Monday, May 26, 2025

Detalles de viaje


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

Alto entre Ginebra y algún pueblo de Austria. Converso con Malak, mujer nacida en Mostar y yendo a visitar a su madre a Belgrado. Habrá muchos altos en el camino, algunos ya entrada la noche. Diez y siete horas de viaje en bus no son pocas sino una eternidad. Cada parada hombres y mujeres conversan en serbocroata y fuman.

 

Recordamos Mostar, el puente y su arco antiquísimo. Fue destruido; parte de la estrategia conquistadora es eliminar resabios del pasado, de lo que fue antes de que ellos invadieran. Creo que ha sido reconstruido, pasó ya tanto desde aquello. Vi a croatas y bosnios, no recuerdo serbios, alternando en el trabajo en Denver. Físicamente eran tan iguales, altos, rubios, de ojos claros. Los diferenciaban sus nombres provenientes de cristianos o musulmanes. A veces era notoria algo de sangre gitana, o turca. Conflicto muy de antes, desde que los señores bosnios acogieron el Islam y obtuvieron beneficios y prioridades de los amos otomanos. Como en todo, se revierten las cosas en la vida y al que dominó le toca aguantar. Así Mostar y su puente fantástico, vínculo además entre poblaciones de diverso origen étnico y de distintas religiones. El profundo río debajo, el Neretva de las producciones de Hollywood durante mi juventud, como asociación mítica con la guerra, entonces la de la resistencia yugoslava ante las hordas hitlerianas y esta de hoy entre vecinos que se llamaron hermanos y se mataron siendo enemigos. Mostar. Tenía proyectado ir pero mis días se extendieron en Sarajevo y monté una y otra vez la colina que llevaba al hotel, pensando a diario en los lugares desde donde se dispararía contra los civiles. No lejos, en una encrucijada del río, las casonas están ametralladas fuera de cualquier reparación. La gente continúa obviamente viviendo allí y pareciera que se ha olvidado el horror. Error, no se puede ni debe echarse al olvido.

 

Conduje por Denver y por Aurora con mi hija mayor buscando plantas. Escuchamos awatiñas bolivianas en el tocadiscos. Le comenté cómo, en los años jóvenes, al simple sonido de las zampoñas, entrábamos en trance. En teoría éramos muchachos de origen blanco o mestizo, educados, pero al sonido de la tierra reaccionábamos danzando en círculos interminables hasta la luz del sol. También escuchamos un poco del más antiguo Elvis, Blue Moon of Kentucky, por cierto, bluegrass sobre el que he escrito antes en esta misma serie y otras canciones que se hicieron iconos del rock and roll.

 

Guerras étnicas. Las conocimos también nosotros, de lejos, en libros históricos. Pero hay una, sorda, actual, se escurre entre los tejemanejes de la sociedad boliviana. Quinientos años de España se fueron al diablo. Aparte del idioma ni sé qué dejaron, la corrupción tal vez. Si llegará el día en que esto se convierta en otra Yugoslavia, quién sabe, no podría decir que no. Ya sucede en pequeña escala cuando en comunidades rurales se caza “blancos” y se los sacrifica de la manera más cruel. ¿Pago por el pasado? Seguro. Bastante hemos leído en las novelas tradicionalistas, incluida la de mi tío Hugo Ferrufino Murillo, El Deregente, lo que ocurría en el valle alto cochabambino, por centrarnos en un lugar preciso. Aquel bucolismo de la infancia, cuando se podía caminar por el campo sin riesgo, se ha esfumado. Historias macabras se cuentan en los corrillos elegidos, de exploradores desbarrancados; también otras no menos tétricas y reales. Subir por la quebrada de Anocaraire, como lo hicimos en los años ochenta, equivaldría hoy a suicidio.

 

Estaba en Mostar y había impedimento de viajar hacia el pueblo. Creo haber visto el río Neretva en otra parte del país. Si lo encontraré en Mostar un día forma ya parte del mito. Esta señorita con la que hablaba subió al bus y la noche invadió la Bosnia inmensa. Hoy escribo en medio de la zozobra que sentí al imaginar la historia. Un instante y la existencia cambia, para peor. En un túnel de carretera se han atrincherado combatientes serbios, cerca del lugar donde nacieron. Alrededor los acosan sus viejos conocidos. La muerte sonríe beatificada. Las luces del colectivo dan curvas y a ratos iluminan sórdidas callejas. Creo que sentiría temor de caminar al anochecer por aquí. No sea que los comensales del “restoran” han salido a matar. ¿Cuán salvos estamos de desgracia entonces? ¿Cuán protegidos aunque nos encerremos en pueblos milenarios? Pero no podemos vivir en miedo. Es el peor consejero y ofusca hasta la mente de los lógicos, los analíticos creyéndose infalibles. Rojo, azul, blanco, colores de la bandera serbia, de la eslovena, de la madrecita Rusia al fin que sigue ejerciendo de maestro titiritero en ciertos países. La Rusia de Bulgakov, de Leskov…

 

Me acomodo en el primer asiento. Pagué diez extra euros para ir allí por la vista panorámica. Gracias a ello contemplé el macizo suizo, descreído que fueran montañas y no orcos imaginarios de pesadilla. Miro hacia atrás, la gente duerme, parece que se apoderó de ellos la inercia. Por mi mente saltan imágenes de Galicia, entre cuerpos y eucaliptos en el descenso de la colina. Paseo por el Lyon de antaño, los callejones semejan retruécanos de mal poema. El último cabaret que sugiere un nigeriano de Lagos que habla español está cubierto de telarañas. Parroquianos franceses beben cerveza a la intemperie, se siente la brisa que llega del Saona. He cruzado ambos ríos en mi periplo de kilómetros diarios para justificar la aventura. Se supone que debía estar escribiendo una novela y termino puliendo un breve cuaderno de viajes. Leí a Gauguin, el Noa Noa, su paseo por Tahití. Acá en casa de Ed los vasos cerveceros, delgados y chatos, vienen de esa isla que han denominado mágica.

 

Marcel Schwob deambula en vano buscando la tumba de Robert Louis Stevenson. Le escribe cartas a su esposa. Miro afuera el gris marrón cielo de Aurora y recuerdo sus descripciones de vientos de tormenta. Me causa cierto desasosiego imaginar a Stevenson en la isla. Hoy no estoy para islas ni mares tiburones. Mejor estaría mirando atardecer el Tunari, abrigado por zampoñas y ruido de galgas mortales en los pasadizos de montaña. Indios matan españoles y amedallados. Me pregunto si debí haber dejado el Ande por la incertidumbre del norte peninsular. Pero el viaje estaba programado, ese territorio añadido a la odisea posterior. Lo pienso ahora y lo pensaba en el tórrido avanzar de la vagoneta salida del Sarajevo serbio, no musulmán. No se hace nada confuso pero sí nebuloso. A ratos miro la carretera delante que semeja no tener fin. En Belgrado me espera un modesto hotel, la pieza 6 del segundo piso. Mientras no sea el pabellón número 6 de Chéjov.

 

Un albañil arroja mezcla de concreto al suelo y sin mucha elegancia le pasa un palo por encima y deja a secar el tapado hueco. Los albañiles bolivianos y mexicanos, con finos badilejos, dejarían aquello como un espejo para la reina de Saba. Que reinas hay, muchas y por doquier, y a veces pisan en falso el cemento fresco y marcan un rastro puntiagudo como si con formón de talabartero me lo hubiesen clavado en el cuello. Asuntos de mampostería, supongo.

26/05/2025

 

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Imagen: Puente de Mostar 

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