equivaldría hoy a suicidio.

 

Estaba en Mostar y había impedimento de viajar hacia el pueblo. Creo haber visto el río Neretva en otra parte del país. Si lo encontraré en Mostar un día forma ya parte del mito. Esta señorita con la que hablaba subió al bus y la noche invadió la Bosnia inmensa. Hoy escribo en medio de la zozobra que sentí al imaginar la historia. Un instante y la existencia cambia, para peor. En un túnel de carretera se han atrincherado combatientes serbios, cerca del lugar donde nacieron. Alrededor los acosan sus viejos conocidos. La muerte sonríe beatificada. Las luces del colectivo dan curvas y a ratos iluminan sórdidas callejas. Creo que sentiría temor de caminar al anochecer por aquí. No sea que los comensales del “restoran” han salido a matar. ¿Cuán salvos estamos de desgracia entonces? ¿Cuán protegidos aunque nos encerremos en pueblos milenarios? Pero no podemos vivir en miedo. Es el peor consejero y ofusca hasta la mente de los lógicos, los analíticos creyéndose infalibles. Rojo, azul, blanco, colores de la bandera serbia, de la eslovena, de la madrecita Rusia al fin que sigue ejerciendo de maestro titiritero en ciertos países. La Rusia de Bulgakov, de Leskov…

 

Me acomodo en el primer asiento. Pagué diez extra euros para ir allí por la vista panorámica. Gracias a ello contemplé el macizo suizo, descreído que fueran montañas y no orcos imaginarios de pesadilla. Miro hacia atrás, la gente duerme, parece que se apoderó de ellos la inercia. Por mi mente saltan imágenes de Galicia, entre cuerpos y eucaliptos en el descenso de la colina. Paseo por el Lyon de antaño, los callejones semejan retruécanos de mal poema. El último cabaret que sugiere un nigeriano de Lagos que habla español está cubierto de telarañas. Parroquianos franceses beben cerveza a la intemperie, se siente la brisa que llega del Saona. He cruzado ambos ríos en mi periplo de kilómetros diarios para justificar la aventura. Se supone que debía estar escribiendo una novela y termino puliendo un breve cuaderno de viajes. Leí a Gauguin, el Noa Noa, su paseo por Tahití. Acá en casa de Ed los vasos cerveceros, delgados y chatos, vienen de esa isla que han denominado mágica.

 

Marcel Schwob deambula en vano buscando la tumba de Robert Louis Stevenson. Le escribe cartas a su esposa. Miro afuera el gris marrón cielo de Aurora y recuerdo sus descripciones de vientos de tormenta. Me causa cierto desasosiego imaginar a Stevenson en la isla. Hoy no estoy para islas ni mares tiburones. Mejor estaría mirando atardecer el Tunari, abrigado por zampoñas y ruido de galgas mortales en los pasadizos de montaña. Indios matan españoles y amedallados. Me pregunto si debí haber dejado el Ande por la incertidumbre del norte peninsular. Pero el viaje estaba programado, ese territorio añadido a la odisea posterior. Lo pienso ahora y lo pensaba en el tórrido avanzar de la vagoneta salida del Sarajevo serbio, no musulmán. No se hace nada confuso pero sí nebuloso. A ratos miro la carretera delante que semeja no tener fin. En Belgrado me espera un modesto hotel, la pieza 6 del segundo piso. Mientras no sea el pabellón número 6 de Chéjov.

 

Un albañil arroja mezcla de concreto al suelo y sin mucha elegancia le pasa un palo por encima y deja a secar el tapado hueco. Los albañiles bolivianos y mexicanos, con finos badilejos, dejarían aquello como un espejo para la reina de Saba. Que reinas hay, muchas y por doquier, y a veces pisan en falso el cemento fresco y marcan un rastro puntiagudo como si con formón de talabartero me lo hubiesen clavado en el cuello. Asuntos de mampostería, supongo.

26/05/2025

 

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Imagen: Puente de Mostar 

Saturday, May 24, 2025

Zamba de la Candelaria


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

Escuchando a Eduardo Falú. Aurora, Colorado. Mi zamba más querida, ni sé por qué. La tocaban los sobrinos en la casa de Villa Moscú, décadas atrás, para el tío Claudio, destapando botellas de ron caribeño, haciendo pulsetas; tiempo de juventud y de una imagen que no solo se ha disipado sino que se ha perdido. Todo va por etapas, unas van y otras vienen, gran filosofía. Nada de lo que es permanece y quien cuenta con el cuerpo como su único valor sólido vaya mejor buscándose supervivencia, que la vida llega con candela y quema. Los años arriban con más velocidad e ímpetu que los drones que caen sobre Kiev en este momento. De la varita de Merlín apareces con cincuenta, de la de Harry Potter con sesenta. Magos no faltan y años sobran para transformar el oro en barro, en alquimia revertida. La piedra filosofal no va. “Y abiertamente consagré mi corazón a la tierra grave y doliente, y con frecuencia, en la noche sagrada, le prometí que la amaría fielmente hasta la muerte, ...”, dice Hölderlin. Contrapartida de la fatalidad, tal vez, lírica que no va a impedir el desarrollo infatigable y cruel de las horas. Particularmente triste, esta zamba, más todavía en la voz de Falú, lenta y grave, parsimoniosa y de sentencia.

 

El porqué de esta canción en medio de un libro de viajes, escuchada además ya en las afueras del ruedo, no tendría sentido si no dijera que hay un trío de ellas que me acompañan a todo lado. Cantaba, en los helados refrigeradores de Gallaudet donde trabajaba, una de Cafrune dedicada a un jefe pampa del sur, que amaba en especial a una cautiva, “qué más quieres mi cristiana para ti”. Me ayudaba a combatir el frío que debía mantener frescas las flores de pensamiento, jícamas y lechugas bebés que se vendían a los sofisticados hoteles de la capital norteamericana. Así, en Sarajevo y Belgrado, en las oquedades de Travnik, la tarareé para asegurarme quién era y que vivo seguía en aquel inmenso desierto de permanente exilio. La pensé tirado en la cama, ojos al techo, del hotel de Ljubljana, sabiendo que a pesar de que el viaje había comenzado agitado iba moldeándose de a poco. Escuchando gritos en árabe en la noche de Lyon, de algún desgraciado inmigrante que clamaba hacia los dioses por su abandono, sin entenderlo y sabiendo que era condena ya definitiva y que lo que restaba había que vivirlo a pesar de la pena, del hambre y la soledad a pesar de ellos, que del Rif le quedarían memorias prontas a extinguirse y que los rostros de los queridos tomarían el cariz del polvo del desierto y se disgregarían en infinitos laberintos de silencio. De ahí que en el coche que me prestaron la hija y el yerno fui repitiendo la tonada, cada vez con más volumen y cantando tan fuerte que las lágrimas se metían dentro de los ojos asustadas de que hubiera tormenta.

