Claudio
Ferrufino-Coqueugniot
Años,
muchos ha, el tío Carlos Coqueugniot, o el primo Ricky, nos llevaron a mamá y a
mí por el camino de Altagracia, Córdoba. Había una gigantesca torre, un obelisco
púrpura adonde entramos. Tumba de una actriz suiza, piloto de afición y muerta
en lo suyo en 1931. Esposa de Raúl Barón Biza, el controvertido autor, suicida,
y pornógrafo anotan por ahí. Había algo de espeluznante, un mensaje que Barón
Biza dejó para la posteridad, una amenaza para quien violara la paz del lugar.
El descanso en la cripta. Lo olvidé hasta ayer, en que leyendo un texto de
literatura argentina recordé, solo para saber horas después que la amada prima
Liliana, que tiene la misma voz de su madre, la tía Lita Campagnolo, estaba en
terapia intensiva con pronóstico reservado. Nos vamos, nos siega el tiempo, uno
por uno, enviándonos por los caminos rodeados de obeliscos, con un nombre
marcado. Desde el etíope Memnón, en Troya, hasta los últimos amigos más
modestos que murieron sin armadura ni gloria.
Dice Barón
Biza que su mujer quiso llegar allí donde están las águilas. Ícaro se
rejuvenece, recrea, quema y requema en la búsqueda de lo imposible. Tal vez así
vale la muerte, se le quita lo prosaico de exhalar y listo.
Nos
acabamos los Ferrufino; nos acabamos los Coqueugniot. Con nosotros se van
historias que ni sabemos, vida acumulada de generaciones. Paisajes y rostros.
Rastros perdidos y sin embargo presentes, sin saberlo, por momentos. Espectros
que aparecen en el instante preciso, cuando la debilidad llama para sí a la
fortaleza de un lancero de Ingavi, a la rudeza cruda de los francófonos
trepando los muros de Jerusalén. Hemos estado por todo lado y lo hemos
olvidado. En las naves y en la selva; en la montaña y el precipicio. Son
nuestras todas las lenguas, las sangres y las carnes. Perecimos con las galgas
ayopayeñas tanto como en el Marne. Que no me hablen de nacionalismos porque
banderas fueron mías todas. Y colores. Que ahora saboreo un choclo waltaco, de
grano grande y lo alterno con un queso azul de la Auvernia; así lo quiero, lo
siento y lo degusto. Diverso, y a prueba de fuego.
Con el tío
Carlos vi el Paraná. He visto el Dnieper pero me arrastra en avenida el Paraná.
Con Ricky Coqueugniot,
hijo de Francisco y Lita, conocí el frío del aluminio, el hollín del acero. Con
Julio Dueri de metalúrgicos improvisados, arrastrando los pies a la pensión
mientras los obreros argentinos reían: sos loco, cómo vas a andar así mugroso,
che. Ellos se empilchaban, perfumaban, piropeaban con cierto soez a las
muchachas preguntándoles por la frutilla. Nosotros, tristes y negros, agotados,
con el sexo en el fondo del pensamiento, hundido entre rezos y olvidos.
Altagracia,
la sierra. 1975, creo, por los muertos, por el hospital bonaerense donde me
trataron por mononucleosis médicos del ERP, ya idos.
Cortamos
metal, disparamos clavos con pistola, nos destrozamos los dedos. Empresarios de
nombres italianos mostraban maquinaria agrícola construida en Argentina.
Impresionaba. Veníamos del bazar quechua-aymara, del locoto y del tomate. No
olíamos a industria sino a quilquiña. Ricardo llegaba a fin de mes con un
billete de cien dólares para cada uno, o su equivalente en moneda local. A las
cinco de la mañana tomábamos café con leche y facturas, casi al frente de la
hermosa terminal de buses. Avenida Madero, tal vez. El cuarto compartido del
hotel tenía tres camas: en una Julio, en otra yo, y en otra un individuo que
hablaba poco y se engominaba para salir. Podía ser una novela de Roberto Arlt.
Pasaban por el billar pelirrojas putas rumanas mientras tomábamos cerveza Salta
de litro.
Ahora,
antes de dormir, tomo un mate de manzanilla y otro de raíz retostada de diente
de león. Nadie me los recetó, solo que mi madre en mis tiempos de lujuria,
locura quise decir, me preparaba una manzanilla para calmar los ánimos ebrios y
llorosos. Ya solo me conversa en las noches de lluvia, como hoy.
Entonces me
asustó el obelisco de Barón Biza para su hermosa, Muchas veces he pensado en
él. De pronto ha regresado, con malas noticias. El tiempo es un martillo
incansable. El herrero, Vulcano, que prepara cascos y lanzas, alienta la
fragua. Se lo puede ver, color naranja, en el horizonte del mundo.
Que en un
par de días llega la tristeza, seguro. Ella no falla… su amor eterno. Mientras
tanto escribo, porque más olvido cada día que lo que aprendo.
31/07/19
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