Claudio Ferrufino-Coqueugniot
¿Le gusta Brahms? ¿Por qué me ha venido a la cabeza hoy noche? De Françoise Sagan había tres libros en la biblioteca de casa: Este, Cierta sonrisa y Buenos días tristeza. He recordado, sentado contra los ladrillos, un preciso momento en que leía a Maxence Van der Meersch, obra de cubierta clara del que no tengo el nombre. Escritor olvidado hoy, flamenco-francés. Entre otros que disfruté en la infancia y juventud primera. En el estante de abajo estaban los grandes volúmenes de Upton Sinclair que compró mi padre a sugerencia de Sergio Almaraz con quien, niños de trece años, se inscribieron juntos al PIR. Elena los heredó, no estoy seguro si los ha conservado, ya son joyas bibliográficas.
En la pared divisoria entre cocina y pasillo había un tragaluz compuesto
de bloques de vidrio. Allí se apoyaba la biblioteca negra que aguantó hasta el
año pasado. Piso frío de mosaicos pero, siendo muchacho, ni importaba. Horas
sentado con la iluminación que atravesaba el muro. Poética de Nietzsche en Así habló Zaratustra, para leerlo a
retazos, en cualquier página. Todas ediciones argentinas, increíble producción.
De ello habló cierta vez Carlos Fuentes en la Universidad de Colorado-Denver
cuando afirmó que su generación se había formado con lo que publicaba Buenos
Aires. Henri Barbusse: El fuego,
Editorial Tor; Stalin, el hombre del
timón. Comencé a leer Mi lucha,
de Adolf Hitler pero nunca lo terminé. La irrupción de Gloria en mi vida
implicó un salto incluso literario, aparte de los vestidos de oscuro
transparente y las botellas de Herederos del Marqués de Riscal. Y los
eucaliptos, molles, senderos de Apote y de Pandoja. Bosque de Tarata,
alojamientos de calle Nataniel Aguirre, baldíos de Aranjuez, troncos,
cañaverales, canal de la Angostura. Quebrada de La Llave, bailes de Anocaraire.
Hasta que pozo infame me tragó en Colcapirhua, en el matrimonio de los Machuca,
y perdí su paso sensual, lo cedí al arbitrio de los cobardes, olvidé mis
libros. Clínicas, valium, lorazepam, clonazepam, benzodiazepina para controlar
el pánico. Y héme aquí, al borde del bisturí, sin oler a muerto, añorando los
brazos que la guerra me impide, por ahora, envolver.
Tu espalda se marcó con terrones de barro. Te pinté entre maizales de
Cliza, con fondo de huayño. Sí, me gusta Brahms, y también pensar en que eran
las tres de la tarde y tus senos alzaban promontorios marrones como cañones autopropulsados.
Y que tu vientre de a poco se decoraba de ébano y brillaban azules los vellos
del edén. Me volví ciego como Borges con un placer que dudo tuviera el poeta. Cocteles
de fruta multicolor.
Barba de choclo negra. De negra choclo barba. De choclo barba negra. Me
quedé en ti, me aferré en tu interior, contigo se adueñó el recuerdo, baldosas
cuadradas, coloniales, de ladrillo, santos de carey y muebles antiguos. Rastros
de Cataluña, piernas de pértiga para domar el simún. Te leí mitología griega,
con énfasis en el eximio Belerofonte; Cendrars. Y tú a mí, Maldoror.
Apollinaire delineaba poemas sobre las caderas más lindas de Cochabamba,
alcools y caligramas. Afeitaste el pasado y me diste cita entre eucaliptos jóvenes
de Bella Vista. Campo aroma de retamas, aguas que bajaban frescas de la
cordillera, pasos de mulas y caballos casi pisando nuestras testas acostadas,
en ese lugar antes de la gran quebrada que sube al Tunari y que decían, o se
parecía, a la Francia. Crepúsculo de chicha kulli, asperjado de coco rallado.