 

“Quédate en el mito inmenso de mi corazón”, decía César Vallejo y te lo digo a ti, lejos, en el augurio de meses que prometían ser de mirra y tornáronse de incienso y olor a mortaja. Retórica de escritor, desdigo, que por los largos caminos allí, discerní cosas que no habrían surgido en mi amplio lecho de Cochabamba, y que el aprendizaje sería arduo pero al final fructífero. Aprendí a cómo caminar con veintitrés kilos de peso por gradas de ciudad antigua, a comer menos, a casi no beber agua, a aguantarme un dolor de varios otros que penetró igual a carnicera cuchillada justo cuando me arreglaba la camisa.

 

El viaje se truncó por circunstancias ajenas. Mucho quedó pendiente, libros de Cunqueiro tuvieron que guardarse para el incierto porvenir, las cigüeñas que volaban hacia Besarabia nunca hicieron nido ante mis ojos, ni escuché al urogallo con voz de martillo en los bosques aledaños a los Cárpatos rumanos. Que si lo voy a terminar algún día, seguro que sí. Desde esa encrucijada serbia que marcaba la senda de Sofía hasta un plácido y pobre café de Chișinău. Retorno a los libros y recuerdo que hubo una lista de imprescindibles que imagino se ha perdido para siempre, o se ha traspapelado en la retina y reaparecerá alguna vez intocada y aún válida. Hablaba de ella sentado en un banco de concreto de la calle de Lugo en La Coruña, acechado por moscardones que inicialmente, con yerro, creí fantasmas. No había espectros en derredor sino inoportunos pensamientos de ciencia ficción y fantasía. Nubarrones en día despejado, como para dudar de esas páginas que se escribían.

 

Me llaman de Turín, telefonean desde Gales, Denver y San Diego, de Santiago, Chile, y la pampa húmeda que huele a Paraná. Preguntan cómo va la aventura. Mucho puedo decir y digo poco. Voy escribiéndolo en mente, algunos en ordenador. Reuniré cien páginas de paisajes y gente, no costará hacerlo. Es el segundo cuaderno de viajes. El primero, Diario del divorcio, resultó un precioso volumen pletórico de nostalgia pero con vida llegándose a raudales a la puerta de casa. El famoso divorcio fue un matrimonio, no del cielo y el infierno, amado Blake, sino más sencillo y terrestre. Este nuevo es también una suerte de separación, no un divorcio, que presupone, igual al anterior, plenitud y énfasis. No hablemos de amor, que todavía ni en ciernes vuela, conociendo sin embargo que, como leído en coca, va acomodándose hasta su aparición instantánea en cualquier recodo próximo. Que de  tanto andar y comer carretera va formándose la idea bucólica de un hogar y manos en común alrededor de la masa de pan que ajustamos. Ha pasado tanto de eso que hasta he olvidado poner sal al enharinado y aceitunas verdes color de opaca esmeralda.

 

Allí vino la zamba, con lo de argentino que me queda, aparte de los primos de Córdoba, entre los mejores recuerdos de la vida. El tío Carlos Coqueugniot cantando tangos con voz cascada, la belleza de las primas, la calle Oncativo y la 9 de julio. Detalles de otro periplo, bastante más antiguo y más querido. Pongo atención al trayecto, pregunto ¿es esto Zagreb? Zagreb es, responden…

24/05/2025


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Imagen: Herman Scherer

Wednesday, May 21, 2025

Moldavia, la que no fue


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

Soñaba, subiendo por la desembocadura del Dniester, con la antigua fortaleza de Akkerman. Esto después de una breve incursión a la boca del Danubio. Luego retornaría. Braila, la sombra de Istrati que se ha pospuesto sin fecha. Las ánimas de los haiduks tendrán que permanecer entre los juncos, mimetizadas con las aves del agua, por un período más, que puede ser de toda la vida como de pasado mañana. Kyra Kyralina y la música. Piedras de los muros enfrente del río de aquella Besarabia que se me hace esquiva, de los pasos de los Cárpatos vírgenes de mi rastro. Imaginaba descendiendo por la senda de bosque hasta las torres de Uzhhorod. De allí me decía ¿cómo se llamaba ella? que la población era en su mayoría criminal, contrabandista, que de su boda cargaron con el marido a la cárcel y que desde entonces apenas silueta maligna era andando por la casa. Cerca estuve, hice una desviación necesaria en búsqueda de mis autores serbios, de icónicos flujos de agua grabados en la memoria de lo nunca visto. Uno a uno, poco a poco, he ido destapando sus misterios.

 

De pronto, en la encrucijada de Bulgaria me dicen que debo partir. Ilusión de caminos de tierra, mi aproximación a Troya, saltar de Adrinópolis a Estambul. Coros de mujeres búlgaras, inmensas catedrales, cuchillos curvos de esencia otomana. Ni de Varna he de ver el océano interior oscuro. Conocí a los poetas búlgaros gracias a mi colección filatélica, los ancianos, los que venían de la insurrección europea de 1848, la que cambiaría el mundo. Los más nuevos, sacrificados en el ansia nazi de poder, muertos tan jóvenes que no pudieron escribir sus mejores versos, se los privaron, quitaron, asesinaron. ¿Dónde esas letras? “¿Dónde los hombres?”, cantaba Agua Viva con poesía española hace décadas ya. Dónde los hombres, dónde los caídos; andan por encima del líquido de los meandros fabulosos de Bosnia, como Cristos metafísicos; los contemplo del bus y creo que son libélulas pero aseguran luciérnagas. Tal vez porque anochece y van perfilándose las calles mutiladas de Travnik, las tumbas blancas. No hay música de gitanos, a los judíos los durmieron por los caminos de ayer, rompiéndoles los violines en la cabeza, arrojando los sutiles clarinetes al arbitrio de la intemperie. Comienza a atardecer en Aurora. Herrumbre que asoma del calor. Musgos de la memoria, musgos de tu cuerpo acostado en Molle Molle mientras recitabas poemas de Char. Cabellos y corazones verdes de mujeres adoradas.

