Friday, May 6, 2022

Muszikás


Claudio Ferrufino-Coqueugniot
 

 

He encontrado un disco rarísimo de Ray Charles, impreso en Alemania Occidental, con canciones que desconocía y con una versión muy singular de Eleanor Rigby, de Lennon-McCartney. Lo acompaña su coro de mujeres, The Raulettes. No hay fecha en el compacto. Encuentro que la cantó por primera vez en el show de Ed Sullivan, en 1968. No diré que me gusta, comparándola con la original, pero que tiene grandes momentos, seguro, además del interés. En todo el disco de diez canciones hay solo una conocida: Hit The Road Jack, de Percy Mayfield, pero en otra versión, no la que se popularizó y forma parte de todas las colecciones esenciales del músico. Lo he tocado muchas veces ya, en el abril/mayo de lluvia y fiebre, en el delirio de las noches a la intemperie cuando el frío quema el calor.

 

Tiempo de preparar un café. La tos hace que las pupilas tiemblen y deba releer un texto sobre Osip Mandelstam. Quisiera recordar lo que Joseph Brodsky, hablando de Ajmátova, dice de él pero no lo recuerdo. Ehrenburg lo menciona mucho. Mi amigo Perets venía de Voronezh, donde vivió Mandelstam con su esposa. Decía que las cúpulas de la catedral de la Anunciación parecen de chocolate. Pedro llegó a Denver desde allí, pero había nacido en Penza. Era rubio, supongo que ya murió luego de treinta años, en cierta manera tenía algo del malévolo Putin, con la diferencia de ser judío, de los miles que llegaron, como rusos, desde todo el imperio soviético. Quedan algunos de entonces, las mujeres con vestidos toscos, muy mal vestidas, y los hombres con la dejadez comunista de la miseria, también desarreglados. Pocos ya, muy pocos. Kolya, Nicolás, lo he visto luego de décadas, pasa riendo encima de una vieja bicicleta. Rostro como de iluminado. El vodka ha hecho lo suyo para la redención perdida.

 

Fuego sobre Voronezh, sobre Kursk y Belgorod. No podré, como escribí un par de veces, mirar otra vez el camino a Belgorod saliendo de Kharkiv. La belleza se ha decorado con muerte. Soñaba entonces en hacer un semicírculo entre Kiev, Vitebsk, Belgorod y volver a Ucrania por la ruta de Jarkov. Ya no tengo sueños. Hasta alguna vez me dije que pasaría con gusto un par de semanas en Tiraspol, en la Transnistria. La izquierda reaccionaria y sus aliados fascistas no ven lo que se ha destruido. Solo piensan en el billete y el arribismo. El poder abre braguetas y piernas; compañeros, compañeras y compañeres dispuestos a ofrecer culo y letra a cambio de qué. Esta gente no ha leído poesía, a pesar de ser duchos en citar a Miguel Hernández. Contaba Curzio Malaparte en cómo se sentían en el cielo los bolcheviques acostumbrados al hambre y a la cárcel cuando les tocó dormir en lecho de zares y princesas. Luego de eso no los cambió nadie. Mencionaba a la esposa de Lunacharsky, comisario de Educación y hombre brillante, si mal no recuerdo. Simon Sebag Montefiore escribió una joya acerca de la corte del zar rojo. Quizá allí, o no sé dónde, ya asentados en el poder, los otrora revolucionarios pasaron a ser casta. Hoy los que descienden de Mikoyan, de cualquiera de esos, conforman la aristocracia rusa, bajo la égida, claro, del zar pez-globo, el hinchado muñequito, espía de segunda y mafioso de alto vuelo. Saben de quién hablo. Hacer saltar el mundo, épica de Mad Max, en donde prime, a pesar de la violencia, una ética digamos “humana”.

 

Gigantescos obuses, no tan grandes como el/la Gran Berta que disparaba sobre París, tienen estructuras metálicas de gran belleza. Prodigios de ingeniería. Apollinaire comparaba su amor con Madeleine con el disparo de obuses de 105 milímetros. Tuvimos en casa, como florero, un casquillo inmenso de aquellos, que regaló el tío Antonio Ferrufino, artillero del Chaco. Tengo una colección de tanques en miniatura, al igual que de camiones. La magia de la precisión, el engrasado brillante, hasta la elasticidad de sólidas piezas de acero o amalgama. Al verlos no se piensa en la muerte, o si se piensa, se la trivializa. Alguna vez, hace mucho en los años ochenta, conseguí una ametralladora de trípode punto 50. La boca parecía una flor de cartucho. Tenía mi altura, me miraba al espejo con ella al lado, mi pareja de baile. Pero eran tiempos de avidez de sexo, y el sexo se rociaba con alcohol y picante. Para eso se necesitaba dinero. La vendí, maldita cachondera juvenil, por una pila de billetes de a cien, rojos y con Simón Bolívar, que llenaron una bolsa para carga de papas. Equivalía el bulto a cincuenta dólares entonces. Con aquellos billetes subimos con Ella al Brasilia azul de mis padres y nos fuimos a un descampado a copular, no sé si antes o después de comer a la carta. Me dijeron que esa arma fue a parar a manos de los maltrechos guerrilleros del Luribay. No quiero saberlo. Quien la compró es amigo mío en Facebook; un día le preguntaré. Aquellas aguas viscosas que eran el objeto de la vida se secaron. Sequía arreció por todo lado. Ella, la G, envejeció. No la veo por las calles como a la rubia Mireya, y menos voy a llorar. Mejor me quedaba con ametralladora, llena de tornillos pintados de verde olivo, que de los maizales donde intercambiamos amor queda yermo y hasta he olvidado cómo olía por más que estire la nariz y quiera captar efluvios de ayer.

 

Muszikás, no el grupo húngaro, sino la música con un dejo de misterio. La guerra no ha llegado a los Cárpatos, o no aún. Suenan violines en la noche de los contrabandistas. Las mujeres temen por sus maridos que cruzan entre Rumania, Hungría y Ucrania. Preparan licor de ciruelas como se hacía antiguo. Yo salto de Ray Charles a Sandro. Ese llorón, decía mi esposa; pero llorón de los buenos, contestaba yo. “La noche se perdió en tu pelo, la luna se aferró a tu piel. Y el mar se sintió celoso y quiso en tus ojos estar él también”. Penumbras. Tu boca. ¿Será tu voz la que pienso? Caminas por Poltava, la Poltava de Gogol, y, por qué no, también, la de Anatoly Lunacharsky a quien leía a mis dieciocho.

 

Espero dos libros de María Iordanidou. Me estoy llenando de nostalgia. El Gran Berta era cañón de 420 milímetros. Ahora, en sinfonía, cantan los M777 de 155 milímetros con bocas de fuego como la entrepierna de Madeleine.

06/05/2022

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Imagen: La grosse Bertha, en Bruselas 

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