Claudio Ferrufino-Coqueugniot
¿Dónde se han ido los klezmorim? He recorrido Ucrania de lado a lado, de Odesa a la frontera rusa, de Kharkiv a Poltava y de Poltava, donde flota un hermoso rostro que se contrapone a Viy, a Kiev; de Zhitomir, ciudad de letrados de la Torá, a la Vinnytsia de los tranvías. Caminos recorridos, pastos de verde limón, ríos apacibles como vientre de mujer.
He cruzado
Eslovenia, dividido Croacia en dos, de arriba abajo, Bosnia misteriosa, bella,
maldita, entera, Serbia más rala en su vegetación y Belgrado brillando diamante.
Apenas atisbé gitanos, morenos como nacidos en Jayhuayco, y ningún judío de
larga levita negra, amplios sombreros e instrumentos musicantes para la fiesta
de los vivos. Suena en mi memoria el clarinete, lo escuchábamos, esposa, en
Nueva York, cuando el sol caía a pico sobre el Hotel Chelsea y sus famosos
muertos se evaporaban por delgadas chimeneas. Cuando el neón hurtaba fuego de
tus cabellos bermellones. Entonces bailaban y tocaban los klezmorim, y había
botellas vacías en las cabezas y otras llenas que se vaciaban en el pecho interno
para el flujo de la pasión. La pasión de Cristo, Cristo de nuevo crucificado,
Amada, en
esta noche tú te has crucificado
sobre los dos maderos curvados de mi beso;
y tu pena me ha dicho que Jesús ha llorado,
y que hay un viernes santo más dulce que ese beso.
En esta
noche clara que tanto me has mirado,
la Muerte ha estado alegre y ha cantado en su hueso.
En esta noche de septiembre se ha oficiado
mi segunda caída y el más humano beso.
Amada,
moriremos los dos juntos, muy juntos;
se irá secando a pausas nuestra excelsa amargura;
y habrán tocado a sombra nuestros labios difuntos.
Y ya no
habrá reproches en tus ojos benditos;
ni volveré a ofenderte. Y en una sepultura
los dos nos dormiremos, como dos hermanitos.
Habla César
Vallejo. Cuando él habla, yo callo.
Dormías y
el clarinete no se detuvo, saltó por encima de lunas y soles, de estrellas y el
cometa Halley hasta depositarse en un lienzo de Chagall, escondiéndose tras las
revolucionarias formas geométricas de El Lissitzky.
Atravieso
la tierra. Hay lagos de color naranja, azul, púrpura, lagos oscuros que supongo
aguas de noche, ríos de sangre y otros de claro verde aguacate pero los músicos
no están. Me pregunto si los ahogaron con piedras amarradas a sus delgados
cuellos, con tiro de nuca o ráfaga que suena casi igual a órgano descompuesto,
Bach golpeado por martillos. Salto, me zambullo, feroces lucios observan y
muestran colmillos que para mí pertenecen a la ficción. No los he encontrado,
no klezmer para nosotros hoy. El crepúsculo trae consigo la tristísima ciudad
de Travnik, no lejos de la frontera con los serbios de Bosnia. Sin la alegría
del klezmer hay cofradía de espectros a lo extendido de las calles, cargan
tumbas y nichos como castigados medievales, suenan horrísonos como bestias
inenarrables. Avisos a media luz rezan “restoran”; un par de sombras beben
allí, licor de ciruela lo más probable que la cerveza es cara. De Travnik era Ivo
Andrić y no estaba tan afligida en tiempos de Napoleón.
Okreni se niz
đul-bašču es una bellísma canción bosnia, en voz de Munevera Berberović. La introducción
con multitud de instrumentos balcánicos simplemente soberbia. Para cerrar los
ojos al escucharla. Me recuerda cuando lo hice con el ritmo del griego bouzouki
y Melina Mercouri cantaba. Quedó flotando en el tiempo, en el medio del péndulo
evitando que el reloj avanzara y todos nos desperdigáramos por el mundo; maíz
para mote, nosotros, afrecho de quinua arrojada al viento.
Se suceden pueblos, villas, villorrios, caseríos, urbes. Abro con
parsimonia la maleta para preparar un jean negro y botas grises. Me pondré
elegante para andar como el galileo por sobre las aguas del turbio río de
Sarajevo. Elegante, sin corbata y sin el collar de oro rojo que me regaló la
tía Lucha, en la iglesia de Nuestra Señora de Balvanera, barrio de compadritos,
cuando cumplí un año de todavía no infortunio. Sonarían los facones, la faca
brasileira entonaría un chorinho más lamentoso que misa de difuntos. Así me
bauticé, con el cuchillero de Borges pisando la mano que le colgaba por el
profundo corte y arrancándosela para seguir peleando. Me pregunto a dónde se
han ido esos mis padrinos fantasmales, me abandonaron con míseros detentes en
la puerta del templo, y eso que huérfano no era y madre y tías olían a perfumes
caros. Ni cuchillos me dejaron, ni pangas ni machetes.
El bus continúa su viaje interminable. Con este trecho habré completado
dos mil kilómetros por tierra, casi sin comer y sin agua. Saharianos a la
fuerza, o negligentes y aburridos nada más.
Yefim Schleyfer, querido amigo judío kazajo, y su hermano ejercitan
pasitos de baile en la entrada de obsoletos apartamentos de la Pequeña Rusia.
Por los tejados no hay violinistas que asomen, se ocultaron en las líneas de
Sholem Aleichem, pero en el Mazda plomo de su propiedad escuchamos cosas
similares al klezmer, o este mixturado, maleado por ajenos ritmos del Asia
Central.
La gente duerme aquí, picados por la tsetsé. Claudio en la casa del
sueño. Pelo un muffin de mora azul y sorbo café sin azúcar para mantenerme
despierto. Gruesas moscas de ébano, moscones y tábanos salían de las orillas
del gran río de meandros de Bosnia, bajando de Croacia y antes de adentrarse en
el desconsuelo de Travnik. Pesada luna de cobre giraba hecha lento girasol.
¿A dónde marcharon los klezmorim? Me susurran que los fueron, los
suicidaron a fuerza de culatas, cortaron patillas y barbas y quitaron los
lentes de aquellos que ya lloraban. De pronto la fanfarria del klezmer, la
elegancia de las altas botas de cuero, se vio reducida a nada. Alguien pregunta,
en el Treblinka de Jean-Francois
Steiner, por qué no reaccionaban los hebreos. Los músicos nacieron para tocar,
matar no es su oficio, y cruzaron las puertas de la muerte al son de acordeones
y no de disparos. Esa es una gran diferencia.
11/05/2025
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Imagen: Músicos de klezmer, Ucrania
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