Claudio Ferrufino-Coqueugniot
A mi querido amigo Conde Crápula Johnny
Ciudad de
construcciones coloniales, de profundos y largos parqueos estériles, precarios,
ahora. Al fondo quedan restos de poderosos muros de adobe y uno o dos molles
antiguos, calaveras de casas de tres patios. Cuando yo era niño destruyeron el
magnífico templo de la Merced, del siglo XVII, para construir una cancha de fulbito
para los empleados de la compañía de teléfonos automáticos. Hoy es un parking.
Librecambistas en la esquina, vendedores de shampoo, revistas, paltas y limones.
Comidas de diez de la mañana: phuti de fideo. Los aromas del comedor del
mercado 25 de Mayo han cubierto para siempre cualquier santidad o inmundicia
que albergara aquel recinto. Lo recuerdo vagamente. Un amigo me ha dicho que
salvó algunas piedras fundacionales que hoy están en el templo de Cala Cala. Me
gustaría verlas, ellas susurran.
Me gusta
pasar por la iglesia de San Juan de Dios porque es la que aparece en Juan de la Rosa, uno de mis libros
inolvidables. Hice una pequeña huelga de hambre de universitarios allí, cuando
caía Bánzer. Amé a Silvia ante los ojos de Dios y del hambre, o era el Señor de
Mayo, o el de los Milagros. Carne bendita de todos modos. Temo equivocarme de “ella”,
tal vez fue otra; hoy me ha confundido el chocolate, me ha mareado como a
guerrero jaguar hastiado de sangre.
Antes
compro a precio de oferta La máscara de
Dimitrios, de Eric Ambler, porque me interesa leer dentro del thriller la
descripción que hace de la masacre de Esmirna. Mi amigo turco, Mahmoud, había
nacido en la ciudad, su Izmir. Pido un chorizo chuquisaqueño rebalsando de
locoto que parece pimentón. A la salida de San Juan de Dios, justo al lado de donde
venden estampitas y detentes, se agolpa una multitud devorando calientes y
olorosos chorizos cochabambinos, más pequeños. Deliciosos y letales.
Continúo
descendiendo la calle con la intención de llegar a las casetas de San Antonio.
Mi lista dice que necesito jabón de tocador, un lapicero de tinta azul, seis
cactus enanos, ciruelo rojo, plátano guineo. Me ofrecen cremas, las pasteleras
me estiran del brazo pero no necesito tortas. Una mujer lleva kilos de
frutillas hábilmente equilibradas en vieja carretilla, de rojo esplendor; una
segunda, kilos de plátanos pero ni un guineo. Me he vuelto adicto al tenue
amargo de esta breve fruta que tendrá, dado el nombre, origen africano. La
habrá comido Korzeniowski-Conrad antes de adentrarse en el Congo. Y también
Mungo Park. Y Henry Morton Stanley. Magia de una breve maravilla natural,
alimento de almas y literaturas. ¡Ah, río de Gambia!
Por
cincuenta centavos me peso en una balanza sobre la vereda. Por un boliviano en
la siguiente, media cuadra al fondo. He perdido casi un kilo caminando treinta
pasos, esas son las mentiras que imploro. Pregunto el precio de las escobas,
las cualidades de un trapeador, si todavía venden cera bruta o desapareció. Llego
a los cactus enanos y mi casera está cerrada con lona verde como bunker de
guerra. Huelo que están adentro, los escucho, pero cada quien descansa cuando
le place. Necesito reemplazar los que murieron, de los cincuenta que tengo,
cuando viajé y me adentré en ciertos caminos infernales, producto de mi
operación de columna. Toda la vida he dicho a mis hijas que no tengo miedo a
nada pero cuando no podía sostenerme en pie le dije a Aly, la menor, “tengo
miedo”. Mi hija me besó y me acostó. Otra vez he vuelto a no temer nada pero
recuerdo lo inesperado. A veces me asustaba un mapache, o aquel búho que se
tiró contra mi parabrisas y vi que tenía caninos de diablo. Era subiendo hacia
la avenida Leetsdale y ni siquiera la policía caminaba por esas soledades.
Extraña vida he vivido, larga e intensa como varias vidas. Se debió a no dormir
posiblemente. Gané horas y perdí años. Está por verse.
Aroma de ciruelas
hervidas. Hasta la Sonja de Christian
Schad ha entrecerrado los ojos y dormita. Brisa de diciembre, calor. Truenos
lejanos anuncian que en algún lugar de la pampa de Pandoja llueve. En algún
lugar de Pandoja camina el espectro de Gloria con los pechos desnudos. La
admiran los niños campesinos. Semeja una mujer de Millet sin ropa. La pinto en
memoria, la acaricio, le dijo que suavice su voz, que la ira no va en una ninfa
de Puvis de Chavannes.
Descorcha
el vino. Hay olor de pinturas restauradas y algo de carnes cocidas a la brasa.
Cuando camino a casa, no hay una moneda para el viaje, me detengo en lo que es
hoy plaza 4 de Noviembre y bebo de la fuente perenne un agua dulce.
Busco un
poncho pequeño de Inquisivi que miré hace unos días. No lo encontré. He de volver
el jueves. Me ofrecen falsa cerámica prehispánica pero tengo experiencia. Son bellas
copias y para un iluso serían más que suficientes. Me llevo una pieza de
Omereque, auténtica, de unos quince centímetros de altura. Cuando era joven
estaban a flor de tierra en esa región y la gente para obtener una destrozaba
diez. Ya está prohibido. Mi amigo Israel García, de Zihuatanejo, contaba que en
su infancia recolectaban “monitos” en la sierra de Guerrero. Piezas
arqueológicas con forma de animales.
Rastros del
ayer que desconocemos y queremos obviar en pos de una modernidad deseada pero
carente de espíritu. Bien se podría poseer los dos pero la gente da diez pasos
y a veces piensa. Salgo de la sombra de las casetas buscando un taxi. La colina
de San Sebastián enfrente. Siempre me causa un no sé qué. Allí combatieron a
Goyeneche mis antepasados. Apareció él, demonio sangriento, rodeando el Ticti.
Lo demás está dicho. El perro miraba a Cochabamba con su catalejo desde La
Chimba. Borracho he transitado esas rutas de barro, el camino viejo a Quillacollo,
la permanente música de fiesta. Atraviesa el ferrobús e imagino que nunca he de
viajar, cómo en estas condiciones, seis hermanos, uno tras otro en siete años.
Jucumari de
los barrios bajos, oso de anteojos sin anteojos. Animal sin selva. Me doy una
palmada en la cabeza y señalo a un taxi. Cargado de ciruelas, guineos, tostado
y antigüedades voy camino a casa. Primero me siento, quito los zapatos, lavo
las manos, husmeo a los vecinos y tomo un respiro. Pongo las memorias musicales
de Lalo Guerrero, quien, como yo, vivió entre mundos. México y los chicanos,
mariachi y música pachuca. En algún sitio el río Bravo se transforma en Grande.
Al fin de la avenida Esteban Arze pulula un mundo tan activo como Hong Kong.
Queda alguna casita original de los empleados del ferrocarril. Pasado mañana,
cuando vuelva por aquí, ya no estará. Pasado pasado mañana, yo tampoco.
03/12/2024
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Imagen: Antigua Cochabamba
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