Claudio Ferrufino-Coqueugniot
En la pesca
del calamar, cerca de las islas Falkland o Malvinas, se utilizan inmensos
reflectores que apuntan a las aguas. Los moluscos cefalópodos son literalmente
encandilados, por luz y embeleso, y suben hacia la superficie donde son
atrapados. Terminarán en mercados de Taiwán y Corea, no dudo que seguidos de
fantasías que prometen elixires sexuales.
¿Hace
cuánto que leí a Melville? He perdido los detalles del Moby Dick siendo yo tan joven. Tal vez los años me concedan un
retorno enamorado a sus páginas; más seguro que no. El tiempo avanza montado en
tanques de Guderian, en la ofensiva ucrania de Kharkiv. Guerra rauda, Aquiles
de los pies ligeros que no perdona a sus adversarios y los alcanza con
prontitud para clavarles la lanza entre los omóplatos. Se le nubló la vista al
guerrero y la vida lo abandonó. Lloran las troyanas su destino. Hécuba, la
perra, ladra por la eternidad entre rocas del Ponto Euxino. Vio la garganta de
su amado rey de Ilión abierta como granada.
El llamado
Mar Argentino no es profundo. En él no habitan los monstruosos kraken del
Pacífico, ni los pulpos gigantes de las islas británicas del Canal de la
Mancha, según relatara Víctor Hugo. Los animales devoran kelp, alga del fondo.
Cochayuyo, le dicen en Chile donde la comí primero en el mercado del puerto de
Arica, junto a una humeante sopa marinera con bichos de rojo saltón y fuerte
sabor: erizos. Y otras cosas que en realidad no quisiera ver en fotografía porque
se me cortaría el hambre, seres de pesadilla.
No soy
hombre de mar, ni siquiera de río tropical. Mis ríos son de provincia, pequeños
riachos turbios de una idílica infancia. Nada que ver con las tenebrosas aguas
negras del Chimoré en avenida, o las engañosas del Espíritu Santo que te
arrastran para ahogarte entre piedras y desaparezca tu memoria hecha
alucinación al no haber cuerpo presente. Misa de cuerpo ausente, festín de
pirañas.
Ríos de
niño. Suticollo y Payacollo. El Putina cerca de Sipe Sipe, que no es el de la
famosa canción popular (hasta Gieco la cantó).
Río de
tierra roja de Viloma, de montaña, en las faldas del cerro. Alborotada espuma.
Agua de historia y desdén. Hamiraya. ¿Fue allí donde la virgen patriota, la del
Carmen, perdió dedos a causa de balas? No quiero revisar si estoy en lo cierto
o no, no hay que desvelar los misterios del recuerdo. La magia, magia es. Suda
el cráneo de Melgarejo en un nicho enrejado de alguna iglesia, brilla, parece
muñeco de Halloween. "Sopa de Vinto” era una invocación para nosotros durante
los años felices. Apenas pasado el puente, en una modesta tienda con un par de
toscas mesas sillas. ¿Qué de especial tendría? Me acuerdo del perejil picado sobre
el líquido, el olor del perejil recién cortado y recolectado en el patio. Sopa
extinta, nadie llora por ella aunque llore yo. Puedo imitar el aroma de la
hierba, cortarla con un fino cuchillo de cerámica, crear esas manchas entre
incoloras y amarillentas del aceite flotando, los puntos de la pimienta negra,
el arroz y el trozo de carne con hueso acompañados de un verde locoto
retostado, despellejándose. En teoría no sería difícil revivir aquel mítico
caldo, reproducirlo, pero imposible de traer a los padres jóvenes de nuevo, a
mamá con su enteriza malla negra o a papá con amplio pecho de caja resonante
construida para bajo profundo.
Parotani.
Chocaya y
Bellavista.
El río
Rocha, si era él, hacia los cerros, arriba de Huayllani. O cerca de Tupuraya
cuando el tiempo era todavía limpio y los eucaliptos azules.
En las
heladas aguas del sur los marinos atrapan calamares carmesíes. Como si a Yemanyá
congelada le hubiesen echado flores. Frank trae calamares cortados, salados y
secos. Los apuramos en el vino. Ponemos viejas tonadas del valle de San Luis, Colorado,
donde los mexicanos se reconocen españoles y vivan al rey. Por acá no pasó
revolución, apenas algunos mencionan a Santa Anna, o a Iturbide emperador. En
estas montañas, Rocosas les dicen, los ríos se asemejan a los de la memoria
grande del tiempo pequeño. El ruido el mismo, rugiente, rememora las noches de
Pocona, remojados pies en la corriente debajo del puente de Lope Mendoza, conquistador
derrotado por el demonio Francisco de Carbajal, el Carahuajal.
Una vez
pensé, en horas de modestia económica, irme a pescar cangrejos en los mares de
Alaska. Pagaban bien. Era joven y tal vez lo hubiera hecho, pero estaba mi
mujer recostada y el placer siempre vence al sacrificio. Son sendas más dulces
que los asesinos brazos del cangrejo rey. Los hombres fuman por costumbre
después del amor. Nunca aprendí a fumar. Preferí la dulce melodía del Epitafio de Seikilos, una de las más
antiguas composiciones musicales, tallada en una columna de mármol de la tumba
que para Euterpe hizo construir su esposo Sícilo en el Asia Menor. Dejé dormir
a los animales marinos en sus refugios de las Diómedes y me sumí por veinte
años entre los negros cabellos del lecho.
Quizá por
eso amo la literatura de Iván Turgueniev en su inolvidable Aguas primaverales. Hasta en la muerte fue bucólico, que yo
recuerde con el derecho que me toca de equivocarme cuanto quiera.
El Viloma
bajaba presuntuoso. De rocas hacíamos diques y pozas para bañarnos. Leche
condensada en latas diminutas, atunes y sardinas esparcidos sobre pan negro.
Limonada casera. Refresco de ciruelo, púrpura y espumante. Un awayo tejido por
la abuela en Sanipaya hacía de mantel en el cascajo y la arena. Cortábamos
aromáticas retamas con cuchillo porque es imposible hacerlo a mano.
Del río al
mar, un mar que en Rehoboth, Delaware, me engullía sutilmente. Grandes tiburones
blancos con panza llena caminaron alrededor. Conté las olas y nadé contra el
reflujo recordando las competencias estudiantiles de la piscina del estadio y
al profesor Marquina. Luego me dediqué a la cerveza y no entregué amor a una
desconocida que pensó que la carne venía porque sí. No imaginaba vulvas sino flores
de las vertientes montañosas del Pamir.
12/09/2022
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