Claudio Ferrufino-Coqueugniot
Alto entre Ginebra y algún pueblo de Austria. Converso con Malak, mujer nacida en Mostar y yendo a visitar a su madre a Belgrado. Habrá muchos altos en el camino, algunos ya entrada la noche. Diez y siete horas de viaje en bus no son pocas sino una eternidad. Cada parada hombres y mujeres conversan en serbocroata y fuman.
Recordamos
Mostar, el puente y su arco antiquísimo. Fue destruido; parte de la estrategia
conquistadora es eliminar resabios del pasado, de lo que fue antes de que ellos
invadieran. Creo que ha sido reconstruido, pasó ya tanto desde aquello. Vi a
croatas y bosnios, no recuerdo serbios, alternando en el trabajo en Denver.
Físicamente eran tan iguales, altos, rubios, de ojos claros. Los diferenciaban
sus nombres provenientes de cristianos o musulmanes. A veces era notoria algo
de sangre gitana, o turca. Conflicto muy de antes, desde que los señores
bosnios acogieron el Islam y obtuvieron beneficios y prioridades de los amos
otomanos. Como en todo, se revierten las cosas en la vida y al que dominó le toca
aguantar. Así Mostar y su puente fantástico, vínculo además entre poblaciones
de diverso origen étnico y de distintas religiones. El profundo río debajo, el
Neretva de las producciones de Hollywood durante mi juventud, como asociación mítica
con la guerra, entonces la de la resistencia yugoslava ante las hordas
hitlerianas y esta de hoy entre vecinos que se llamaron hermanos y se mataron
siendo enemigos. Mostar. Tenía proyectado ir pero mis días se extendieron en
Sarajevo y monté una y otra vez la colina que llevaba al hotel, pensando a
diario en los lugares desde donde se dispararía contra los civiles. No lejos, en
una encrucijada del río, las casonas están ametralladas fuera de cualquier
reparación. La gente continúa obviamente viviendo allí y pareciera que se ha
olvidado el horror. Error, no se puede ni debe echarse al olvido.
Conduje por
Denver y por Aurora con mi hija mayor buscando plantas. Escuchamos awatiñas
bolivianas en el tocadiscos. Le comenté cómo, en los años jóvenes, al simple
sonido de las zampoñas, entrábamos en trance. En teoría éramos muchachos de
origen blanco o mestizo, educados, pero al sonido de la tierra reaccionábamos
danzando en círculos interminables hasta la luz del sol. También escuchamos un
poco del más antiguo Elvis, Blue Moon of
Kentucky, por cierto, bluegrass sobre el que he escrito antes en esta misma
serie y otras canciones que se hicieron iconos del rock and roll.
Guerras
étnicas. Las conocimos también nosotros, de lejos, en libros históricos. Pero
hay una, sorda, actual, se escurre entre los tejemanejes de la sociedad
boliviana. Quinientos años de España se fueron al diablo. Aparte del idioma ni
sé qué dejaron, la corrupción tal vez. Si llegará el día en que esto se
convierta en otra Yugoslavia, quién sabe, no podría decir que no. Ya sucede en
pequeña escala cuando en comunidades rurales se caza “blancos” y se los
sacrifica de la manera más cruel. ¿Pago por el pasado? Seguro. Bastante hemos
leído en las novelas tradicionalistas, incluida la de mi tío Hugo Ferrufino
Murillo, El Deregente, lo que ocurría
en el valle alto cochabambino, por centrarnos en un lugar preciso. Aquel
bucolismo de la infancia, cuando se podía caminar por el campo sin riesgo, se ha
esfumado. Historias macabras se cuentan en los corrillos elegidos, de
exploradores desbarrancados; también otras no menos tétricas y reales. Subir
por la quebrada de Anocaraire, como lo hicimos en los años ochenta, equivaldría
hoy a suicidio.
