Villa México es
una inmensa barriada al sur de Cochabamba. Solo viento y polvo que inunda los
sentidos. Polvo que amenaza, hiende y conquista las chicherías amargas, por el
nombre amargo que les ponen: Rincón desesperado, Nada soy sin ti… Polvo
amarillo y marrón, de arena o de excremento, en medio de acequias donde niños
dejan correr ramitas de molle como si fuesen barcos, flotando sus sueños. En
general, la pobreza se ha enseñoreado de las casas, así alguna sobresalga con
estructura de hormigón y ladrillo, elevándose sobre el resto igual a hongo de
glande abierto.
Tierra esta de
blancos pendones, aqhallantus de burda tela mal cortada, posadas en las cuales,
tras las vides grisáceas, se esconden los demonios. La chicha habita los
rincones como orín del infierno. Su don apacible es un beso de cuchillos. Los
pendones eran por lo común blancos, rojos a veces. Cuando la muerte visitaba la
familia de la chichera colgaban un rombo negro en señal de pesar.
Renán trabajaba
mientras el resto de nosotros contemplaba veredas. Un día apareció con
sugerente invitación: una misa de difuntos en Villa México. Prometió bebida,
mucha; quizá, con suerte, algún culo de entre las dolientes. Cuando la tragedia
ronda, es cuando más cerca se está de culminar un coito, decía. Además una misa
de difuntos, misa de año, es para sacarse de encima el dolor. Todo vale
entonces porque las reglas se han roto, incluso las divinas para las cuales se
ha cumplido un período de doce meses de abstinencia y lamentación.
La cita quedó
para un sábado, a las ocho de la mañana, en la iglesia. El viernes me secuestró
el alcohol, me tuvo incomunicado, maniatado y amanecí a mediodía, bien pasada
ya la ceremonia. Se habían marchado. El sol de arriba no dejaba rastros, menos
que en la tierra abajo, y cegato me bamboleaba entre el efecto del metanol y el
brillo.
Llamé a Chino,
que hoy forma parte de las huestes de los muertos, a quien se extraña y
envidia. Con su mutismo casi absoluto habrá en cielo o infierno seducido a las
once mil vírgenes que los musulmanes guardan mentirosamente para sí y que vagan
sin guardia por los bosques en los que se esconden las once mil vergas de
Apollinaire. Lugar de promisión, si se lo ve de esta manera, comparado con este
vendaval de inmisericorde polvo.
Arribamos en
micro a Villa México. Nos abandonó a la entrada de la en apariencia más notoria
chichería de la barriada, el Rincón de la amargura, preámbulo de la siguiente Rincón
desesperado y del tercer rincón ya en las estribaciones del cerro, con vista al
desértico río Tamborada y que apodaban el Rincón de la nada.
Anoté, en 1987:
“La Villa semejaba una inmensa y cansada madre por cuyas venas se agitaba el
polvo”. Luego de extrañas dificultades, sombríos personajes y falsas
direcciones, nos guiamos por la música de banda hasta el lugar donde se
festejaba la muerte. El lecho del Tamborada hacía de frontera hacia el lado
sur. En medio de basuras crecían matas verde pálido. Cuando aparecimos, los amigos
orinaban afuera con ojos llenos de vidrio. Nos abrazaron con pegajosas manos y
penetramos la región de los difuntos, donde en macabro coro, en sonsonete de
llantos y rezos, mujercitas de tez morena y mantas negras expresaban dolor,
cantando loas al muertito, marido de una de ellas, quien llevaba ya un año
apretujado en un nicho y tanto como su otrora esposa quería liberarse de su
condición oprimida y disolverse en el aire.
Los invitados se
levantaban al unísono, como en las famosas “olas” del fútbol y procedían a
orar. No quedaba otra, a persignarse, y a balbucear jaculatorias deshiladas e
incomprensibles. Mentir y mentirnos que estábamos allí para otra cosa y no para
relacionarnos de manera alguna con el muerto y sus virtudes, mirando de reojo a
donde refulgía el verde de las Taquiñas y se enfriaba la chicha en cántaros
rodeados de barras de hielo.