 

Recorto el poema de Hristo Botev El ahorcamiento de Vasil Levski. Dice el poeta: “Allí, cerca de la ciudad de Sofía, se yergue, la veo, la horca más negra”. No que quisiera ver horcas pero para estar en Bulgaria había que comprender la profundidad de su lucha en contra del invasor, extendida luego a los regímenes fascistas, la oposición anarquista al estalinismo soviético. Recuerdo en el París de 1986 al pintoresco Georges Balkansky y su esposa pintora caminando entre los miembros de la Internacional como una rara joya del pretérito, vestida a manera de los años cincuenta, diría yo, codeándose con miembros de las otras tres grandes federaciones que organizaban el encuentro: la italiana, la anfitriona francesa, era París, y la FAI española, cuando todavía el anarquismo podía colocarse con sobriedad entre la debacle de la izquierda. Más tarde cayeron en desgracia, los descendientes de Francisco Ascaso defendiendo fascismos de corte indígena de América Latina. Fue allí donde corté.

 

Estábamos en las rocas de Akkerman, Ucrania. Aquí creo que no han aterrizado misiles; algunas bombas marinas tan amenazadoras como las del almirante Kolchak en el lago Baikal. Hacia arriba está Moldavia, la mínima y delgada Transnistria soviética y sus obsoletos bustos de Lenin y la moderna, por decirlo así, breve también e igual de modesta, Moldavia occidental. Sería el destino final de mi viaje que comenzó en Finisterre en la Galicia española. Tras cuatro meses de desaparición forzada reaparecería en las calles de Denver cargado de inútiles ropas que cargué en exceso, imaginando movimientos que jamás existieron. Cierro el mapa de dos metros del que ya he hablado tanto. Lo cierro justo en ese cuarto de página en donde aparece claro el nombre de Moldavia.

 

Abril, año 2023, un delicioso tinto Cricova, producido en este país, en una de las últimas fiestas de ángeles caídos que convoqué. Todavía se bailaba, música balcánica también, incluyendo el Bella ciao en la versión de Goran Bregović. El fuego se extinguió. Mi casa, al ser patrimonio histórico, no permitía el uso de su gran chimenea por miedo a incendios que destruyeran el barrio protegido por la municipalidad. Felizmente porque estas gigantescas casas son preciosos laberintos, refugios de mortal asbesto, claro, y de moho criminal, pero igualmente bellas e imponentes. Sentado en la terraza conversábamos con el vecino de atrás, ex profesor de Harvard, acerca de Tucídides y de los viajes del geógrafo Pausanias para pronto saltar a los indios ute de Colorado y a sus vecinos cheyenne, de mayor renombre. Atardece con placidez en Capitol Hill, Denver, barrio donde se ubica la mansión del gobernador, preciosos cafés y parque para los yuppies pasear perros. Cheesman Park más hacia el este, tiendas de reparación de bicicletas, Dazbog, café ruso, el edificio de mi hija Emily, Restaurantes indios y coreanos; chinos y diners de la tradición local, restaurantes de la nostalgia cincuentera, después de la guerra victoriosa del 45, la que trajo toneladas de riqueza y dinero al país.

 

Después de más de un año me escribe Anna, supongo que sigue en Kiev luego de su fracasada emigración a Polonia. Me pregunta cómo está España, porque le había dicho que iba allí. Le cuento que Coruña y Betanzos quedaron atrás en términos geográficos. Que después de eso hubo mucho, más de dos mil kilómetros en bus por caminos impensados, lejanos a la soledad de los aviones, a los ciegos ojos del aire superior.

 

No llegué esta vez a Moldavia. Ni vi Soroca, capital romaní del país, con reyezuelo y mansiones de extraños ornamentos. Ni Chișinău ni Tiraspol del lado comunista. Se esfumó, se hizo humo, añicos de décadas de ensueño. Culpar a nadie, y sin embargo se mueve, la tierra, que sí se mueve. Aquel bus a Sofía preguntaba por un  pasajero que jamás apareció. Tal vez un fantasma, espectro de las letras de Hristo Botev, poeta nacional.

 

Camellos van lentos por el camino de arena. Caballos cosacos resuenan con sus cascos la canción Cuando estábamos en la guerra. Con vino moscatel a mano pienso que en este momento estaría cruzando la capital moldava a pie en un par de horas. Detenerme en un café bar por un trago, asumir el sol primaveral, atisbar y sospechar que detrás de la hojarasca hay historias ya perdidas. Lejos de mis libros, rememoro páginas de Curzio Malaparte en esta región. La guerra y sus hedores, patatas podridas y jugos humanos ácidos, brillosos. Una florería dispone sus colores al aire libre. La guerra partió. Hoy es un día apacible, el moscatel quema un poco la garganta pero sabe dulce. Es como tú, dura y manifiesta, aromática de piel suave de obús antes de estallar.

21/05/2025

 

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Imagen: Fortaleza de Bilhorod-Dnister (Akkerman) 

Sunday, May 18, 2025

Ayopaya 1947: un soldado narra la sublevación indigenal


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

Encuentro

 

Domingo por la mañana, octubre. Joaquín se sienta en un k’ullu de árbol, remanente de un par de inmensos molles que teníamos acá -aclara. Uno macho, uno hembra. El macho daba diminutas flores amarillas; el otro, frutitos rojos que devoran los chiwalos. Los vecinos nos demandaron, alegando que las raíces levantaban el piso de sus hogares y tuvimos que cortarlos, cuenta.

 

El patio está entre dos casas. La principal, adelante, poblada de fantasmas, dice, porque cree que en su momento este fue lugar de crimen, en la pretérita oscuridad, cuando desde aquí hacia el oeste se extendían humedales que le ganaron el nombre de p’ujru (depresión, en quechua). La segunda es pequeña, práctica, de ladrillo visto y grandes ventanales. Allí vive. En la otra, su hija. Ningún inquilino sobrevivió la pesadez del ambiente, de sombras de niños y golpes de puerta a medianoche.

