Claudio Ferrufino-Coqueugniot
Hablé hace poco de El viejo del tiempo, obra de William Blake. Inicia mi serie de afiches en el extremo derecho de la pared de la sala. Viene de una exhibición del Metropolitan Museum of Art de Nueva York, año 2001. Al lado de una mujer de Schiele, Národní Galerie Praha, que fue el primer poster que adquirí a mi llegada a USA. Dupont Circle, saliendo del metro hacia la derecha. Allí obtuve aquel de los ojos de Kafka también. Ambos están en la Cochabamba del 2025, treinta y siete años después. Kafka encima de Alfred Kubin y enfrente de Ben Shahn. En el silencio de la tarde de lluvia del once de enero, de cielo gris azulado. Ni sonido de martillos hoy, los maestros masones han dejado la obra inconclusa por el día, van subiendo piso a piso un edificio de diez con rutinarias y precarias técnicas de albañilería local. Maderos resbalosos, húmedos, con mínimas condiciones de seguridad, perfecto para que Chico Buarque inicie su icónica balada.
Recostada
Pilar mientras bucólicos molles se extendían por sobre su vientre. El
departamento semi escondido. Pálidas paredes como rostros de niño, cortinas que
impiden el día y crean penumbra. No hablemos de amor que al menos hoy no
vinimos a ello. Conversemos de Carlos Fonseca y la revolución nicaragüense
luego de desollar la piel hasta el cansancio, de frotarla con vino oscuro;
hueles a uva martirizada, a polvo de caminos del sur, interminables camiones
saliendo de Camargo con destino alcohólico. Aquello terminó, va consumiéndose
de a poco entre populares necrológicos de amigos y enemigos, misa negra por
estos últimos, cabrones, bien muertos estén.
Compás que
delimita los márgenes de la existencia, perfectas marcas que ni el péndulo
destroza. Caminaba por el pasto y la tierra desde la plaza Constitución. Podría
decirse que las horas eran más calladas, mesurados los vientos del ruido. O es
que la memoria me distrae y hace jugarretas adolescentes.
A inicios
de los ochenta ella se marcha; no Pilar, no ella, otra. En la carrera de
Sociología suben y bajan los revolucionarios del porvenir, flama y gloria de la
insurrección boliviana. Tengo mi propia opinión al respecto y la callo por voto
de decencia. Afanosos futboleros llenan las canchas. Me conmueve, me entristece
pensarte acostada en el lecho de eucaliptos. Al oscurecer se presentan
luciérnagas, justas para nuestra boda, teas de batallón de soldados trashumando
la llanura. Febril crepúsculo que apagas con muslos, tibia agua de manantial,
arroyo embrujado. Hablamos; contigo me iría hasta la mierda, dices en sutil
piropo apasionado. Ideal para el momento el Hervé Vilard que escucho. Lo cambio
en un rato por The Doors. Por los alfalfares de Sarco te buscaba en grito.
Sabía dónde estabas y no iba a buscarte. Alma suicida; “pobre muchacho”,
comenta mi madre a mi padre y las tías se escriben entre ellas envueltas en
tragedia que apenas ha comenzado. Eliana, amiga de mi hermana, me pide que me
detenga, que deje de caminar ida y vuelta mirando el ventanal, que semejo un
tigre encerrado, que tranquilo. Spanish
Caravan… “I have to see you again and again”.
Again and
again. Agonizo.
Ya
entonces, inconscientemente, sabía que la redención vivía en el castigo.
Aherrojar el cuerpo para liberar la mente. Si cierto o no en el instante, me
sirvió en el futuro. Penitente de aquellos que Bergman pasea por pueblos
nórdicos azotándose. Eso, al menos allí, mejor que sentarse a jugar con la
Muerte una partida de ajedrez.
Llueve como
en el filme de Molière.
Don Mario Poggi me dice que la empresa que administra necesita obreros.
Las amistades de mis padres se solidarizan con mis búsquedas insensatas.
Trabajo duro, escasa paga, no es para ti. Me anoto, comienzo en la Marmolera
Urcupiña, justo a un costado del río de Sarco, muy cerca de la iglesia. En el
exterior, dispersas rocas gigantescas. Me alcanzan un combo que debe pesar diez
kilos, máquina de guerra medieval, arma para matar dragones. Ni guantes ni
entrenamiento. Hay que romper las piedras, desgajarlas, hacerlas pedazos que
irán armando mesones de mármol para las casas de los ricos. Al principio me
sonrío pensando en películas con prisioneros que combo en mano pasan la vida de
picapedreros. Al rato sé qué es muy distinto a ver cine. Golpe tras golpe y ni mella.
