Claudio Ferrufino-Coqueugniot
No debí usar mocasines en día de lluvia. Ando resbalando en las ya de por sí peligrosas aceras cochabambinas. Pero me gusta, me mantiene activo, alerta como los albañiles que en la parte de atrás del edificio van armando encofrados de fierro con destreza inigualable y caminan sobre ellos, poniendo las botas dentro de mínimos rectángulos, velando por no quebrarse los tobillos. Los miro desde mi piso de arriba, son tres, cuatro, cinco, miden, doblan, aseguran con alambre, cuadriculan el espacio antes vacío. Construcción del universo. A veces arman entre dos una inestable tarima y van subiendo el tejido metálico por las que van a ser columnas o sostenes de gruesas paredes. Flotan en el aire sin ninguna protección. Si caen, serán más de diez metros y muerte segura. Los constructores de Denver, los techeros armados con variedad de herramientas en la cintura, parecidos a pistoleros de los Spaghetti Western, siempre tienen seguridad, cinturones y poleas que si pierden equilibrio los mantendrán colgados y salvos, girando como piñatas tal vez pero nunca fallecidos. Observo mientras preparo mi jugo de naranja. Pienso… yo también fui trabajador; existe un espacio muy grande entre un tiempo y otro. ¿Melancólica vejez? Para nada, soltura de entender los cambios y manejarlos. ¿Si lo volvería a hacer? Preferiría no hacerlo…
Por veinte
bolivianos adquiero cuatro libros usados. Uno es un estudio económico-sociológico
de los ladrilleros de Jayhuayco. La mina
urbana, 1984. Conocí a los autores, al menos uno en viaje eterno no hace
mucho. Me sorprendía en las ladrilleras del sur, o cuando los camiones traían ladrillos
a la construcción, ver a los que manipulaban los rojos rectángulos de arcilla
cocida, bajarlos desde la carrocería, o en su caso subirlos cuando se cargaba
el material. Hombres arriba y hombres abajo, a mano pelada. Arrojaban, a un
metro de distancia o más, al menos media docena de ladrillos juntos. Al volar
parecían pegados con cera bruta, no se separaban. Quien los recibía los iba acomodando.
Tal vez mayor número que seis, quizá ocho, o diez piezas que semejaban una. Los
analfabetos obreros de los colorados hornos habían descubierto por azar y por
esfuerzo leyes físicas. Admirable. Si algo me conmueve es el trabajo. Lo decía
Durruti, como que siempre podremos levantar todo de nuevo.
En la parte
sur de la plaza principal un ciego con gorra siciliana tocaba La Sandunga en acordeón. Otro ofrecía
loterías con ciento cincuenta mil bolivianos de premio. Tomé un cortado chico y
un vaso de agua. Acaricié la cubierta amarilla de un libro de Cortázar. A la
salida tuve que abrir el paraguas por intenso diluvio. Lo hermoso de caminar en
lluvia. Recibí llamada de Belgrado y me refugié en la portada de San Juan de
Dios para hablar. Corte de los Milagros, el hombre que ríe en desvencijada
silla de ruedas, carcajeando con dos solitarios caninos abandonados en el
socavón de su boca. Parecía feliz o estaba loco. Un segundo tocaba en zampoña
de plástico de tres colores, rojo amarillo y verde, emblema patrio, los aires
de Sonidos del silencio; un tercero
había puesto su gorra azul en medio de la vereda y con piernas sin arbitrio
natural, sin lógica, se arrastraba mendigando monedas. Las tenderas tomaban
lawas de choclo y trigo. La lluvia tallaba agujeritos como de viruela encima de
la espesa sopa. Más adelante vi vértebras, buenas para el caldo, mojándose en
el pluvial enero, dejando caer hilillos de sangre hacia la calle. Hedor de
cloaca mezclado con rosas, gladiolos, crisantemos, siemprevivas y claveles. Pétalos
decoran la basura. “Clavelito, clavelito, me he de ir por el camino más triste,
ya no me has de ver”, suena el kaluyo mientras escojo plátanos no muy maduros y
abro una sandía para llevarme la mitad.
