Claudio Ferrufino-Coqueugniot
Reímos con
Pablo Cerezal en Messenger, hablando mal de la gente. Chismosas viejas, en eso
nos convertimos, pero divierte. Comentario machista, el mío, porque podría decir
viejos. Miento, Pablo es un Hell Angel y no cuchichearía nada indispuesto.
Nostalgia a
raíz de unas fotos que provee el IPhone porque es más inteligente que nosotros,
incluso prepara un video con las diapositivas de un octubre 19 del año de 2018,
cuando todavía la peste dormía entre chinos, canibalescos instintos y malaria.
Fever, la fiebre, fièvre. ¿Quién creería entonces, mientras comenzábamos con
Miguel y vermouths en Lhardy? Con tentempiés de anchoas y atún. La bonhomía del
gran Sánchez-Ostiz, de quien decía Ramón Rocha Monroy que debía tratarlo de “usted”,
su risa inolvidable y la palabra siempre precisa y dañina de ser necesario,
transformadora de la realidad como espejos del Callejón del Gato.
Escucho Hervé Vilard, Capri c'est fini. “Nous n'irons plus jamais”. No iremos nunca más a tantos lados, no solo
por los caminos del amor sino por variadas sendas de olvido y floripondio, de
olores de romero e hinojo creciendo al lado de la pila del patio de una casa
cochabambina. Al tiempo cuando las vinchucas paseaban en formación militar y
los compadres traían arrope dulce para beber. En la nostalgia a veces se
desvanecen distancias entre el bien y el mal, entre el desfallecimiento debido
a la picadura de insectos mortales o el brillante amarillo de retamas creciendo
por sobre cascajo de ríos muertos. No, nous n'irons plus jamais, y ya no te
recitaré Apollinaire en francés, así te llames Madeleine, o Francine Gloria
Pilar Elisabeth Daniela. No saltaré a tu cuello con ánimo de estrangularte a
puertas del Wunder Bar, ni lloraré
arrepentido de tocar tu blanca garganta que semeja un cáliz. La banda ataca un
bolero de caballería; por las calles de Punata, relataba el subprefecto,
trashuma la banda ebria rumbo al cementerio. Los brigadistas internacionales
bajan de la sierra Pandols, cantando, rumbo a la muerte… Misterio, estamos ante
el misterio, dentro de él.
Todos los peruanos de Madrid son unos hijos de puta, dice Miguel. En el
Café Gijón lo muestran. Me desairan como boliviano. Los indios dirán que no le
sirvas al indio de mierda. Lo he visto tanto, en todo lado. El primer día de la
emigración me aconsejaron: no trabajes para griegos, ni coreanos y menos
trabajes para los tuyos. Llovía en Virginia porque había derrumbádose el frío
en los tejados. Sorbía una cerveza helada en la barra mientras sonaba en el
disco Pretty Woman.
Octubre, Madrid. Antes de ir a Roma fuimos al Reina Sofía, a una
exhibición del avant garde ruso. Mis amigos Osip Brik y Mayakovski. El
Lissitzky. La cámara de Rodchenko. Dominique y Miguel, en cuya casa he estado
mis días madrileños, rodeado del calor humano de esta gente preciosa, y de monstruosas
figuras del fondo del África negra, que de palomas de Picasso no está hecho el
mundo sino del drama de las máscaras, de vida escondida detrás de fachadas de
madera, pintadas con rojo de sangre. Bebemos un Herederos del Marqués de
Riscal, del mejor Rioja. A Francisco Canaro le gustaba el original Marqués de
Riscal. Lo inspiraría para los gloriosos, y llorosos, tangos de antes del año
34, para los ojos de Ada Falcón, no sé qué me han hecho tus ojos, qué me
hicieron los tuyos Francine, si eran todo cielo y no existía mácula que
presagiara desastre. Bebemos Old Parr. Miguel duerme y lo cubrimos, Pablo y yo,
con una frazada. Dominique, sentada con su vaso de scotch, observa.
Conversamos, de qué ya ni me acuerdo. Traíamos humos de muchas horas y litros
de intoxicados brebajes. Un día preparé un fricasé; mentí que era paceño porque
venía del valle, pero tenía el aceitoso púrpura del ají que lo hace bueno, y papa
blanca como icebergs en el averno.
19 de octubre. Tres años han pasado, tres inviernos, una pierna rota, una
hermana muerta, amigos fallecidos, poco nacido, miedo. “Mi vida, lucerito sin
vela, mi sangre de la herida, no me hagas sufrir más. Mi vida, bala perdida…”,
canta Manu Chao. Nadie quiere que te vayas, tantas eres idas que no puedo
discernir cuál era cuál. Las manzanas del Edén todas masticadas por mí. Merezco
castigo eterno; quise beber de las fuentes, quiero todavía. Me arrodillo, no
buscando un arroyo helado de montaña sino tu cálido veneno color azafrán.
Pues, Pablo Cerezal, Miguel Sánchez-Ostiz, Dominique, Sabah, aquellos días
resuenan como platillos de diablada en mis oídos. Agradecerles, claro, pero más
pensarlos. La vida no escapa, y no iremos nunca más por donde fuimos, nous
n'irons plus jamais, por supuesto que no. Lo que trillamos trillado está y hay
nuevo trigo por segar. Total, el desorejado holandés lo estará siempre
pintando, por la eternidad.
19/10/2021
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Imagen: En algún lugar de aquel Madrid
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