Thursday, November 3, 2022

Noviembre en Kharkiv


Claudio Ferrufino-Coqueugniot 

 

Cuatro mil años atrás, Homero cuenta, que griegos y troyanos fabricaban sofisticados escudos para protegerse en la guerra. Hechos de varios niveles y materiales: piel cruda de buey, bronce, tejido, metal labrado, etc. Miro un video ayer que en Achacachi comunarios vestidos de rojo cortan turriles por la mitad, les pintan una cruz local y van a una inexistente guerra usándolos como escudos, guerra esa en la que el que chicotea domina y preserva centenas de años de sojuzgamiento y poder vertical, sin importar el color del patrón. Cuatro mil años y alcanzamos en un rincón de las tierras altas tal sofisticación que anula a los veloces mirmidones de ayer, a los teucros que defendían su tierra. Homero no podría soñarlo; menos escribirlo.

 

Noviembre 2, día de muertos, difuntos, calabazas y brujas. Ray Bradbury recurría a los mexicas para explicar Halloween. Hoy, cuatro años atrás, yo estaba en Kharkiv, escudriñando la belleza ucraniana, asombrándome de las capacidades de la fotografía, azorado en las oscuras criptas de la religión ortodoxa. Detrás de las paredes crecían voces de bajo profundo. Y profunda era la tristeza de esos ojazos de los iconos, de sus pies pintados y casi descoloridos ya por siglos de besos de creyentes, de mujeres con la cabeza cubierta.

 

Recorro el mapa de la ciudad en mi teléfono. No encuentro mucho en cuanto a los lugares que visité y la destrucción de hoy. El parque Gorky, sí, como si la rueda Chicago y los autitos chocadores fueran estratégicos puntos que avalaran su fin. Esta guerra sí existe, no es lírica de borrachos. Que los hay también, ebrios, seguro, hasta dicen que el gran maestro ajedrecista Karpov estaba borracho cuando se cayó y viajó a la coma inducida por decir que el ataque a Ucrania debía terminar. Siendo putinista él, o tal vez sabiendo que esta partida de ajedrez ya está perdida, a pesar de los enroques…

 

Hablo con Ekaterina, en Lviv. Ella era un sueño en las calles de Kharkiv, nariz de diosa, caderas como literatura de la mejor estepa. Estiró la mano y me salvó del laberinto de espejos, de caer en manos de la morsa y del gato de Cheshire, de la oruga pensante y el loco del sombrero. Estiró la mano y era fría, larga, lápices de color blanco y tenue rosa. La seguí, me obnubilé con su pantalón negro, y de pronto luz de sol. Déjame en el laberinto, permite que tu imagen se haga mil y de asfixia de multitud hermosa muera yo. En Lviv tus manos de refugiada seguro perdieron su don de agujas. Roma es la miseria.

 

Quiero recrear las caminatas de ayer, verte, verlas de abrigo gris en el otoño. De caminar al interior de una clínica local, fría y desalmada, mirando a las enfermeras con pañuelos en la cabeza a modo de matarifes. Bulgakov y Chejov. La pesada cortina del hotel se niega a abrirse. No logro encender el televisor. Me acuesto mirando el cielorraso.

 

Son como doscientas fotografías de Kharkiv, de la ciudad misma y del oblast. De mi amiga casi todas. Llegué como a las cinco de la mañana, luego de dieciocho horas de colectivo. A las ocho la vi. Caminó entre tanques, bajando por la acera izquierda de donde habríamos de desayunar. Nos dimos un beso en la mejilla, a pesar de que sugieren que eso, en Ucrania, es error. En un instante estaba en una de mis novelas de infancia y juventud, ni yo me lo creía. En el libro que deseé leer; tanto conversé con mis padres de Miguel Strogoff, de Raskolnivov, Dimitri Karamazov, de Petrichenko y el Volin; quise vino y blanco helado tuve por desayuno, semidulce, los límites de lo real habían caído, el tiempo eran intrascendentes martillazos sobre cristal.

 

Observé las calles. Este era el martirizado Jarkov de los años cuarenta, la capital, refugio y tumba general. En ruso, una hermosa Ekaterina demandaba si tenía algún deseo en especial. Morir, dije y repetí, en tus brazos. Y me convertí en cantor de boleros.

 

Nos han segado las piernas, cortadas las alas de ángeles que jamás fuimos. Como en un flash de memoria veo el busto de Gogol pasar desde el taxi. Almas muertas, rodeados estamos, maestro, de almas muertas. Lo malo es que hasta los escribas perecieron, los estadísticos y los escribidores. Nadie anotará los nombres de tanta riqueza material alrededor. Fácilmente, con las decenas de miles de muertos, podríamos parecer patrones de antaño con profuso número de almas, más que árboles en las tierras negras de por aquí. Maestro Gogol, tú lo habías visto ya y trataste de borrar con fuego los rastros de la verdad futura. ¿Qué queda? La tumba sin nombre del gran Tolstoi cubierta de hierba, los versos de Shevchenko. “Entraron en la ciudad rompiendo las puertas”, dice el gran poeta Iván Frankó. Al lado de su estatua descansé, pero no en Kharkiv sino Odessa. Ese sol no contaba de la muerte, era de flores y un otoño que soplaba todavía tímido.

 

El lente de la cámara, según la posición del fotógrafo, desmiente la realidad como es, el tamaño, la perspectiva. El lugar al que me llevas se llama algo como Cámara-Ilusión. Si doy el paso preciso, tu cuerpo entra a la ficción de Swift en el país de los gigantes. Te haces breve, cabes completa en una silla y sobra espacio. Te devora un tiburón blanco, cruzas un tronco del que si caes serás delicadeza de caníbales. Subes al Big Ben para atrapar un cuervo y con manos y pies mueves los brazos del reloj para desvirtuar el tiempo. Cómo, me pregunto, no nos quedamos allí. Seguiríamos en dos mil dieciocho y tendríamos media docena de hijos que me tutearían “abuelo”.

 

Bombas caen sobre el reloj londinense, otra vez. Pero este se escondía en una casa vieja de algún rincón de Kharkiv. Quizá sobrevivió, ya nunca lo sabré. Aún nos escribimos pero no como ayer. Qué tal, qué gusto, qué pena. Detallas el silbido de los distintos obuses. No hay tiempo de pensar ahora en los colores de Goncharova, en qué quería decir Malevich en sus cubos negros. Noviembre dos pasa inadvertido. Alguien disfrazado de hechicero toca puertas por caramelos.

 

Ilión sitiada, Príamo degollado y Casandra violada. Neoptólemo, hijo de Aquiles, destroza la cabeza del hijo niño de Héctor contra un muro: luego sube a las negras naves con Andrómaca madresposa encadenada. La historia juega cruel. Los hijos de Andrómaca y su ladrón regirán la Hélade en el porvenir. La vencida Troya verá a sus príncipes de media sangre dueños del ponto y del mundo. Hécuba aúlla como perra cerca de Kherson bombardeada. Los ayllus guerreros y afines marchan al ficticio combate armados de macanas y con mitades de turriles de petróleo. Épica de la modernidad. Los turriles, en Trinidad, sirven para producir sones, ron y Coca Cola, caderas y deliciosa frivolidad.

03/11/2022

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