 

El sol cae de lleno en el vestíbulo de cerámica. Una mixtura de maceteros ofrece colores y plantas. Las flores violetas de la Santa Rita se entrelazan con el tronco del paraíso dando un ferviente tono cochabambino a la cita.

 

En la radio suenan tangos de la guardia vieja, un programa eternizado por los años en su hogar, con gusto argentinizado por el tiempo de estudio y disipación en Córdoba, en una fallida carrera de ingeniería, y luego en la sensatez de su esposa santafesina que terminó amando Cochabamba más que él y cultivando seis hijos.

 

Ese año, el 46, salí bachiller. El 4 de enero del 47 me presenté voluntario al servicio militar que, siendo obligatorio, no consideraba para sus filas a menores de 18 años como yo. La Muyurina, donde aún sigue el cuartel, era una explanada llena de indios acurrucados y vendedoras de comida. Los reclutas, la mayoría de la clase baja citadina, pocos indígenas, se despedían de sus madres como si partiesen a una guerra inexistente. 

 

Se ensimisma. Tocan el tango Destellos en la radio. Me recuerda a mi mujer, susurra. Escuela de Clases Sargento Maximiliano Paredes, se llamaba el lugar donde me presenté. No pertenecía a la clase oligárquica, pero mi familia venía de antes, y era bien considerada en aquella esmirriada sociedad de abundantes mestizos y escasos blancos. Además yo desciendo de héroes, afirma, en una frase que se evaporará en el espacio de nuestra charla y que me arrepiento de no haber agarrado por el cabo.

 

Le pregunto por qué, ya que habló de ello, no había indios en las filas del ejército. En otros lugares sería diferente, pero la Muyurina era cuartel de extramuros. Aunque a mediados de año llegaron muchos aymaras en camiones, levantados de pueblos del sur cochabambino o de la cercana Oruro, la mayoría de los internos pertenecía al lugar. Uno de esos aymaras, Valetín Apaza Ticona, recuerdo, fue designado para ocupar la litera encima de la mía. Caían los piojos, día y noche sobre las frazadas, el rostro, los cabellos. Ellos los trajeron. Los sábados, cuando salía de asueto, mi madre me hacía desvestir a la entrada de la casona de la calle Lanza y con un palo levantaba mi ropa y la ponía a remojar en gasolina en una usada lata de manteca. Luego me mostraba los animalitos muertos, en fila en todas las junturas, casi con instinto cuartelario. Así durante los nueve meses y veintiún días que presté servicio.

 

Las hijas de Joaquín desenvuelven unas salteñas de un papel sábana blanco. Son tradicionales -para que no haya confusión con las que venden en carritos por la calle, rellenas de quién sabe qué-. Me he desacostumbrado algo al picante, pero me animo con un par de super. No están mal, sabrosas. Las acompañamos de refresco de naranja en extremo dulce, lo anoto.

 

 

Antecedentes

 

Largos y complejos son los antecedentes de la rebelión indígena del 47 en Ayopaya. Había una antigua tradición de levantamientos, pero, esta vez, los gérmenes venían del Congreso Indígena del 45 y las leyes dictadas durante el gobierno de Gualberto Villarroel. Se podría hablar, en síntesis, de que a partir de entonces comenzaba a gestarse un proceso en el que el indígena deseaba ser artífice de su propio destino, de elegir libremente a sus autoridades. Esto, en Ayopaya, ya en 1946, llevó a la población blanco-mestiza a percibir que la provincia había sido “tomada” por los indios. Al mismo tiempo que las autoridades comunitarias, o excomunitarias, tenían mayor peso que las elegidas por el Estado, la explotación de los colonos en haciendas alejadas como Yayani, especializada en la producción de papa a pesar de sus múltiples estratos climáticos, alcanzaba intolerables niveles.

 

El indio no se alzó reivindicando la figura del presidente mártir; algunos estudiosos señalan, sin embargo, que algo de ello hubo en la región cochabambina. Tampoco se llegó al extremo de demandar la abolición del pongueaje. Si bien las leyes del gobierno Villarroel no eran ambiguas, no se podía decir que fuesen del todo claras. Es en ese confuso caldo de cultivo, plagado de rencillas ancestrales, ideas políticas nuevas, diversas perspectivas acerca de los fines, fragmentación, etcétera, que en febrero de aquel año la indiada dirigida, dicen, por el alcalde de Yayani, Hilarión Grájeda, atacó Yayani matando a un teniente coronel e hiriendo al mayor Carlos Zabalaga.

 

 

 

El cuartel

 

Se había entrenado como boxeador en el gimnasio de un señor Roa, calle Colombia entre San Martín y 25 de Mayo. El boxeo sigue siendo su pasión, a pesar de que ya no recibe la revista de suscripción The Ring desde la época de Mike Tyson, el comeorejas. Es como si el deporte y sus ídolos se hubiesen congelado en la cronología. Muhammad Alí sigue siendo Cassius Clay para él. Inventó un ingenioso juego de tapitas de soda o de cerveza a las que les ponía nombres de boxeadores en un papel que cruzaba el metal, con fina letra. Solo pesos pesados, porque no me gustan esos sietemesinos filipinos o mexicanos de otras categorías. Me muestra las que sobrevivieron la debacle que significa que los hijos se van y los padres se quedan: Zora Folley, Sonny Liston, Paulino Uzcudúm, Oscar Ringo Bonavena, Arturo Godoy, Jersey Joe Walcott, Primo Carnera…

 

El juego consistía en diez asaltos, ganados por puntos o por nocaut, minuciosamente anotados en un reporte de este campeonato ficticio entre colosos de distintas temporadas, y que mientras duró la infancia de sus dos hijos hombres pareció eterno. Hacía chocar las tapas entre sí; cuando por el golpe una se volteaba contaba como punto. Tirada lejos de la mesa, si caía de pie, el boxeador retornaba al ruedo, pero si estaba de espaldas terminaba el combate. Ezzard Charles derrota por nocaut a John L. Sullivan en el primer asalto; Bonavena pierde por puntos ante Jimmy Ellis… Todo consignado en precisas estadísticas que convertían a las tapitas en personajes vivos y respetados.

