Claudio Ferrufino-Coqueugniot
El anciano de los días, de William Blake, observa desde la pared lateral. Bebo un trago de agua con dificultad. Estoy viendo un filme de Kazajistán sobre su Holodomor, llamado Asharshylyk en su propia lengua. Cuesta creer que cada grupo humano de lo que fue la nefasta Unión Soviética tiene un nombre para su singular genocidio, ejercido sobre ellos por la “moral” comunista.
Hambruna de 1930-1933 en las estepas. Nunca se lo pregunté a Yefim. Creo
que él y su familia fueron forzados a trasladarse allí desde Bielorrusia poco
antes de la guerra, a la hermosa, así sea ilusoriamente, Pavlodar, tierra de
huertos de manzana. Prometí a Yefim ir con él allí un día. Recuerdo su alegría
cuando llegó a Denver su esposa, ingeniero de profesión, que luego de unos
meses lo abandonó y retornó a su ciudad. Yefim no vivía en las mejores
condiciones en la Pequeña Rusia, barrio denverita. Con presupuesto limitado
poco podía ofrecer a la mujer. Sobre todo si ella poseía en la estepa, que
retuvo a Trotsky y a Dostoievski, un patio con árboles frutales y vecinos con
quienes chismear. Estados Unidos es lugar difícil. La gente vive aislada. Las
minorías sobreviven y progresan porque no se desvinculan de sus tradiciones
familiares. Muchos retornan, como yo. El norteamericano común, el que
masivamente votó por el delincuente Trump, vive martirizado por la precariedad
de su existencia, la droga, el alcohol, soledad y falta de afecto. Armas de
fuego alrededor, como quizá única salida a sus frustraciones. Vivir en miedo,
además, miedo del otro, la muerte y las enfermedades. Carente de estructura que
le permita continuar sin enloquecer. Sugiero ver el filme Fray (Geoff Ryan, 2014).
No le pregunté a mi amigo Yefim Schleyfer acerca del hambre. Él y su
hermano fueron dirigentes comunistas en los años 60, seguramente con privilegios
que les permitían vivir mejor. De ascendencia judía, no había olvidado su
yiddish aunque no lo hablaba con nadie. Ruso, muy pocos kazajos en Colorado
entonces. Como varios otros se desvaneció. Mi esposa lo encontró en un
supermercado y lo abrazó. No recordaba quién era ella y ni intentó comunicarse
en inglés. Lo arrebató el tiempo, el viejo de los días que da la impresión de
ser Zeus, regidor de destinos.
La bella Daniela me cuenta que en Viena, en el museo Albertina, hay una
exhibición de Chagall. Nuestro Chagall, le digo, y anota una risa mientras
envía dos cuadros del pintor. Una mujer de blusa y medias rojas, brazos echados
detrás de la cabeza, ojos que se cruzan con los de un chivo verde, un pez con
aleta que parece mano y creo una luna con pretensiones de sol. El segundo, la
figura central de un gallo rojo, la usual pareja en matrimonio, el chivo azul
violeta, Vitebsk detrás y la media luna como garfio encendido. ¿Nosotros?,
pregunto. Por supuesto, nosotros, en la boda sideral de lo onírico, cabellos
carmesíes sobre la funda de la almohada, lluvia leve a modo de sutil piano
crepuscular.
Llueve este tres de enero del año veinticinco. He abierto todas las
ventanas y una ventisca fría limpia el aire interior. Humea el café
instantáneo, extiendo mantequilla sobre el pan tortilla. Visto un chaleco de
lana, negro con hombreras de cuero claro. El Ejército Rojo decomisa el grano,
mata a los animales, les enseñaremos a amar a la Unión Soviética y al profeta
Stalin. Millones de muertos, como en Ucrania o en regiones del Volga. Más de
cien años después el mundo sigue siendo festín de oligarcas. Y la recua marcha
al arbitrio de ilusiones. Llueve, fresca brisa. Chove.
De Vitebsk a Karaganda, en tren. Lo puedo imaginar, sentir. Polvo
inmemorial, indecente, cielos flamígeros que quedaron desde las explosiones
atómicas. El “polígono” de Semipalatinsk, tan cerca de Pavlodar. Brillo
radioactivo de los novios que surcan el cielo: Kusturica, Chagall…
Maca negra y kéfir. Camino por los mercados con mochila de preguntas y
aprendo siempre. Diminutas semillas de chía, gusto de gelatina en la boca.
