Saturday, October 8, 2011

En Nueva Orleans/MIRANDO DE ARRIBA


Hace un año, en marzo, el novelista Edmundo Paz Soldán me escribió invitándome a una reunión de bolivianos dedicados al arte y la investigación. Una casa hotel, antigua y señorial, con la cama a la que se debía subir por un pedestal; frazadas negras, sábanas crema, la ventana de atrás mirando al parque Audubon. El porche, la entrada, en sillón de mimbre y brazos como para patrón de antes de la reforma -la de Bolivia, claro, que aquí no la hubo ni la habrá-, casi enfrente de Tulane, la universidad donde todavía caminan la sombra de John Kennedy Toole y su suicidio. Mucho para decir o contar en tres días de la ciudad del Mississippi.

Las reuniones, en Loyola y Tulane, versaron sobre coca en el norte argentino, Jesús Urzagasti, Evo Morales, el Mallku, Sánchez de Lozada, la guerra del agua, la pericia computacional del presidente Tuto, Quiroga no Desmond Tutú, en orden arbitrario mío, sin prioridades de nombre o tema. De noche, y para escapar de la garra jesuítica -Loyola es una universidad jesuita- huimos, algunos, a la mejor religión del vicio de Bourbon Street, collares de cuentas rojas, collares de cuentas verdes, tetas por las calles, nalgas sobre los balcones, jazz anciano, el negro gordo negro grande negro con la tuba que parece pesar mucho y que improvisa un inolvidable e inverosímil solo con semejante aparato sobre sí.

Se viaja en tranvía, las ventanas abiertas al calor y al olor del gran río. En los bailes, conjunción de razas: judíos encorbatados danzan el frenesí africano: en Nueva Orleans hay que darse el lujo de la amplitud y enterrar la soberbia, aunque sea el sur y algunos persistan en la nostalgia de Dixieland, la tierra de nunca jamás, el paraíso blanco que no podría ser edén sin un trabajo negro.

Edmundo Paz Soldán, Luis Morató Lara y el escribiente, codeando a la multitud ansiosa, hambrienta del único carnaval del país, a pesar de no serlo o ya no, hasta derivar, luego de un agudo escogimiento, en un bar de rhythm and blues, en cuyo estrado, rareza creole, toca un bajista asiático en medio de un abigarrado contexto afroamericano. El vocalista -pasen a ver a Fabien Philippe- reza el cartel, navega con sus brazos, como si estuviese en el mar de Haití, e ilumina la noche con extraña voz de cascajo. Las rubias muchachas se mecen al ardor del son y no se perciben las horas; ritmo, ritmo en las voces del Africa sugeriría el poeta angoleño Agostinho Neto. Así hasta que los aviones nos desintegran y nos retornan solos.
23/2/03

Publicado en Opinión (Cochabamba), febrero, 2003

Imagen: The Old Absinthe House, New Orleans, en una vieja postal

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