ELENA
FERRUFINO COQUEUGNIOT
Claudio Ferrufino irrumpe, desde temprana edad, en el ámbito de la poesía
y las letras bolivianas, con una expresión nueva y de “nervios exquisitos”,
como señala Juan Quirós, “transporta la realidad a su imaginación y, allí, la
macera y convierte en arcilla del alma”. Su obra es un grito que se debate
entre la angustia y la esperanza. Con un estilo depurado, nos transporta a un
mundo donde las pasiones profundas pujan por liberarse y donde las obsesiones
delimitan un camino de dolor y de muerte. Claudio Ferrufino-Coqueugniot marca,
indudablemente, una revolución poética en nuestro medio. Se trata, como lo
afirma él mismo, de un “artesano de la imagen”, un poeta en busca de un
lenguaje nuevo, de un acento propio que, sin llegar a ser una innovación total
como la de Vallejo, va más allá de nuestras experiencias conocidas. Se trata de
un lenguaje abrupto, preciso, devastador. La expresión de Ferrufino tiene la
fuerza de un quejido, un grito unas veces sensual, al estilo baudeleriano, y
otras profundamente amargo como el de Villon.
Apuntes para dos soledades es un diario en el que el poeta, más que
describir lugares o situaciones, da rienda suelta a sus obsesiones: la mujer,
la agonía entre el tiempo, la ausencia y la muerte, la orfandad y el desamparo
del hombre, el hogar lejano, la madre.
El texto nos sitúa, desde el primer momento, en el marco ambivalente del
recuerdo y la realidad, del pasado y el presente, de la compañía y del
desamparo. “De pronto recordé algo tuyo: un abrazo”. La mujer se transforma en
el hilo conductor de una existencia que, por ella, lo subyuga en el recuerdo de
un pasado feliz, caluroso, y lo abruma con la realidad de un presente oscuro,
solo. El ser femenino adquiere proporciones divinas, barajando a su antojo el
destino del hombre, del Poeta: “Amor, ten las yemas de mis dedos un momento.
Sóplales tu aliento”. Ferrufino-Coqueugniot está encerrado en el recuerdo y
revive el pasado, el hogar feliz y unitario, y todo el pasado viene a abismarse
en el presente como un hueco que eternamente se llena de ausencia asediante de
todo lo muerto y lo no nato: “Faltas. Mis manos se cuecen de silencio”.
Esta angustia se refleja en un estilo exquisito, directo, punzante.
Frases breves, sustantivos mordaces, imágenes que se convierten en símbolos de la
obsesión del vacío y de la muerte: “La bruma se va apoderando del espacio.
Pronto el planeta que me rodea será un lienzo blanco ¿Dónde estará el pintor
que ponga la vida otra vez y dónde el carpintero que enmarque el sueño con los
dones de la cordura?”
Apuntes para dos soledades es la angustia ante el universo y, más aún,
la angustia del tiempo. El tiempo en su girar nos trae siempre al mismo momento
del presente, el mismo peso del pasado que nos agobiará, siempre el mismo, en
el futuro: “El tiempo en su largo viaje nómada, dejó acá su ropaje otoñal,
tanto que no ha vuelto a buscarlo”. Porvenir y pretérito se fundan en la
indiferenciación, pues lo único que hay es el vasto y desierto presente que se
repite, que está ahí: “Nada es visible. El portero de la mañana se olvidó de
descorrer el velo del sol. Yacemos como fusilados que esperan el tiro de
gracia… sin alrededor. Con luces artificiales tratamos de aprehender los
secretos de la niebla”. El espacio se resume en los laberintos de su espíritu,
que lo hacen un ser extraordinario, diferente del resto, otro voyant,
como Rimbaud: “No hay bahía ni vecinos. Las escaleras del segundo piso,
solitarias, son una invitación a la locura. Elevarse, sin temor y lindar con
las estrellas”. El Poeta es el único ser que tiene acceso a la locura, estado
privilegiado que lo coloca por encima de los demás hombres y lo acerca a la
divinidad.
En el mismo instante, y como en contraposición a ese estatismo, el texto
nos presenta otra visión del tiempo; la simbología de aviones, trenes y barcos,
es la del viaje eterno, del continuo adiós, del vagar sin fin; marcando,
asimismo, la sensación de desamparo, de alejamiento de la tierra y del hogar:
“El viento se distrae con las nubes. Su movimiento hipnotiza a las gaviotas.