Estaba en Mostar y había impedimento de viajar hacia el pueblo. Creo haber
visto el río Neretva en otra parte del país. Si lo encontraré en Mostar un día
forma ya parte del mito. Esta señorita con la que hablaba subió al bus y la
noche invadió la Bosnia inmensa. Hoy escribo en medio de la zozobra que sentí
al imaginar la historia. Un instante y la existencia cambia, para peor. En un
túnel de carretera se han atrincherado combatientes serbios, cerca del lugar
donde nacieron. Alrededor los acosan sus viejos conocidos. La muerte sonríe
beatificada. Las luces del colectivo dan curvas y a ratos iluminan sórdidas
callejas. Creo que sentiría temor de caminar al anochecer por aquí. No sea que
los comensales del “restoran” han salido a matar. ¿Cuán salvos estamos de
desgracia entonces? ¿Cuán protegidos aunque nos encerremos en pueblos
milenarios? Pero no podemos vivir en miedo. Es el peor consejero y ofusca hasta
la mente de los lógicos, los analíticos creyéndose infalibles. Rojo, azul,
blanco, colores de la bandera serbia, de la eslovena, de la madrecita Rusia al
fin que sigue ejerciendo de maestro titiritero en ciertos países. La Rusia de
Bulgakov, de Leskov…
Me acomodo
en el primer asiento. Pagué diez extra euros para ir allí por la vista
panorámica. Gracias a ello contemplé el macizo suizo, descreído que fueran
montañas y no orcos imaginarios de pesadilla. Miro hacia atrás, la gente
duerme, parece que se apoderó de ellos la inercia. Por mi mente saltan imágenes
de Galicia, entre cuerpos y eucaliptos en el descenso de la colina. Paseo por
el Lyon de antaño, los callejones semejan retruécanos de mal poema. El último
cabaret que sugiere un nigeriano de Lagos que habla español está cubierto de
telarañas. Parroquianos franceses beben cerveza a la intemperie, se siente la
brisa que llega del Saona. He cruzado ambos ríos en mi periplo de kilómetros
diarios para justificar la aventura. Se supone que debía estar escribiendo una
novela y termino puliendo un breve cuaderno de viajes. Leí a Gauguin, el Noa Noa, su paseo por Tahití. Acá en
casa de Ed los vasos cerveceros, delgados y chatos, vienen de esa isla que han
denominado mágica.
Marcel
Schwob deambula en vano buscando la tumba de Robert Louis Stevenson. Le escribe
cartas a su esposa. Miro afuera el gris marrón cielo de Aurora y recuerdo sus
descripciones de vientos de tormenta. Me causa cierto desasosiego imaginar a
Stevenson en la isla. Hoy no estoy para islas ni mares tiburones. Mejor estaría
mirando atardecer el Tunari, abrigado por zampoñas y ruido de galgas mortales
en los pasadizos de montaña. Indios matan españoles y amedallados. Me pregunto
si debí haber dejado el Ande por la incertidumbre del norte peninsular. Pero el
viaje estaba programado, ese territorio añadido a la odisea posterior. Lo
pienso ahora y lo pensaba en el tórrido avanzar de la vagoneta salida del
Sarajevo serbio, no musulmán. No se hace nada confuso pero sí nebuloso. A ratos
miro la carretera delante que semeja no tener fin. En Belgrado me espera un
modesto hotel, la pieza 6 del segundo piso. Mientras no sea el pabellón número
6 de Chéjov.
Un albañil
arroja mezcla de concreto al suelo y sin mucha elegancia le pasa un palo por
encima y deja a secar el tapado hueco. Los albañiles bolivianos y mexicanos,
con finos badilejos, dejarían aquello como un espejo para la reina de Saba. Que
reinas hay, muchas y por doquier, y a veces pisan en falso el cemento fresco y
marcan un rastro puntiagudo como si con formón de talabartero me lo hubiesen
clavado en el cuello. Asuntos de mampostería, supongo.
26/05/2025
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Imagen: Puente de Mostar
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