En Mario Lara López el verbo es rigor. Como en la gran poesía española, en él la palabra se hace seria y busca, en sus instancias más perfectas, ejemplificar que verbo es trabajo, y que lo bello, pulido y esmerilado como si fuese metal, adquiere brillo.
En un tiempo en que la poesía de verso libre ha encontrado tantos grandes cultores como versificadores fáciles, una obra como El sueño del olvido viene a ser algo extraño, la perseverancia del poeta de intentar el verso en su faceta más difícil, la del ritmo. Rimar es una cosa y ritmar otra. Mario Lara López ha hallado una concatenación rítmica similar a aquella de Guillaume Apollinaire. Cuando leemos a éste traducido al español es hermoso; pero en francés es mejor; allí el ritmo puede ser traducido en números, y número es matemática, trabajo, aunque también es cábala...
El poeta ha dividido el libro en ocho secciones. Ocho es el número que sigue al siete, que va más allá de los rumores del azar. En actitud quizá inconsciente, Lara López ha eludido el fatídico número. Su golpe de dados ha de permanecer incólume ante los avatares de la suerte. Al superar el siete, la obra ha optado, con vida propia, por la sobriedad.
En el primer fragmento, el autor habla de olvido. Aun en el imperio de la nada hay movimiento. Y la desmemoria es en realidad memoria, recuerdo. En el olvido, yermo y frío, se acunan la nostalgia y la muerte. Pero se presiente una resurrección. Del olvido nace la búsqueda y en ese trashumar aparece, como en todo sueño lúcido, la imagen de la mujer que caminará, libre y desconocida, por todas las páginas y espacios de este libro.
Ya que hablamos en números: en Dos, segunda parte, el poeta se adentra en el sueño, el territorio recobrado del gris. Se repite, en la perennidad de su memoria, toda la imagen y trascendencia de lo bello que ha visto, amado, besado, tocado. Ella, la mujer sin rostro, es el tiempo todo, la naturaleza toda. Su boca azucena, y su piel brisa, verano, trigal, agua. El sueño persiste, se desmesura frente al olvido, se hace lucidez primaria. Aunque después del sueño nos habite la tristeza, aquél es una lanza enhiesta que desgarra la bruma que ahonda en el amor perdido, recobrado y vuelto a perder.
¿Es el poeta un sueño ajeno, la imaginación de alguien más? ¿Dios soñando? De la amada se va al sueño; en el sueño ella está. Dialéctica que magnifica al sujeto y al objeto, pensador y pensado, sin ubicación precisa. Y sin embargo, en algún instante, el poeta ase al sueño y lo obliga a poseer, en nombre suyo, el territorio amado que bien puede ser cuerpo, o tierra, o flor...
En Tres, olvidar es soñar al revés. Hermosa imagen que bien podría venir de las insólitas obsesiones de Lewis Carroll. Un olvido se olvida a sí mismo, por tanto no existe ¿o es doble olvido? ¿sueño entonces? Dice el poeta que el olvido viene a ser un sueño malo, sueño que se pierde de a poco hasta convertirse en nada, en no sueño.
Y en el infecundo espacio donde no se existe, aparece un intersticio de luz, un rechazo de lo absurdo. Se ha enterrado lo malo en el olvido, se ha desaparecido aquello, y ahora la luminosidad, por minúscula que sea, tiene rostro de esperanza. En el verso XLV, Omar Khayamm parece llamar a los amigos y hacer de sus voces la barrera que destruye la muerte.
El cuarto fragmento pregunta al poeta si sueño y olvido no son hermanos, y si amor no es otro nombre para muerte. Hay palabras de amor sueño, de amor brujo...
En Cinco el amor eterno, luminoso, cercano e intangible de ella semeja una espera de infinito.
Seis representa el espacio interior del sueño. En una recurrencia a Lewis Carroll, otra vez, adentro hay dos lados del cristal, cuando el poeta abre los ojos y está ella, y la misma que se pasea ufana por las pupilas ya cerradas.
Sueñom olvido y vigilia son las palabras del Siete. La extensión del hombre se resume en él mismo. Un ámbito único, visto desde tres ángulos. Tres perspectivas: una esconde a la otra, y dos la descubren. Un juego de cristales movido por una mano, expuestos a veces a luz y otras a sombra. Prisma que en su triangularidad ha ocultado los colores, desde el púrpura tenebroso hasta el diáfano amarillo.
Ocho tendría que ser el epílogo, pero cuando el poeta asume que el sueño representa la semilla, y asume igualmente que al enterrar algo en el olvido lo que hace realmente es plantar. Ocho viene a ser Uno y viceversa y el poema alcanza la perfección del círculo.
Noviembre del 96
Publicado en Los Tiempos (Cochabamba), 01/12/1996
Imagen: Fragmento de un retrato del poeta
Friday, June 15, 2012
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