Los nimbos se enroscan cual pesadillas. Y sobre el trozo de cielo gris se
recorta la figura de un barco fantasma: el Holandés errante continúa
su viaje sin fin”. El mundo fantasmagórico del más allá inunda todo el ámbito
del recuerdo: “Bosques, bosques de Alemania, donde besé el fantasma de mis
ilusiones ¡Oh, miseria!” Se agiganta el abismo entre un espacio ideal y la
realidad imperfecta y limitada, y la angustia y el sentimiento del absurdo se
hacen más y más punzantes: “Es raro que lo antiguo hermoso pueda ser triste un
día. Entonces nos preguntamos si no somos parte de un absurdo, meras notas de
una armónica desafinada”.
Pero el tiempo, que es la trama misma de la vida, mata, y la muerte que
en un momento dado nos arroja de él y nos quita la vida, está, sin embargo, en
ella, la nutre y se nutre a sí misma de sustancia humana. La muerte es
presencia en cada página del texto y se plasma en él como una obsesión
progresiva que va desde el anhelo del suicidio, hasta la propia visión del fin
del poeta. El papel de la mujer es preponderante, pues ella es la que determina
este sendero abrupto, que no admite otro destino: “Amiga mía, de diez escalones
que llevaban a ti, nueve se han roto; el otro es una invitación a la cuerda,
utensilio propicio para la muerte…”. Mas este “lacónico suceso”, como diría
Vallejo, está rodeado de un aliento dulce y de una sensación de paz infinita:
“Amar a Conrad es amar la dulzura de lo efímero, el minuto en que la soga
estrecha el cuello y te ahorca, hermanándote con el olvido”. El Poeta, sumido
en la angustia de las horas y de la ausencia se hermana con otros tantos
-Nerval, Pascin, Morrison…- que como él prefirieron el “encanto” del más allá a
la sórdida realidad; relatando la manera en que los turistas que visitaban el
cementerio Père Lachaise, “gozaban desgajando con flashes las tumbas de los
grandes. Atropellados, restaron a la muerte su encanto…”.
Pasado este primer momento de alucinaciones suicidas,
Ferrufino-Coqueugniot añora el fin, pero esta vez, acompañado. La muerte es
vista como la posibilidad de unión amorosa universal: “Te hubiese llevado de la
mano, amor, entre las almas y los muros grises…”. Buena parte del texto está
dedicada al recuerdo de la visita al cementerio parisién, subrayando así el
carácter obsesivo y necromaniaco del poeta, que se transforma, a su vez, en un
recinto mortuorio: “Hoy mi espíritu es polígamo y amo sin excepción todos los
nichos de mi mausoleo”. Esta transformación, sin embargo, no se detiene ahí, el
autor-mausoleo pasa a ser el cadáver devorado por las “larvas de tristeza que
(lo) perforan”.
Este sino trágico que marca su existencia está también presente en la
sensación de destierro: “He de salir de mi encierro. Tengo ánimos de ver las
hojas multicolores luego de la lluvia. Es algo que allá, en Bolivia, practicaba
con asiduidad. Claro que aquella era mi tierra y ésta aún no se me ha
ofrendado”. Claudio Ferrufino-Coqueugniot está huérfano, lejos de su patria,
del hogar, de la madre: “… mi madre se hizo ausente hasta la desesperación”. El
Poeta se identifica, así, con la voz del niño que fue, habla desde aquel niño,
aboliendo la distancia entre el entonces y el ahora, cancelando el paso del
reloj: “…aquí retomé el hogar, el olor a comida casera…”. La mujer cede paso a
la madre, único asidero indeleble del poeta: “Ha llegado una carta de mi madre.
Abriré su voz a mis oídos. Por ahora renuncio a continuar. Amor, es un poco
renunciar a ti a la vez…”.
Como ayer en el hogar, con la madre y los hermanos. Como mañana, después
de la revolución o del apocalipsis, en el nuevo hogar protegido por la nueva madre.
Entre ayer y ese mañana son los tiempos de penuria: el tiempo…
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Revista Nispa Ninku, Universidad Mayor de San Simón,
01/05/1988
Imagen: Masahisa Fukase/La soledad de los cuervos, 1977
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