Claudio Ferrufino-Coqueugniot
Lectura de la noche: Konstantin Paustovski, el primer libro de su monumental autobiografía que le valió ser nominado al Nobel repetidas veces. Los años lejanos me sitúa en un universo que conocí. Leyéndolo vuelvo a mirar los interminables raiones ucranianos, las manchas de bosques, los ríos y las piedras talladas. La vecina Rusia. Cita, en palabras de ingreso a su obra, a Thomas Mann sobre literatura y autobiografía. Añade él que escribe la suya real pero que también le gustaría escribirla en ficción. Lo que hago yo a menudo en un juego tanto memorioso como inventivo.
Estas
últimas semanas me he puesto a mirar muchísimo cine, incluso en lenguas que desconozco.
Implica un juego de intelecto descubrir de qué trata el filme al no entenderlo
ni en un pequeño porcentaje. Por supuesto que practico trucos, porque por lo
general son películas históricas de las que ya tengo un contexto de lecturas
algo respetable. O, en su caso, literario. Me gusta hacerlo porque añade
curiosidad a lo que uno sabe a medias e invita a indagar mundos velados. Hoy
estoy en un monasterio griego, siglo XVII, al que llega un jenízaro herido
causando revuelo entre las monjas. No solo el terror por la brutalidad turca
que se puede cernir sobre ellas sino el del pecado; mujeres que jamás han visto
el cuerpo de un hombre desnudo.
Paustovski
es sobrio y magnífico. Pedro, desde Lyon, me lo trajo de regalo. Preciosa
publicación empastada de una pequeña editorial española. Cuatrocientas páginas
impresas en una “sofocante tarde de agosto de 2024, ciento cincuenta años
después de la publicación del sexto y último volumen de Historia de una vida”. En un sitio de la pampa húmeda argentina me
tienen el mismo, pero esa edición que no he visto aún creo que abarca más que
el primer tomo. Será difícil ir armando el rompecabezas de la obra total.
Supongo que la tendré que completar con ejemplares en inglés. Hay libros, ambos
rusos en este caso, que van costándome décadas juntarlos: El Don apacible de Mijail Sholojov y las memorias de Alexsandr
Herzen. Hay cierto agradable coqueteo con el azar en ello, hasta en su propia y
probable imposibilidad. Desde 1996 hasta el 2023 busqué reunir toda La rueda roja de Solzhenitsyn. Los dos
últimos tuvieron que ser en inglés por no haber, o no encontrarlos, en lengua
castellana. Los que siguieron a Agosto
1914, novela que me llevé a Colorado cuando iniciaba un azaroso retorno
hacia lo incierto. Decidí entregarme a la policía en Glendale para cumplir
ciento sesenta días de cárcel ya decretados. Luego decidiría. En la primera
página firmaban mi amor y sus amigas, entre todas me lo obsequiaron como
memoria de tres meses de alucinación y fuego. Mikis Theodorakis, Leonard Cohen,
cumbia colombiana y son. Calle Ecuador casi España, zona vilipendiada por los
eternos pervertidos beatos. Hay hoy el despojo grisáceo de lo que fuera
intensidad. Algún solitario borracho descarga en la pared la tristeza naranja
de sus desaires.
Ni un vaho
de humedad sobrevuela el abandono general. Nada que se manifieste en escarcha.
Vuelvo a Paustovski y a Ucrania, a la abundante agua que enverdece los rincones.
La calavera del desierto hace mucho que viene flexionando los huesos, girando
como rueca encima de esta ciudad. Reflexiono y pregunto, observando las
poderosas pero breves lluvias de la cordillera, si ya no llegan las que pesaban
en serio ennegreciendo el sur. Allá solo cortina de polvo, más fina que en el
Gobi y más mixturada.
Maderas de
castaño. Me traslado a las regiones de Portugal y Galicia. Escribe Loren:
“parpadeo como la mariposa de cristal, siento el púrpura difuminado, humo
viejo, madera de nogal”. Posa Valle Inclán para la posteridad. Eternas letras
suyas guardo en mi ecléctico bagaje.
Han sido
días atareados. Hemos conversado del Pirineo, de Tarbes, Occitania, de Tolosa.
Lo disfruto tanto. Recordamos la ominosa oficina de los guardias civiles en
Figueras. Si cuento el tiempo pasado no alcanzan todos mis dedos, ni los de
mamá y de papá sumados. Por la pequeña ventanilla se atraviesa la Gerona de
Gironella, la de Los cipreses creen en
Dios. Vino espeso, etiqueta del Partido Comunista Español, en una cava
barcelonesa. Escribía este autor sobre Papini ¿Cuánto hace que no leo a Giovanni
Papini? He desviado mis pasos rumbo a Escitia y Tartaria, será el dolor,
extrema manifestación de la belleza, lo que me arrastra allí.
Inevitable
deriva hacia la comida, las especias. Meses ha que vengo deseando un falso
conejo cochabambino. Mis hijas aman el nombre de ese plato típico. Una amiga
comenta que me alimento de carnes misteriosas. Me di el gusto, añadí llajwa a
lo que ya era hirviente marmita de locotos verdes. Pero excedía en tamaño los
límites de mi decencia hambrienta. Comí la mitad y encargué el resto para
después. Mis conmilitones locales, señoras de edad inclusive, lo terminaban
como si nada. Mis cien kilos de estibador jubilado se avergonzaron y abandoné
el ruedo como gallo de pelea derrotado. Se lo achaco a la ausencia, que penar no
tengo, al frenesí norteamericano de almorzar mientras se conduce el auto. Debo
aprender a sentarme de nuevo, a cambiar elegantemente de manos cuchillo y
tenedor, a rociar con rubia cerveza los picantes y no con jugo de manzana.
Tareas del renacimiento, supongo, difíciles y no imprescindibles pero punzantes
en su señalar que hubo entre mi tierra y yo un intervalo demasiado agudo. Fue
así. A lo lejos cocinan judiones con puerro y ajo, pimentón agridulce y sésamo
negro, un poema.
Paustovski:
“Olvidamos el Dniéper; los suaves inviernos brumosos; la rica y amable Ucrania,
que protegía la ciudad con su anillo de campos de alforfón, de tejados de plata
y de colmenas”.
El gran
Dniéper enfrente de un plato criollo en el Prado cochabambino. Lujuria de andar
los caminos, de bailar en la navidad de Trojes enloquecidos pasos del klezmer,
de comer restos de un puerco mechado, relleno de mostaza, perejil, limón, a la
usanza antigua, en pan francés. Comerucho trozado en rodajas, multicolor.
La noche
estaba tibia, flotaban amorosos fantasmas femeninos en su casi inercia.
Modestos relámpagos en la cordillera. Releo estas líneas y creo que he gastado
más tiempo en detallar aristas, rescoldos de diversidad de temas que en leer
las primeras cuarenta páginas del notable autor ucraniano-ruso. A esta tarde le
falta música. Me encargo de escarbar entre centenares de discos y hallo Wild Horses, de los Stones, y me
recuerdo boqueando como pez moribundo en el entablado del Café Fragmentos
cuando se ahogaba un sol de silencio y la luna entonaba forrós.
Los ojos de
la gaélica y anciana Cailleach caen de sus cuencas y ruedan igual a canicas
color de ámbar.
30/12/2024
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Imagen: Marianne von Werefkin/Ciudad en Lituania, 1913
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