Tu entrepierna debió alumbrar mis hijos. ¿Qué tenemos? Años, dolor y lentitud,
si montados en amor incendiábamos el mundo. Luego comíamos en la avenida Aroma picante
de pollo, hastiándonos para resolver dudas muy luego de si nos amábamos o no. Errores
como cuadernos desechados, tristes: Aniversario,
de Franz Werfel, que me hubiese gustado darte para que lo leyeses en la
procesión que iría a mi tumba.
Lloran los seis ceibos de Molle Molle lágrimas encarnas.
Graham Greene,
Somerset Maugham, A.J. Cronin. Fui añadiendo con lentitud a Thomas Hardy, Henry
James y Stephen Crane. Cada libro firmado con letra de madre o padre. Desde
Alicia: Azorín, Juan Ramón, Unamuno, Cuán
verde era mi valle y Romain Rolland. Los
motivos del lobo. Dormitorio de la calle Aniceto Padilla, largo cuarto con
varias camas para seis hijos. Susurran los manzanos del jardín que acribillaría
a bala mi padre cuando asaltaban. Hermano Francisco, el terrible lobo… Rubén
Darío noche de laurel.
St. James
Infirmary, Julio De Caro.
Arrope traen los ahijados de Muela. Duraznos, los compadres de San
Benito. Atravesamos Tolata en la vagoneta Volkswagen verde lechuga. De ahí a
las faldas de la montaña, arrojado en piso el awayo que tejió la abuela y
encima humeante café y latitas de leche condensada, una para cada uno. El último perro, Guillermo House; Don Segundo Sombra, Ricardo Güiraldes;
las Tradiciones peruanas de Palma en
papel biblia. Biografía del general
Esteban Arze, por Eufronio Viscarra, dedicado por el autor a mi abuelo, don
Armando Ferrufino Camacho.
No dejé de leer, por cierto, miento. Leí más. Tu sexo era oloroso sebo de
una vela de floripondios. En la debacle, leí. Muerto, leí, Resucitado. Amontoné
contra la pared de atrás el Gólgota. Los maderos de la cruz bien ardieron en la
fiesta de San Juan. Sobre sus brasas doré chorizos y las pocas gotas de mis
ojos que cayeron atizaron más las llamas de bello color naranja. Almohada en
tus bucles. Te permití dormir, no te desperté ni cuando llegó el fin del mundo,
navegaba como Plinio en aguas turbulentas, Bridge
over Troubled Water. Hice que me ahogaba y zambullía buscando almejas.
Parsley, sage,
rosemary, and thyme. Perejil, salvia, romero y tomillo. Exhiben tu cuerpo
en la Scarborough Fair mientras Simon & Garfunkel te inventan una canción.
Evidentemente ya no estoy sentado en el pasillo enfrente de los bloques
de vidrio que permiten luz. He cerrado tus páginas y abierto otras vueltas a
cerrar. Hoy veo a través de una persiana deshilvanada el pasto que ha secado el
invierno. No tengo lectura a mano aparte de las memorias de Stefan Zweig.
Pronto he de salir, último día que conduzco. He separado libros para el
descanso: Víctor Serge y Caballero Bonald. Me llega carta de Leópolis plagada
de futuro. Los callejones de la vida van a extenderse al infinito.
“Del pequeño cerco que rodeaba el grisáceo cuartel en lo alto del
acantilado surgió un brazo infantil que sostenía un paquete atado con una cinta
rosa”. El libro de Monelle.
Nos faltó leer a Schwob, atareados con la carne, licántropos sin pelo. Vino
París. Pensé en ti en Montmartre. Al acostarme con una mujer de cabello negro,
pensé. La ventana daba a la Puerta de Vanves y no había luna, la devoraban
argelinos sedientos de ti. Sed, tengo sed, Glauca Emperatriz.
03/08/2024
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Imagen: Detalle de un autorretrato de Christian Schad, 1927
Excelente ejercicio de la memoria. Bravo, maestro.
ReplyDeletePues de maesto a maestro, entonces, Daniel. Gracias!
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