Busco
máscaras de diablo antiguas. De yeso no sobrevivieron, hoy las fabrican con
fibra de vidrio. Encuentro unas de lata que ya no usan los bailarines por miedo
a cortarse el rostro. Me prometen traer más para el lunes por la tarde, son de
segunda mano y múltiple tamaño. Solo masculinas, de las de china supay ofrecen modernas,
nada más. En esa cuadra de la Uruguay queda una única casa de adobe pintada a
cal, tendrá un centenar de años y pronto ha de desaparecer, seguro. Atisbo a
través del portón la huerta antigua, llena de árboles, enmarañada como jungla.
El lunes me asomaré a la tiendita en la entrada y pediré muy políticamente si
me dejan tirar un par de fotos del jardín. Para la memoria mía, que la
colectiva es frágil e inconsistente.
Siempre
mojándome los hombros, continúo mi periplo por Caracota, la esquina en donde
tomábamos, ebrios, deliciosas sopas con generosos pedazos de carne, por
centavos. Qué carne era esa es respuesta imposible dado el precio. Allí, en el preciso
lugar, derroté al rey de los barrenderos en duelo singular. Después supe que
los tajos cruzados en mis mejillas provenían de hojas de afeitar que tendría el
tipo entre los dedos. Al presionar las heridas se abrían como flores. Al día
siguiente presentaba un libro en el palacio de Portales y asistí todo parchado
para espanto intelectual.
Almuerzos
del día, son casi las doce y media. Sajta de lisa, saice, panza rebozada. Leo,
anoto lo que debo recordar en la cabeza. Sigue la Sandunga en mis tímpanos, “ay mamá por Dios”. Bailan las tehuanas
maduras de hermosos trajes entre ellas. En la Guelaguetza, palabra de origen
zapoteco, con mis compañeros de trabajo, chiapanecos y oaxaqueños, hombres,
mujeres y un tercer género que tienen allí de siempre y cuyo nombre he perdido.
Mis amigos Eladio y José pertenecían a él sin esconderlo. Del borde entre
Veracruz y Oaxaca. Lecturas, cómo no, de Rosario Castellanos. Un filme sobre la
barbarie del henequén (La casta divina/Julián
Pastor, 1977). En el Yucatán.
Retorno a
la embarrada Cochabamba. Al fin, con el peso de la sandía, libros y bananos,
decido tomar un taxi a casa. En el trayecto miro, recuerdo. Alojamiento
Escóbar… Silvia y Gloria, que me perdonen ellas pero las horas cargan sus
nombres. El bar pensión Potosí, que ya no existe, en donde Marinette y Nicole,
bellísimas suizas, dejaron sus mochilas para ir a remojarnos, Julio incluido,
en las aguas termales de Liriuni. Olía a eucalipto; ellas a lavanda.
No me fue
tan mal con los mocasines, caminé veinte cuadras. En la esquina de Esteban Arze
y Jordán me detuve a esperar si veía salir de su oficina el sueño de una mujer
de cincuenta, socióloga que habla francés y lee, además. Sin suerte. Justo sonó
el teléfono y Serbia se adueñó del espacio. Reía el hombre sin dientes de
retorcidas patas. Vendían niños Jesuses de yeso y san Martín de Porres.
Contraste de rosado y negro. Pequeño desnudo y esclavo de larga sotana.
Jayhuayco,
en donde se supone que se asentaba la mítica Canata. A la derecha se iba al
aeropuerto; a la izquierda, al burdel y al cementerio general. Al fondo,
atravesando un lodazal de novela, estaba la base aérea militar. Allí llevaban a
torturar detenidos cuando había golpe de estado y en todas las radios tocaban
la increíble, por hermosa, marcha Talacocha.
La tengo en casa y la escucho porque me gusta, pero acarrea horribles memorias.
Si estaba en cadena nacional era que los puchuchuracos se habían hecho, de
nuevo, con el poder.
Puchuchuraco:
palabra que inventó mi padre para referirse con desprecio a los gloriosos militares
que corrieron desbandados en cada guerra.
30/01/2025
_____
Imagen:
Ricardo Pérez Alcalá
No comments:
Post a Comment