Pústulas en las palmas. Revientan, humedecen el mango sudado del instrumento de
tortura. Estiro las mangas de la camisa para protegerlas. En vano. En dos
semanas se habrán hecho callo. Queman, igual a agarrar brasas.
Salario de ocho dólares mensuales. Cuando cobramos, los aprendices,
aunque a veces asiste algún maestro, subimos siguiendo la torrentera una cuadra
arriba, hacia la avenida América, a la chichería más cercana. A medianoche ya
debo diez dólares. Me gasté el mes y más jugando rayuela en chupa insulsa. ¿La
estoy olvidando? No la olvido pero el dolor se ha hecho espacio en mí al mismo
tiempo, el dolor físico, no la ausencia de sus pezones puntiagudos. Ampollas
que pesan tanto como el amor.
Cuando no hay monstruosas rocas disponibles nos sientan en tres ladrillos
apilados a picar desechos de las máquinas pulidoras. Pequeños trozos de mármol
y de piedra awayo que viene de los cerros de Tupiza. Hay mosaicos armados en mesones
con una viscosa pasta preparada de colores diversos. Allí arrojamos el resultado
de nuestros martillos. Alisarán el compuesto y cuando estén secos los pulirán. Saldrán
hermosos cuadrados de granito, de mármol negro, rosado, blanco. Otra vez, para
casas pudientes, no son mosaicos comunes. Los pulidores soportan agua helada y
sílice de cuando se corta la piedra. El recinto se llena de polvillo mezclado
con líquido.
Llego a casa con ganas de tirarme con ropa sobre la cama. Mi cena está en
la mesa de fórmica roja de la cocina, tapada con un plato para preservar el
calor. Soy afortunado. Lavo con cuidado las manos, tratando de no romperlas más
de lo que están. Pizca de sal en el tibio caldo. Callado, me acuesto. Ni me
baño. Leo a Proust y a Franz Werfel y caigo dormido.
Día tras día, mes tras mes. Hasta que la bondadosa Gaby Vallejo me cuenta
que están haciendo una película de una de sus novelas y que necesitan extras.
Chino, Hans, Julio, Elmer y yo nos alistamos. Nos pagarán cien dólares por
escenas de violencia donde no tenemos que decir nada. Cien es como un año de
trabajo en la marmolera. Don Mario se alegra que salga de allí, a él siempre le
dio pena mi situación pero a mí no. Sin quererlo, a fuerza de bestialidad, no
me importa ya con quién ella esté. Ni Marx ni Gramsci, ya no. Se va esculpiendo
con lentitud el porvenir. Que no será de pétalos pero aquí estoy, colgando el
teléfono que conversó con mis hijas en la placidez de su invierno.
Llueve, pesaroso ebrio cielo.
En un balcón hay fiesta. Tiran cohetes. Tengo dos opciones de filmes hoy:
Ucrania en 1937 o la operación Barbarroja en idioma alemán. Cierro un breve
libro de Walter Benjamin. Miro el cuadro de Blake como cada día, pongo agua a
hervir, separo los cubiertos de la anterior reunión familiar.
Llueve. Lentos transeúntes de abiertos paraguas descienden por la calle
del obispo. Hace rato que se detuvo la música. Recuerdo a mi sobrina nieta
Renata bailando marineras con servilleta haciendo de pañuelo. Hojeo mis álbumes
de estampillas. Spinoza y Hermann Hesse. Lejanos relámpagos en la cima de las
montañas producen luces como de fósforos encendiendo cigarrillos.
El combo pesaba diez kilos. O veinte. O veinticinco. O cien. ¿Ella? La
perdí en una última caminata por Condebamba, cuando más interés tenían las
lanceoladas hojas de los eucaliptos azules que el humo de sus delgadas
vértebras. La vida es así, sentenciarán, y le pondrán ritmo. Cuento tus huesos
como shamán de Polinesia, me faltan algunos; al parecer olvidé algo o
simplemente no ocurrió. Me sirvo un vaso de agua natural, olvido mis pequeñas
victorias y mis aun más pequeñas derrotas. Es ahora tiempo de fantasías en
serio. Dice el Satiricón: “Ya no supo
la mujer mantener el ayuno de la otra parte de su cuerpo”. Yo lo aprendí, fue
más fácil que partir rocas, muy por debajo de acomodar piedrecillas dentro de
cierta masa pegajosa para crear pulidas formas geométricas henchidas de arte y de
belleza.
La luna se ha escondido. La veo sin embargo a través de la tormenta.
11/01/2025
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