Claudio Ferrufino-Coqueugniot
He
encontrado un disco rarísimo de Ray Charles, impreso en Alemania Occidental,
con canciones que desconocía y con una versión muy singular de Eleanor Rigby, de Lennon-McCartney. Lo acompaña
su coro de mujeres, The Raulettes. No hay fecha en el compacto. Encuentro que
la cantó por primera vez en el show de Ed Sullivan, en 1968. No diré que me
gusta, comparándola con la original, pero que tiene grandes momentos, seguro,
además del interés. En todo el disco de diez canciones hay solo una conocida: Hit The Road Jack, de Percy Mayfield,
pero en otra versión, no la que se popularizó y forma parte de todas las
colecciones esenciales del músico. Lo he tocado muchas veces ya, en el
abril/mayo de lluvia y fiebre, en el delirio de las noches a la intemperie
cuando el frío quema el calor.
Tiempo de
preparar un café. La tos hace que las pupilas tiemblen y deba releer un texto
sobre Osip Mandelstam. Quisiera recordar lo que Joseph Brodsky, hablando de
Ajmátova, dice de él pero no lo recuerdo. Ehrenburg lo menciona mucho. Mi amigo
Perets venía de Voronezh, donde vivió Mandelstam con su esposa. Decía que las
cúpulas de la catedral de la Anunciación parecen de chocolate. Pedro llegó a
Denver desde allí, pero había nacido en Penza. Era rubio, supongo que ya murió
luego de treinta años, en cierta manera tenía algo del malévolo Putin, con la
diferencia de ser judío, de los miles que llegaron, como rusos, desde todo el
imperio soviético. Quedan algunos de entonces, las mujeres con vestidos toscos,
muy mal vestidas, y los hombres con la dejadez comunista de la miseria, también
desarreglados. Pocos ya, muy pocos. Kolya, Nicolás, lo he visto luego de
décadas, pasa riendo encima de una vieja bicicleta. Rostro como de iluminado.
El vodka ha hecho lo suyo para la redención perdida.
Fuego sobre
Voronezh, sobre Kursk y Belgorod. No podré, como escribí un par de veces, mirar
otra vez el camino a Belgorod saliendo de Kharkiv. La belleza se ha decorado
con muerte. Soñaba entonces en hacer un semicírculo entre Kiev, Vitebsk,
Belgorod y volver a Ucrania por la ruta de Jarkov. Ya no tengo sueños. Hasta
alguna vez me dije que pasaría con gusto un par de semanas en Tiraspol, en la
Transnistria. La izquierda reaccionaria y sus aliados fascistas no ven lo que
se ha destruido. Solo piensan en el billete y el arribismo. El poder abre
braguetas y piernas; compañeros, compañeras y compañeres dispuestos a ofrecer
culo y letra a cambio de qué. Esta gente no ha leído poesía, a pesar de ser
duchos en citar a Miguel Hernández. Contaba Curzio Malaparte en cómo se sentían
en el cielo los bolcheviques acostumbrados al hambre y a la cárcel cuando les
tocó dormir en lecho de zares y princesas. Luego de eso no los cambió nadie.
Mencionaba a la esposa de Lunacharsky, comisario de Educación y hombre
brillante, si mal no recuerdo. Simon Sebag Montefiore escribió una joya acerca
de la corte del zar rojo. Quizá allí, o no sé dónde, ya asentados en el poder,
los otrora revolucionarios pasaron a ser casta. Hoy los que descienden de
Mikoyan, de cualquiera de esos, conforman la aristocracia rusa, bajo la égida,
claro, del zar pez-globo, el hinchado muñequito, espía de segunda y mafioso de
alto vuelo. Saben de quién hablo. Hacer saltar el mundo, épica de Mad Max, en
donde prime, a pesar de la violencia, una ética digamos “humana”.
Gigantescos
obuses, no tan grandes como el/la Gran Berta que disparaba sobre París, tienen
estructuras metálicas de gran belleza. Prodigios de ingeniería. Apollinaire
comparaba su amor con Madeleine con el disparo de obuses de 105 milímetros.
Tuvimos en casa, como florero, un casquillo inmenso de aquellos, que regaló el
tío Antonio Ferrufino, artillero del Chaco. Tengo una colección de tanques en
miniatura, al igual que de camiones. La magia de la precisión, el engrasado
brillante, hasta la elasticidad de sólidas piezas de acero o amalgama. Al
verlos no se piensa en la muerte, o si se piensa, se la trivializa. Alguna vez,
hace mucho en los años ochenta, conseguí una ametralladora de trípode punto 50.
La boca parecía una flor de cartucho. Tenía mi altura, me miraba al espejo con
ella al lado, mi pareja de baile. Pero eran tiempos de avidez de sexo, y el
sexo se rociaba con alcohol y picante. Para eso se necesitaba dinero. La vendí,
maldita cachondera juvenil, por una pila de billetes de a cien, rojos y con
Simón Bolívar, que llenaron una bolsa para carga de papas. Equivalía el bulto a
cincuenta dólares entonces. Con aquellos billetes subimos con Ella al Brasilia
azul de mis padres y nos fuimos a un descampado a copular, no sé si antes o
después de comer a la carta. Me dijeron que esa arma fue a parar a manos de los
maltrechos guerrilleros del Luribay. No quiero saberlo. Quien la compró es
amigo mío en Facebook; un día le preguntaré. Aquellas aguas viscosas que eran
el objeto de la vida se secaron. Sequía arreció por todo lado. Ella, la G,
envejeció. No la veo por las calles como a la rubia Mireya, y menos voy a
llorar. Mejor me quedaba con ametralladora, llena de tornillos pintados de verde
olivo, que de los maizales donde intercambiamos amor queda yermo y hasta he
olvidado cómo olía por más que estire la nariz y quiera captar efluvios de
ayer.
Muszikás,
no el grupo húngaro, sino la música con un dejo de misterio. La guerra no ha
llegado a los Cárpatos, o no aún. Suenan violines en la noche de los
contrabandistas. Las mujeres temen por sus maridos que cruzan entre Rumania,
Hungría y Ucrania. Preparan licor de ciruelas como se hacía antiguo. Yo salto
de Ray Charles a Sandro. Ese llorón, decía mi esposa; pero llorón de los
buenos, contestaba yo. “La noche se perdió en tu pelo, la luna se aferró a tu
piel. Y el mar se sintió celoso y quiso en tus ojos estar él también”. Penumbras. Tu boca. ¿Será tu voz la que
pienso? Caminas por Poltava, la Poltava de Gogol, y, por qué no, también, la de
Anatoly Lunacharsky a quien leía a mis dieciocho.
Espero dos
libros de María Iordanidou. Me estoy llenando de nostalgia. El Gran Berta era
cañón de 420 milímetros. Ahora, en sinfonía, cantan los M777 de 155 milímetros
con bocas de fuego como la entrepierna de Madeleine.
06/05/2022
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Imagen: La grosse Bertha, en Bruselas
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