Claudio Ferrufino-Coqueugniot
Había terminado la guerra del Golfo Pérsico. Norteamérica era orgullo. Los muchachos se cubrían de banderas. En las tiendas, juguetes burlones con el rostro de Saddam Hussein desaparecían de los estantes; gran éxito de venta.
George Bush decidió entonces congraciarse con los árabes moderados. No importaban los muertos de Irak; no los habían matado. Se murieron solos, enterrados en sus casamatas.
Inauguró un hermoso parque, en Washington, frente a la embajada británica. Al inicio del parque pusieron una fuente, y, allí, una escultura-busto del poeta libanés Khalil Gibrán, cuyo nombre llevarían los jardines. Asistió el presidente en persona y habló del amor, de las líneas bellas de Gibrán que eran tan, tan ajenas a él.
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Publicado en Opinión (Cochabamba), 08/12/1991
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