 

Nunca pudo ser peso pesado, hasta que la edad, pasados ya los cincuenta, le trajo prestigiosos ochenta kilos. Fui peso welter en el cuartel, en batallas de inexistente técnica y de pobre espectáculo. Boxeadores nativos peleando con la guardia abierta, tratando de conectar uno de esos letales waraq’azos (golpe de puño de costado, con los dedos cerrados sobre la palma, me muestra cómo) a los que están acostumbrados los indios. Allí triunfó, y sus victorias le dieron la posibilidad de salir casi cada fin de semana a casa. Pero el deporte perdió su encanto. La vida militar no era como se pensaba. La comida parecía mierda sacada de las letrinas, se abusaba.

 

Al soldado Fenelón, rememora, lo mató un oficial a patadas. En el reporte dijeron que falleció por fiebre de Malta. Juré en voz alta que mataría al cabrón que lo había hecho, miembro de mi clase social y con conocidos o familiares mutuos. Los conscriptos rurales, que nos odiaban y que despectivamente nos apodaban “los bachilleres”, le fueron con el cuento. Me llamó y me dijo: qué pasa, Joaquín, he escuchado que amenazas matarme. Si yo no asesiné a ese pobre muchacho; estaba enfermo como denuncia el reporte del forense. Pero, si insistes en tu idea, cuando termine tu servicio y te den de baja, sabes dónde buscarme. Le prometí que lo haría y no hubo día en aquel antro en que no me deleitara con la idea de plantarle un tiro o al menos darle una gran tunda.

 

Llegó la fecha, y perdón que me adelante a tus preguntas, pero debo decirlo ahora. Aquel, como suele ser común entre milicos, tenía de característica la cobardía. Subió hasta el grado de coronel y me evitaba en las estrechas calles de la ciudad en el futuro posterior. Al minuto en que me licenciaron, fui a buscarlo. Estoy aquí porque me pediste venir. Se hizo el tonto. Pero, querido Joaquín, si eso está olvidado, eran los caldeados ánimos del instante. Si nosotros nos conocemos, hermano. Salí furioso, y recordé que un tío mío, coronel mimado del ejército boliviano, había quemado su uniforme y condecoraciones al dejar la institución. Apestaba.

 

Domingo, a las nueve de la noche, había que reincorporarse al cuartel. Me acuerdo de un teniente Ibáñez, casado con la hija de un general, que aguardaba por los retrasados en la entrada de la Muyurina. Así fuera un minuto de retraso, formaba al indisciplinado con otros culpables. A cada uno le preguntaba el por qué. Que mi madre se encontraba afiebrada, mi esposa indispuesta. No importaba, recibía un corto en la boca del estómago que lo doblaba o lo hacía caer, ensalivando el suelo. A eso le llamaban disciplina. A eso denominaban valor. Nada ha cambiado. Hoy mueren más que ayer por la brutalidad militar.

 

¿El motivo? Cualquiera. No había motivo, no se necesitaba. Eran hombres armados y en posición de dominio. Y lo ejercían, sin asco y sin pausa. Pero este es un pueblo que ama la bota, la fusta. Se deleita en el abuso auque no lo crea.

 

Llaman a almorzar. La sirvienta ha preparado un uchu que difícilmente cabrá en el estómago después de las salteñas. El árbol de paraíso, medio en ruinas, provee deliciosa sombra. Semeja un domingo de pueblo en una ciudad de más de medio millón de habitantes. En el uchu de fideos sobresalen huesos de costillar. Un generoso ají colorado se vierte sobre la pasta. Dicen que esta receta es ayopayeña, de los altos de Sivingani, donde cosechan piedras azules (sodalita).

 

 

El 47

 

Casi cada año, si mal no me juega la memoria, los indígenas se sublevaban en Ayopaya, en Tapacarí. También en la parte de Tarata que linda con Potosí, más preciso en Sacabamba. Rebelión endémica, quizá, o extrema pobreza. O ambas. No en vano se asociaron republiquetas en la región, donde a los españoles que trepaban los riscos les machacaban cascos y cabezas con galgas de piedras gigantes. ¿Le dije que de allí viene mi familia?, de la provincia Ayopaya tirando hacia Inquisivi en La Paz. Hice, a pie, muy joven, la odisea de caminar cinco días desde Cochabamba hasta Palca-Independencia. Buscaba mis raíces. No pude llegar más lejos, como deseaba. Miré despojos de lo que habían sido los míos: mujercitas oscuras, vestidas de negro, cuyas reminiscencias se habían agotado o nunca tuvieron. Nada saqué en claro. Sin embargo sentí en la piel algo que podría llamar la esencia india, ese nativo dormido que duerme en el colectivo mestizaje, que nunca han sepultado apellidos ni emblanquecimientos. Lejos, muy lejos tal vez, hay aullidos de indias violadas y luego un largo maquillaje que quiso inventarnos pero no liquidó la sangre escondida. Y eso se siente en la piel, en los poros, en la manera de sentir el sol de montaña calentándonos. Indescriptible, único para los diversos tonos de mixtura que somos los bolivianos, y que aflora en las festividades de carnaval, de vírgenes, de santos, del señor negro de Machaca y tanta historia no escrita y en peligro de extinción.

 

En la finca de los Zabalaga, en Yayani, los indios, de noche, le destrozaron el cráneo con rocas a un coronel José Mercado, creyendo, por la ubicación del lecho, que era el otro coronel, el Zabalaga, hacendado principio y fin de sus pesares. Justo pagó por pecador, solo por sacar a flote un dicho popular que tal vez no refleja la verdad. Lo cierto es que se pidió en la Muyurina sesenta voluntarios que fuesen a aprehender a los culpables. Me anoté: era ingenuo e impetuoso. Ni tanto aventurero, pero se dio el desafío y lo tomé. Mi madre lloraba mientras hacía un amarro con platillos maternos y con pito, polvo de maíz endulzado que sirve como alimento y deleite al mismo tiempo. Cuando llegamos a Morochata, caminaba cansina una procesión con el féretro del difunto Mercado. Se había cometido un crimen y llegábamos para castigarlo. Ceguera juvenil o simplemente tonterías de niños de clase media trasladados a un mundo que conocían de soslayo, de un exterior casi mimado que los hacía disfrutar del campo sin adentrarse en los detalles de la tragedia social.

