Wednesday, December 4, 2024

Bajando por la calle Esteban Arze


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

A mi querido amigo Conde Crápula Johnny

 

Ciudad de construcciones coloniales, de profundos y largos parqueos estériles, precarios, ahora. Al fondo quedan restos de poderosos muros de adobe y uno o dos molles antiguos, calaveras de casas de tres patios. Cuando yo era niño destruyeron el magnífico templo de la Merced, del siglo XVII, para construir una cancha de fulbito para los empleados de la compañía de teléfonos automáticos. Hoy es un parking. Librecambistas en la esquina, vendedores de shampoo, revistas, paltas y limones. Comidas de diez de la mañana: phuti de fideo. Los aromas del comedor del mercado 25 de Mayo han cubierto para siempre cualquier santidad o inmundicia que albergara aquel recinto. Lo recuerdo vagamente. Un amigo me ha dicho que salvó algunas piedras fundacionales que hoy están en el templo de Cala Cala. Me gustaría verlas, ellas susurran.

 

Me gusta pasar por la iglesia de San Juan de Dios porque es la que aparece en Juan de la Rosa, uno de mis libros inolvidables. Hice una pequeña huelga de hambre de universitarios allí, cuando caía Bánzer. Amé a Silvia ante los ojos de Dios y del hambre, o era el Señor de Mayo, o el de los Milagros. Carne bendita de todos modos. Temo equivocarme de “ella”, tal vez fue otra; hoy me ha confundido el chocolate, me ha mareado como a guerrero jaguar hastiado de sangre.

 

Antes compro a precio de oferta La máscara de Dimitrios, de Eric Ambler, porque me interesa leer dentro del thriller la descripción que hace de la masacre de Esmirna. Mi amigo turco, Mahmoud, había nacido en la ciudad, su Izmir. Pido un chorizo chuquisaqueño rebalsando de locoto que parece pimentón. A la salida de San Juan de Dios, justo al lado de donde venden estampitas y detentes, se agolpa una multitud devorando calientes y olorosos chorizos cochabambinos, más pequeños. Deliciosos y letales.

 

Continúo descendiendo la calle con la intención de llegar a las casetas de San Antonio. Mi lista dice que necesito jabón de tocador, un lapicero de tinta azul, seis cactus enanos, ciruelo rojo, plátano guineo. Me ofrecen cremas, las pasteleras me estiran del brazo pero no necesito tortas. Una mujer lleva kilos de frutillas hábilmente equilibradas en vieja carretilla, de rojo esplendor; una segunda, kilos de plátanos pero ni un guineo. Me he vuelto adicto al tenue amargo de esta breve fruta que tendrá, dado el nombre, origen africano. La habrá comido Korzeniowski-Conrad antes de adentrarse en el Congo. Y también Mungo Park. Y Henry Morton Stanley. Magia de una breve maravilla natural, alimento de almas y literaturas. ¡Ah, río de Gambia!

 

Por cincuenta centavos me peso en una balanza sobre la vereda. Por un boliviano en la siguiente, media cuadra al fondo. He perdido casi un kilo caminando treinta pasos, esas son las mentiras que imploro. Pregunto el precio de las escobas, las cualidades de un trapeador, si todavía venden cera bruta o desapareció. Llego a los cactus enanos y mi casera está cerrada con lona verde como bunker de guerra. Huelo que están adentro, los escucho, pero cada quien descansa cuando le place. Necesito reemplazar los que murieron, de los cincuenta que tengo, cuando viajé y me adentré en ciertos caminos infernales, producto de mi operación de columna. Toda la vida he dicho a mis hijas que no tengo miedo a nada pero cuando no podía sostenerme en pie le dije a Aly, la menor, “tengo miedo”. Mi hija me besó y me acostó. Otra vez he vuelto a no temer nada pero recuerdo lo inesperado. A veces me asustaba un mapache, o aquel búho que se tiró contra mi parabrisas y vi que tenía caninos de diablo. Era subiendo hacia la avenida Leetsdale y ni siquiera la policía caminaba por esas soledades. Extraña vida he vivido, larga e intensa como varias vidas. Se debió a no dormir posiblemente. Gané horas y perdí años. Está por verse.

 

Aroma de ciruelas hervidas. Hasta la Sonja de Christian Schad ha entrecerrado los ojos y dormita. Brisa de diciembre, calor. Truenos lejanos anuncian que en algún lugar de la pampa de Pandoja llueve. En algún lugar de Pandoja camina el espectro de Gloria con los pechos desnudos. La admiran los niños campesinos. Semeja una mujer de Millet sin ropa. La pinto en memoria, la acaricio, le dijo que suavice su voz, que la ira no va en una ninfa de Puvis de Chavannes.

 

Descorcha el vino. Hay olor de pinturas restauradas y algo de carnes cocidas a la brasa. Cuando camino a casa, no hay una moneda para el viaje, me detengo en lo que es hoy plaza 4 de Noviembre y bebo de la fuente perenne un agua dulce.

 

Busco un poncho pequeño de Inquisivi que miré hace unos días. No lo encontré. He de volver el jueves. Me ofrecen falsa cerámica prehispánica pero tengo experiencia. Son bellas copias y para un iluso serían más que suficientes. Me llevo una pieza de Omereque, auténtica, de unos quince centímetros de altura. Cuando era joven estaban a flor de tierra en esa región y la gente para obtener una destrozaba diez. Ya está prohibido. Mi amigo Israel García, de Zihuatanejo, contaba que en su infancia recolectaban “monitos” en la sierra de Guerrero. Piezas arqueológicas con forma de animales.

 

Rastros del ayer que desconocemos y queremos obviar en pos de una modernidad deseada pero carente de espíritu. Bien se podría poseer los dos pero la gente da diez pasos y a veces piensa. Salgo de la sombra de las casetas buscando un taxi. La colina de San Sebastián enfrente. Siempre me causa un no sé qué. Allí combatieron a Goyeneche mis antepasados. Apareció él, demonio sangriento, rodeando el Ticti. Lo demás está dicho. El perro miraba a Cochabamba con su catalejo desde La Chimba. Borracho he transitado esas rutas de barro, el camino viejo a Quillacollo, la permanente música de fiesta. Atraviesa el ferrobús e imagino que nunca he de viajar, cómo en estas condiciones, seis hermanos, uno tras otro en siete años.

 

Jucumari de los barrios bajos, oso de anteojos sin anteojos. Animal sin selva. Me doy una palmada en la cabeza y señalo a un taxi. Cargado de ciruelas, guineos, tostado y antigüedades voy camino a casa. Primero me siento, quito los zapatos, lavo las manos, husmeo a los vecinos y tomo un respiro. Pongo las memorias musicales de Lalo Guerrero, quien, como yo, vivió entre mundos. México y los chicanos, mariachi y música pachuca. En algún sitio el río Bravo se transforma en Grande. Al fin de la avenida Esteban Arze pulula un mundo tan activo como Hong Kong. Queda alguna casita original de los empleados del ferrocarril. Pasado mañana, cuando vuelva por aquí, ya no estará. Pasado pasado mañana, yo tampoco.

03/12/2024

 

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Imagen: Antigua Cochabamba 

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