Claudio Ferrufino-Coqueugniot
Subí el entarimado de troncos. Llegando, un par de calaveras pintadas, aztecas o totonacas, supuse, descansaban sobre un verde huipil. Luego se desmoronó. Caí, rebotando, hasta enterrarme de cabeza en el lodo. Podía mirar mis brazos también metidos en tierra, como puntales de alguna iglesia gótica en la memoria.
Después estaba de pie en una ciudad sin luces, de luces apagadas porque había faroles y edificios de ventanales. Esa oscuridad que te permite ver todo y que sin embargo es superior a la penumbra y menor que la noche. Giré el cuello adolorido hacia la izquierda. Por una avenida que llegaba hasta mí avanzaba un gran bus negro, negro o de reflectores muertos. El piso brillaba como Buenos Aires llovido, como París llovido y el desasosiego era íntimo, perteneciente a nada externo.
Desperté y Ligia preguntó qué sería aquello, lo del bus moviéndose con lentitud pero con obviedad de recogerme. Era la muerte, dije, que me llevaba sin pasaje ni reserva. Pero desperté y la noche de Aurora no tenía ruido, ni brisa, ni ladrones.
2015
Monday, February 9, 2015
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