 

Don Joaquín se ha ido a hacer la siesta. Converso unos minutos con las dos hijas presentes y hago también un paquetito con mis páginas garabateadas y la pequeña grabadora que me sirve para no olvidar. Volveré mañana, aviso, lunes, después de la siesta.

 

Lo esperamos para el té. A las cinco.

 

 

Perfil

 

Don Joaquín es un hombre de 84 años. A pesar de que las décadas lo han encorvado un poco, se nota que hubo gran vitalidad y sólido físico en su metro setenta de estatura, por encima de la media nacional. Su cuna no lo integró con la aristocracia valluna, pero menos lo puso con los del montón. Hidalgos, los nombraron en la colonia, y en ese vocablo se reconocían.

 

Es afable, incluso cuando sus ojos verdes parecen incendiar el derredor. Nariz aguileña, casi de judío suele decir. Tanto que en una ocasión, con un primo suyo, rubicundo como rabino de Cracovia, persiguieron al nazi Klaus Barbie en la plaza principal de la ciudad. Lo insultaban en alemán ¡scheisse! y el “enano” no atinó más que a correr, creyéndose atenazado por espectros.

 

Tuve setenta primos, murmura con tristeza; ninguno está ya. Y desentierra historias que bien conformarían un libro. Me estremezco al pensar que la vida es muy injusta, que se escribe, narra, relata, una mínima parte de lo que se debiera, que con el último suspiro de cada uno de estos ancianos se pierde para siempre una historia oral, algún secreto cuya importancia jamás sabremos. Pero no puedo elucubrar acerca de la eternidad. Debo viajar pronto y le pido que sigamos, para terminar, en unos días más, nuestra conversación por teléfono.

 

La casa de atrás es agradable, pequeña y acogedora. La dispersión de los hijos por el mundo se presenta en chucherías de lugares tan lejanos como Lesotho; otros cercanos con nombres sonoros: Curitiba, Managua… Los libros se apilan en polvosos estantes cerca de la lavandería. Mi vista capta algunos lomos con letra suficientemente grande para que los vea. Remarque y Böll, Guillermo House y Hemingway. No dispongo de tiempo, sin embargo, para abrir una sin duda amplia senda de recuerdos que no corresponden ahora acerca de lo leído.

 

El octavo de trece hijos. Número cabalístico que dejó a tres con vida mientras el tifus, el sarampión, un resfrío, se llevaban a los otros. Peso de muerte o vaho vivificante. Depende por donde se mire. En Bolivia la muerte azotaba a todos por igual.

 

Volvamos a lo anterior, don Joaquín, que casi anochece.

 

 

Boxeo e idiosincrasia

 

Insiste en contarme más de sus actividades boxísticas. Sé que me alejo del tema de la explosión rebelde de 1947 en Ayopaya, pero también asumo que todo tiene interés.

 

Se levanta y tuerce hacia la derecha pasando por la cocina. Doña Epifania, la cocinera, a media luz alista sus cosas para partir. Joaquín saca con dificultad un manojo de llaves de su pantalón color crema. Y trae un fólder con recortes de periódicos, revistas, fotos ajadas. Pegados con cera bruta en papel sábana, escoge una serie de recortes separados con liga. Es una crónica del periodista argentino Horacio Estol sobre Luis Ángel Firpo, El toro salvaje de las pampas, a quien idolatré, explica. Hojea, vuelca algunas hasta que encuentra lo que me quiere mostrar. Firpo llegó a Bolivia en 1923, cuenta, luego de su combate con Dempsey, a quien tiró fuera del cuadrilátero de un puñetazo. Le robaron la pelea, repite, como lo ha ido haciendo desde siempre. Aunque admiro a Jack Dempsey y creo que no hubo otro mejor, salvo Louis o Marciano, me hubiese encantado que Firpo lograra el campeonato. El árbitro retrasó la cuenta, dio tiempo al norteamericano de recuperarse y luego masacrar a su rival. Pero el cuerpo del campeón volando por sobre las cuerdas ya le había ganado a Firpo su condición de mito.

 

Estol narra que invitaron en La Paz, después de una odisea de viaje, al Toro salvaje a dar el puntapié inicial de un importante partido de fútbol. El empresario, temeroso de que sucediese algo con su inversión más que con el deportista, lo prohibió. Envió a otro del grupo. El pueblo, supongo que después del evento, reaccionó. Marchó en manifestación por la urbe reclamando la cabeza de Firpo que había afrentado a los paceños. En la entrada del hotel se apoderaron de un sparring negro de la delegación y lo obligaron, poniéndolo al frente, a vilipendiar en voz alta a su patrón y amigo mientras daban vueltas a la plaza.

 

Salieron a tomar el tren porque había que marcharse. Pero en la estación reconocieron por su tamaño al boxeador y se armó la batahola. Manifestantes coreaban castigo para el soberbio. Entonces Firpo subió a una tarima y discurseó, que él hubiese querido asistir pero que se lo impidió el productor. La ola indignada daba muertes al segundo y vivaba a Firpo ahora. Dio la casualidad de que por allí pasaba un célebre personaje boliviano: el gigante Camacho. De inmediato, la manifestación se convirtió en fiesta y quisieron que se agarraran a golpes Camacho y Firpo allí mismo. La gente vivía dispuesta al circo. Felizmente terminó bien. No sabemos cómo con exactitud porque faltaban páginas o secciones de la revista Aquí está, donde Estol escribía. Se habían despegado y solo quedaba un pedazo de cera oscuro y duro como moco antiguo.

 

Le hago leer esto -me mira a los ojos- para que comprenda la complejidad de esta gente, que es la mía y a quien entiende alguien nacido aquí. Para los de afuera somos un misterio. Tal vez por ello el encanto. Mi esposa cordobesa -nacida en Rafaela pero afincada en Córdoba-  no cesaba de decir en las reuniones sociales que yo, su marido, parecía un personaje escapado de Dostoievsky, por lo contradictorio, lo impredecible, lo energúmeno.

