Tuesday, February 21, 2017

Hablar de la muerte en tiempos de Trump/MIRANDO DE ABAJO

Claudio Ferrufino-Coqueugniot

¿Puede uno, cuando lo arrebata el dolor, olvidarse del entorno? Cuando se conduce por los inmensos caminos de Colorado, por la llanura que comienza aquí y se extiende hacia Kansas, al imperio antiguo de los búfalos, todo tiende en su monotonía de color herrumbre hacia la placidez, incluso si esas distancias antes insalvables son el límite entre la vida y la muerte, si conducir por kilómetros tiene como fin un hospital gigantesco en medio de la hoy nada y mañana urbe.

No la muerte, no ahora, no esta vez, pero su gusto a cerveza amarga, a India Pale Ale y su textura casi de turbión señala que ella, porque dicen que morir es femenino, ronda por ahí, noche de ronda, qué triste pasa, qué triste cruza, por mi balcón.

Quien muere descansa y el vivo pena, no al revés, por eso me creo fácil candidato al egoísmo eterno, al asueto gentil del fin de las preocupaciones. Mientras conduzco el Accord 2002, verde desgastado y seis cilindros, escucho música variada, desde calypso hasta corridos perrones, alternando la eficacia de los coros de Purcell que martillean el alma. Recuerdo, cómo no, uno recuerda a sus muertos cuando a la lista quieren añadirse otros; listado perverso, inverosímil, casi creer que la noche se hace imposible ante la idea de una nueva ausencia. ¿Cuántas podemos soportar, una, dos, tres?

La rutina dolorosa a riesgo siempre de convertirse en trágica. Ajustar la cremallera, cerrar la chamarra, abrigarse, a no olvidar los guantes que es invierno, ni esas gorras que se doblan en los extremos y me dan, con barba, un aire bukowskiano en un aquelarre de Goya, un laberinto cilíndrico donde minotauro y yo somos uno y ambos intentamos matarnos. Sería el laberinto de Minos la mortificación del suicidio… Divago, ante la perspectiva de que el otro se va, nos deja, cómo puedes ser tan implacable, tan egoísta si sin ti no soy nada. Las palabras no pesan, plumaje de viento, algodones que vuelan desde grandes álamos de tronco blanco.

A ratos cambio el dial hasta la BBC. Aquí Londres, radio reloj, “el presidente Trump…”. En la esquina de Arapahoe y Easter han puesto bloques de concreto para desviar el tráfico. Hora de trabajar. Cruzando el puente y adentrándome en la pradera vería el caparazón del hospital donde duerme Ligia, bien recortado contra la luna que no tiene oposición en el llano. Unas ratas que parecen gerbos cruzan a ratos por la carretera, y esas matas secas que  ruedan desde los westerns de la infancia a la realidad migrante hoy. No sigo, desvío el camino hacia un caserío mal iluminado (Colorado es un estado donde no hay luces públicas en las calles) y arribo al trabajo, a sonreír porque un encargado no debe dejar de hacerlo. La pena se queda en el vestidor con el abrigo. La responsabilidad no acepta pretextos, por duros que fueren.

De Londres salto a la música klezmer; de Polonia hasta el Épiro y ya confundo músicas, lecturas, sangre, sondas, estómagos, esófagos, oxígenos, morfina, trajes azules, verdes, capuchas, máscaras, una luz que me cae en el rostro, casi como en prisión, y me impide dormir profundo. A ratos me entretengo con Por nuestra perestroika, novela de Alejandro Suárez, para invalidar el miedo.

A las dos de la mañana un tumulto sonriente pero serio afirma que hay que operar. A las cuatro vuelven a penetrar en el dormitorio arreglado y se me hielan los dedos creyendo en las palabras que nunca han de ser dichas.

Las horas pasan. Enfermeras de azul, el gremio de limpieza en marrón. De reojo miro el New York Times que no ha sido abierto y leo el nombre del demonio. Hemos entrado en época de averno. Podría decir que entonces los pájaros comenzaron a cantar y salió el sol. Este nunca se había entrado y los otros andarían lejos. Esa noche, sosegado, eludo las barreras y cruzo Arapahoe. Amarro los cordones de mis botas. Parecía tiempo de guerra, pero no gimen los heridos, ya no.

20/02/17

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Publicado en EL DÍA (Santa Cruz de la Sierra), 21/02/2017

Imagen: Instrumentos de disección sugeridos por Andrea Vesalius

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