Claudio Ferrufino-Coqueugniot
Han sido
horas extrañas. En el cumpleaños de mis padres. Ante el anuncio de nieve salí
temprano a trabajar, a las diez de la noche. El warehouse estaba vacío, como
abandonado. Susurran que la manager está muriendo de la peste. La vi mal el
otro día, enjuta, de metro y medio, o menos, estoica todavía a sus ochenta y
dos años. Ha narrado su vida, me ha contado que comían en el Colorado rural lo
que viniera a la mesa: ardillas, mapaches, patos cabeza verde. Todas carnes que
imagino tienen textura de cuero. La familia salía en las mañanas a recoger
despojos de animales muertos en la carretera, aniquilados por la ceguera de los
choferes de tráiler que solo ansían llegar al próximo motel para llenarse de
bourbon. Desde grandes venados cornudos hasta cascabeles de una vara y gorda
circunferencia. Así crecieron, igual a los tramperos del cine cubiertos de
pieles y haciendo fuego para dorar los trozos. Los bosques de Colorado son
interminables, crecen como paridos por la llanura y se elevan entre roca y
hielo. Quien sobrevive allí, no muere ya. Y Gwen, mi jefa, que con ocho décadas
ordena como un diminuto führer, lo
hizo; hoy parece que encontró un rival al que no le importa el antecedente.
Ojalá que no.
En la noche los vagabundos no duermen. Atraviesan calles y condados en
marcha sin pausa. A pie, en bicicleta, con carros de supermercado cargando lo
que creen ha de servir de entre desechos ajenos. En la mañana se ubican en
algún banco y cierran los ojos. No es que de día la policía no los echa, pero
menos que en la noche. Se refugian en las paredes de las bibliotecas públicas
hasta que son descubiertos. Es un perfecto lugar porque hay conexiones externas
para cargar los teléfonos, aparato imprescindible, vital como el pan, para los
míseros. Ahora que ha llegado el frío da pena verlos. Uno, grandulón que tendrá
cuarenta, se echa con bolsa de dormir en la calle Girard y deja su pequeña
radio encendida al lado de la oreja para escuchar los violines del country.
Paso por allí, nos miramos. La oscuridad cobija tanta vida como la luz; los
tintes son más oscuros.
En este cielo del norte he visto eclipses, cometas como raya marcada en
amaneceres de Aurora. Pero nada como la Cruz del Sur. Estaba disponible en el
patio de casa, al borde de la torrentera Cantarrana, bajando la mazamorra de
marrón casi ébano, triturando eucaliptos. La he visto en el tren de Uyuni, en
La Quiaca y Rosario de la Frontera. Hasta en la iluminada Córdoba o en
Constitución. No tengo idea cómo la llamarían los nativos que desconocían la
cruz. No faltará imbécil que cree algún neologismo con barniz de antiguo para
afirmar estupideces. Cruz del Sur que estás en Macha, en Pazña y Siete Suyos.
No te esconden ni Sajama ni Chorolque, magníficos que son pero breves ante ti. Vuelas
por sobre Sacaca y Caripuyo donde los pobladores orean tejidos innombrables por
hermosos al aire gélido. Verte desde la falda del Tata Sabaya, al borde del
menor mar de sal, supongo que equipara el paraíso; o el pecado, que es mejor.
¿Por qué este escrito? Estaba recostado, evitando el dos bajo cero
exterior, cuando caí en el sopor de la siesta. Olí molle, me vi subido en el
molle hembra del lado derecho de casa, trepando por los adobes deslavados, a
las cuatro de la mañana. Solo a esa hora, mirando al oeste, se podía observar
el cometa Kohoutek que apareció el 73 y no volverá hasta setenta y cinco mil
años después. No puedo esperarlo. Entonces pensé en la Cruz del Sur. A la que iba
hacia la familia argentina en infinidad de ocasiones, o de la que me alejaba en
retorno a Cochabamba luego de la faena contrabandista que me entretuvo un
tiempo en Villazón. A veces retornaba por Uyuni, otras por Tupiza, y otras por
Cotagaita hasta Cuchu Ingenio y luego la macabra Potosí. A veces estaba
enfrente; otras doraba mi espalda. Luego emigré.
Subí tan al norte en Europa como Amiens, en la Picardía francesa. Hablo
de mucho ayer. O hasta la Ville de La Baie en Québec, a orillas del profundo río
Ha! Ha! Cabezas de alce y madera. Islas que aparecen en la mañana y engulle la
marea horas después. Ya hablaré de eso. Peroré treinta años atrás. Pero hay que
reciclarse, ejercitar el músculo de la memoria, recordar el humo aromático del
mesquite o las benignas caderas de Milana Seménova en las aguas del Ilmen.
Todo. Y todo junto, aliñando una mochila que no permitirá el barquero cuando
tengamos que viajar desnudos, lívidos.
Me escribe otra vez Chellis Glendinning y hablamos de revolución y
confort; me escribe Anna Volskaya que espera ver a las tropas rusas muy pronto
en las calles de Sumy. Escucho gotear la pila del lavamanos que no solucionaron
los plomeros. Puse una taza debajo y de cuando en cuando me la bebo. Quise música,
algo de Schumann y oboe, y decidí que no. No abrí las cortinas, viernes de
penumbra. Me alimento con dos recipientes de yogurt y baste por hoy. Unas
nueces, más tarde, y al trabajo animal. Cuando no trabaje ya, cuando marzo
venga con sus idus, me habré ido o estaré en las maletas camino al sur. Sé de
la amenaza del cisticerco y la peor de los políticos de izquierda allí, pero he
navegado en lodo y nada que no arregle un golpe de remo con madera de chonta.
Exprimo limón para los humores.
El correo trae un disco compacto, música pues. Ancianas danzas de
Hungría. Recuerdo, entonces, para ti Daniela Billus, que en mi novela de la
viva ciudad muerta eres Eszter. Derivo como palito de árbol en acequia. Y
pienso en ti, en la Belgrado que no fue, con sexo de rojos pétalos.
De las estrellas a las mujeres, de Vila Vila a Budapest. Es literatura,
me digo, y todo vale. Vale tudo, canta Sandra Sá.
10/12/2021
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