 

 

Los sublevados

 

Indios y mineros encontraron puntos comunes de protesta. La muerte del coronel Mercado mostraba la arista de una roca de extraordinarias dimensiones que comenzaba a moverse, o, mejor, que se reanimaba, siglo tras siglo. Los sesenta voluntarios de la Maximiliano Paredes miraron pasar el féretro cubierto con una bandera como debiera corresponder a los héroes. Nada sabían acerca del difunto, ni quién era ni qué hizo. El ataque se estrellaba contra la institución en particular y contra la sociedad “bien” en general. Merecía punición y desaire. Caso contrario crecería como una avalancha de piedras, práctica de guerra de los guerrilleros republicanos contra la corona goda, aprendida de la indiada carente de recursos para tener armas. Palancas hechas de ramas reemplazaban a los cañones. Con ellas movían las piedras y las desbarrancaban con horrísono ruido.

 

En esta ocasión los mineros encabezaban el levantamiento, y disponían de temible dinamita. Algunos venían de la mina Kami, en el sur de la provincia; los más del altiplano. Cuando Joaquín describe las noches en que acurrucados y juntos entre sí por el frío los soldados -en lo que fuese una escuela y hoy hacía de cuartel- miraban las cimas de los cerros alrededor iluminados por explosiones, mientras lúgubres pututus convocaban a las huestes invisibles y aterrorizantes de poncho y abarca, no puedo evitar pensar en el Fausto de Goethe y las luminarias de la noche de Walpurgis. No lo digo. Eso traería una discusión literaria que no viene al caso. Indígenas y proletarios entonces. Vale la pena escribir que había una clase de férreas convicciones revolucionarias, y combatiente de larga práctica. No se trataba de un hecho aislado, de un cráneo machacado imitando un crimen común. Pero no lo discutían ni soldados ni oficiales; es posible que ni lo supieran. Existía una guerra de razas, más que de clases. No significaba un nuevo amanecer, era normal.

 

 

Consecuencias

 

La rebelión de 1947 fue otro hecho premonitorio de la eclosión social de 1952, la llamada Revolución Nacional. Hubo muertos, bastantes en Tapacarí, pero los disturbios no alcanzaron magnitud revolucionaria. Síntomas y manifestaciones, año tras año, mes tras mes, hasta consolidarse en el movimiento posterior de masas indicado, que trajo mejoras pero que también inició otro tipo de manipulación del indio boliviano que nunca ha tenido, ni siquiera ahora, autonomía y decisión en gran escala.

 

 

El viaje

 

Me da pena partir, pero debo retornar a mis obligaciones en el periódico. A lo largo de los días me he ido acostumbrando a la amistad de esta gente, su bonhomía, la tibieza de sentarse bajo el sol, al lado de un humeante té, a conversar sobre historia viva. Ni siquiera diré que se trata de un ambiente bucólico, pero de pausada dinámica, como si el alto enrejado que protege la casa del cotidiano cochabambino, nos aislara del tiempo. Continuaremos por teléfono, un par de llamadas por día que según Joaquín han de aliviarle la jubilación. Muy lúcido para un hombre de su edad, leído, me incita a pensar que esta cita y este argumento abrirán otros: sabrosos, brutales, entretenidos como las digresiones pugilísticas.

 

 

Insurrección

 

Con los acordes de un bolero de caballería, el cuerpo del coronel asesinado fue bajando la calle del pueblo. Luego a montarse de nuevo al camión rumbo a Chinchiri, justo al frente de la sangrienta Yayani. Habilitaron una escuela para alojarnos. Algunos bancos de madera astillada y vieja se apilaban en el rincón.

 

Piso de tierra apisonada, helada. Al anochecer caía la niebla. Por el solitario ventanuco se observaban blancas volutas de aire congelado. La neblina asomaba desde los picos y bajaba a veces con increíble rapidez. Al cabo de dos días, meábamos sangre. Por enfriamiento, decía el suboficial enfermero y repartía pastillas. Disparos aislados sonaban hacia Yayani, donde se habían apostado los carabineros. Nosotros debíamos aguardar al Regimiento Camacho, Primero de Artillería, de Oruro. El sitio de reunión se acordó en el puente Yakanko. Esperamos por horas y nada. El oficial a cargo pidió un voluntario para dejar un mensaje a los artilleros debajo de una roca que se observaba en el borde opuesto. Para cruzar, el “puente” no era otra cosa que una tronca atravesada. Debajo se oía el estruendo del torrente. Caer implicaba muerte y olvido. Nadie podría recuperar el cuerpo. Apolinar Holguín Espinoza, de Itapaya, camino de Capinota, dio un paso. Lo vimos balancearse en el vacío abrazándose como perezoso de los bordes de la húmeda corteza. En un papel, el militar había escrito un mensaje cifrado. Cómo sabrían los del Camacho que estaba debajo de esa piedra es algo sin respuesta.

 

Era el 12 de febrero de 1947, en los bajíos de Chinchiri.

 

Verano, lluvioso como suele ser.

 

 

Alma en pena

 

Dirán que las difíciles circunstancias causan alucinación colectiva. Quizá. Absortos, tristes por la inacción regresábamos a la escuela cuando bien nítidos, a las cinco de la tarde, oímos lamentos con voz femenina. Lo primero fue pensar que algún indio borracho golpeaba a su esposa. Bajamos a la quebrada de donde habían salido, abriendo las matas con bayonetas, listos para ensartar al cabrón capaz de semejante barbaridad. No había nadie. Los arbustos luego del alboroto retornaban a su mutismo, apenas movidos por la brisa fría del atardecer. Al sentirla, suave, penetrando por los resquicios del uniforme, se nos pusieron los pelos de punta y comenzamos a retroceder. Ya en la cuesta le contamos a un mulero lo sucedido. Ah, dijo, es la tal, y echó un nombre; a la pobre la mató su esposo a hachazos; desde entonces pena.

 

Lugar maldito. De pronto no veíamos a un palmo por donde caminábamos. Apresurados nos arremolinamos ante la puerta de la escuela para entrar cuanto antes, a refugiarnos en un café que no era café sino una infusión de cáscaras. Pero sabía a gloria. Y el hombre desconocido de un costado y del otro, se convertía en garantía solidaria de no hallarse solo. Comenzaba, como con reloj, el amedrentamiento de los alzados haciendo explotar dinamita. Pensé en mi madre, en casa, en lo lindo que sería estar parado en la puerta de la Lanza mirando a los ya pocos transeúntes volviendo a sus techos.