Murmullos en
quechua, algo que quizá no estaba al alcance de nuestra comprensión. Ligazones
con una memoria colectiva antigua y dolorosa, con dioses nuevos encaramados
sobre los otros y estos, a su vez, devorando los talones de santos, cristos y
vírgenes en palios florecidos de azahar. Lucha de principio, lucha interna.
Caín y Abel dentro de cada uno, celándose, odiando, queriendo matar el uno al
otro así ello significase el matarse a sí mismo. Llanto de los mestizos, que es
más funesto que el grito del urubú.
Chicha lechosa se
encaramaba hasta el cerebro. Las oraciones habían disminuido. A ratos alguien
se arrodillaba, persignaba mil veces y volvía a su asiento. La mente era un mar
de leche alcoholizada. Pedimos baile y lo prohibieron por el luto. No es hora
todavía. Quedaba sentarse y beber sistemáticamente en la penumbra de un piso de
tierra.
(Larga tarde que
tenías forma de vaso)
A medianoche,
como ante un irrenunciable llamado, los ebrios se levantaron. La viuda completa
de negro puso una sábana blanca sobre los hombros del compadre de su finado
esposo. Bajo las estrellas que no brillaban nada salimos en procesión rumbo al
río. Viuda y ensabanado iban tomados del brazo. El compadre, representando al
muerto, gemía. Su voz de tristeza aterradora. Creí que estábamos en los
linderos de otra vida; los bordes de la realidad se evaporaban. No caí aún en
cuenta que estábamos a punto de desterrar a un alma hacia lo desconocido, para
que dejara de joder a los vivos. Pragmatismo puro: o penas o continúas.
No quería perder
detalle. La borrachera se me hizo a un lado. No me abandones, le pedí; espera.
Ahora el muerto aullaba. En esta tierra no hay lobos ni coyotes; aullaba como
un perro famélico, poseído.
La viuda se
detuvo en un borde, un risco de dos metros junto al hilillo de agua tumefacta.
Inició una recogida de piedras que fue amontonando a sus pies. Pronto las
comenzó a arrojar al fantasma de la sábana, horadándole el cráneo y magullando
los músculos. Atacaba la imagen de su hombre, de su pasado. Gritaba que la
dejase en paz, que lo había llorado bastante. Entre sombras y perfiles de
arbustos el espectro blanco huía, tratando de evitar los piedrazos, hasta desaparecer,
cubierto de rocas su cuerpo. Luz blanca que se escurría lastimera por las
orillas del arroyo. No lo puedo olvidar.
Ya se había ido
el fantasma y la viuda reapareció un poco pasada la medianoche. Procedió a
quitarse los lutos mientras las comadres la vestían de colores alegres. Ayudé a
avivar el fuego donde pusieron las prendas quitadas y pensé que toda vida es
susceptible de perecer, incluido el recuerdo y el afecto. Como por magia
aparecieron guitarras y se agitaron pañuelos. La cueca comenzaba en Villa
México. Los hombres pudieron fornicar con libertad sobre las mesas y contemplar
los pechos de la ex viuda; mis amigos andaban de cuatro patas como canes
arrechos. Me fui durmiendo con la voz cantora de Renán que se posesionaba de lo
obscuro…
22/07/14
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Publicado en MADRID-COCHABAMBA (Cartografía del desastre), con Pablo Cerezal. 3600 Editores, La Paz, 2015; Lupercalia, Madrid, 2016
Imagen: Tejido de Paracas
Imagen: Tejido de Paracas
Bien escrito, descriptivo, ameno y cierto
ReplyDeleteEl texto original, mío, es de 1987. Lo retoqué un poco, pero es básicamente el mismo.Saludos, Fernando.
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