Cuando pienso en el borscht que preparaba Yefim, con trozos de puerco flotando
en grasa, la famosa cuchara de escamas negras ya imposibles de quitar, eneldo
picado, crema agria. Delicioso y mortal. Sangre de la remolacha, suaves trozos
de repollo, encurtidos de pepino y chorizos polacos.
Inmensas águilas entrenadas para matar lobos. He visto documentales de
los cazadores de zorros de la cadena del Tian Shan. Hay que tener brazo fuerte
para aguantar el peso de esas aves de mirada aguda, recuerdan al Napoleón de Abel
Gance. Sueño con el Asia Central. Cada vez se hace más difícil ir, conflictos
por doquier. Una opción era el Transiberiano, descender en Tashkent. Vuelo
hasta Omsk, a doscientos kilómetros de Pavlodar, también. Veré. Tomar té en un
bazar uzbeko. En Denver iba siempre con mis hijas a comer delicias de
Uzbekistán, saladas, panes especiales y más. En Kharkiv probé una tarta de
carne en una tiendita en la cima de la colina a un paso del hotel, atendida por
dos muchachas asiáticas. Compré cerveza en vaso de plástico al lado. Elegí al
azar de varias pilas que sobresalían de la pared. Eso, para mí, equivale a
felicidad, entrada al universo mayor. De postre, ya cerca de la universidad,
ordené un cheesecake de maracuyá que nada envidiaba a Sudamérica. Luego a tomar
sol en un banco, con las piernas estiradas, ojos entrecerrados y pensamientos. Bajo
la sombra de un gigantesco soldado soviético, de treinta metros al menos, que
ostentaba una bandera amarilla azul en la punta de su bayoneta. Ah, Kharkiv,
bombardeada hoy, cuándo he de pasear por tu parque Gorky otra vez, cuándo la
sonrisa de Kate de perfectos dientes y dichosas caderas. No acepto nuncas, ni
hoy que el atardecer amodorra y estoy lejos del ruido de la ciudad y todo
parece detenido o en velorio.
Salto entre lecturas del Satiricón
y las Memorias del duque de Saint-Simon.
Me espera el filme kazajo, La estepa que
llora, y otros de Finlandia en la guerra de invierno, un documental
argentino sobre la Triple A, larga lista de mis deseos y novedades. Abarcaré
cuanto pueda, nadando entre aguas dispares, feliz de haber hallado de nuevo Carrington (Christopher Hampton, 1995),
acerca de la vida de la pintora Dora Carrington y el escritor Lytton Strachey. Magníficas
las actuaciones de la bella Emma Thompson y Jonathan Pryce. La vi alrededor de
1996, cuando mi novia brasilera me visitaba por tres meses y solo tenía yo dos
sillas, una mesa y un viejo sleeping bag. Avenida Peoria, apartamento K24,
tercer piso. Tiempos de lujo aunque parezca contradictorio. Libros y discos por
el suelo. Un televisor y lo necesario para reproducir videos. Mucho de cine y
cuerpos, buena mano en la cocina, ambos, y la brisa de julio entrando por las
tres ventanas que daban al jardín de árboles.
Trabajo nocturno. A veces su compañía, el retorno a casa viendo morir las
estrellas, cruzar cometas la pradera de búfalos, lunas bifrontes en las selvas
donde cantan renos con voz de bajo profundo. Sutiles mapaches se escurren por
las escaleras, ese zorro colorado acecha a la multitud de conejos salvajes.
Leíamos a Mayakovski ¿O era Ismail Kadaré?
Sábado de borscht. Cozinhas. Tempranillo español recién descorchado. Tu
silueta que recorto con tijera y guardo en un gran libro de Joseph Campbell. La
penumbra va cubriendo la imagen de William Blake. Me pondré zapatos para ir a
tirar la basura. Antes tengo que hacer limonada, lo más ácida posible, y luego
retorno a la cueva primigenia, no tan vacía como ayer.
02/01/2024
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Imagen: Marc Chagall
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