 

 

Comidas

 

Mote y papa cocida. Mote negro, rojo, amarillo. Lawa. Quesillo duro y quesillo fresco, comprado con el dinero de los reclutas. Una bolsita de sal en medio, ensuciada por el toque colectivo, para esparcirla sobre el montón de tubérculos amontonados sobre una manta en el piso. Comiendo con la mano, chupándonos los dedos negros de una semana sin baño.

 

En el cuartel no era mejor. Luego del rancho a mediodía y del de las seis, el sargento preguntaba quién quería cagar. Por lo general íbamos todos, pero había que levantar la mano. El río Rocha, que es torrentera y no río, corría detrás del cuartel. Se conocía como la “hora del caguis”, y en sus orillas, en fila, nos despojábamos de las inmundicias mientras fraternizábamos en sociedad. Los baños no se estilaban en la época. Incluso los patrones cagaban en el corral, permitiendo a los chanchos alimentarse de eso en un círculo vicioso. Con la temporada de lluvias, cuando el agua bajaba a raudales, limpiando, podíamos bañarnos, observar las generosas tetas de las lavanderas, que luego de dar de mamar al crío se quedaban a la intemperie, goteando como pilas mal cerradas.

 

¿Quién y qué le traían de casa cuando no estaba de franco?

Mi padre, nunca mi madre. Platos locales: soltero, sillpancho… y una jarra de api morado frío como siempre me ha gustado.

 

Infantería, Artillería, Caballería. Cuando salí lo hice con el grado de sargento segundo de artillería, comandante de pieza. Me comí una empanada con la primera vendedora. No torné para mirar la puerta que permanecía todo el día abierta y se cerraba en la noche. Era, para aprovechar el título de un libro que está sobre mi mesa de noche, mi adiós a las armas.

 

 

El caudillo

 

No hubo uno, afirma Joaquín. No uno visible que recuerde. Los focos eran dispersos, cada cual con sus jerarquías, seguro. Al menos en Ayopaya.

 

No vimos combate. Los carabineros sí mataron a algunos. Nosotros la pasamos masticando coca, mezclándola con llujt’a, ceniza con papa. Nos atemorizaban con historias, con la ferocidad de los trabajadores de las minas de plomo, de cómo la indiada de Punacachi machacó la cabeza de un patrón en una estancia, como se llaman las haciendas de altura. Seguro que los rebeldes sabían más que nosotros de lo que pasaba en el país. No se hablaba de ello, ni siquiera de quién se sentaba en la silla. ¿Hertzog? ¿Urrilagoitia? Qué más daba.

 

Ante la inactividad, nos bajaron al valle, a la verde Parotani donde ya el ejército se nos antojó jolgorio. Lo hicimos por Tapacarí, atentos porque la rebelión indigenal pululaba por los cerros. Ya tiempo de carnaval, fines de febrero, quizá marzo.

 

Ayopaya, la tierra de mis ancestros fue difuminándose. Nunca volví desde entonces. Una vez, enfermo de bocio tóxico y predicha mi muerte por los médicos locales, retorné a la Argentina, con tres hijos a cuestas. Me operaron gratuitamente, degollándome de oreja a oreja como puedes ver en esta marca igual a la que deja la soga al ahorcado. Sobreviví. Había hecho un voto de que si me salvaba iría en peregrinación al señor de Machaca, un Cristo negro entre dos ángeles de pie, muy milagroso. No lo hice, y te digo que me hubiese gustado hacerlo, más que por agradecer al santo, por conocer el lugar donde se afincaron mis dos tías viejas, hermanas de mi madre, luego de los despojos de tierras que les trajeron juicios y la reforma agraria. Anki y Uchipa les decíamos, diminutivos de Angélica y Josefina. De ellas conservo este vaso de plata. (Leo: Angélica, 1904)

 

 

Teléfono y epílogo

 

Don Joaquín ¿me escucha bien? Sí, no hay novedades por aquí. Rutina y cansancio ¿Y usted? Quedamos en eso de los caudillos, si recuerda. ¿No hay nombres, al menos uno?

 

Cuando estábamos en Parotani nos informaron que traerían a un maestro rural que andaba exacerbando los ánimos de la población nativa. Al parecer era director en Tapacarí. Lo habían atrapado en la quebrada de Ramadas los carabineros. Venía amarrado. Me ofrecí a escoltarlo hasta Cochabamba, a pie el prisionero, unos cuarenta y cinco kilómetros. Dos otros voluntarios me acompañarían, un tal Benjamín -se me ha borrado el apellido- que veinte años más tarde sería picado a cuchilladas cerca de Vinto, por asuntos de narcotráfico. Tenía una finca en Villa Tunari y fue de los precursores de este negocio. Era beato, de oración y hostia. Del otro no tengo memoria, un muchacho de Sucre, creo, pero no importa. Preparamos los caballos, agua y comida, y partimos rumbo a la ciudad. Quisiera decirte la fecha, pero se atasca en la punta de la lengua.

 

A empujones lo arreamos. El tipo intentó aleccionarnos, llamándonos “juventud de Bolivia”, pero no le hicimos caso. Cállese, carajo de mierda. Lo entregamos en Cochabamba a la Séptima División.

 

Aquella noche, orgulloso al menos de este breve e ínfimo papel protagónico, me sorprendí de ver al rebelde paseándose ufano por la plaza 14 de Septiembre. Ignoro los detalles de lo que vino después. Sé que cuando dejé el cuartel, luego de la negativa del milico de batirse conmigo, como quisiera, a puño o a bala, agarré el terno con que me esperaban mis padres, puse pistola al cinto, y me fui a Potosí a visitar a mi novia, una alemanita interna del Colegio Alemán.

 

Me despido. El clic del teléfono suena como un corte en el tiempo. Como periodista comprendo que no puedo ponerme nostálgico, perder objetividad, pero en este momento me es imposible sortear esta sensación de vacío.

 

2014

 

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Publicado en FronteraD, semana del 4 al 10 de julio de 2014
Publicado en ANTOLOJÍA FRONTERAD (2009-2014), 11/2014