Wednesday, January 29, 2025

Mañana de rebétika y estepa rusa


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

Café con panini “italiano”. Cochabamba. Conversar un poco sobre biografías: Zweig… Leía de la biblioteca familiar, en Editorial Claridad, biografías de Emil Ludwig, la que escribió sobre Tomáš Masaryk. Hojear páginas de ese arte que cultivara Lytton Strachey. Miro las de Voltaire y Boswell (regalé mis dos tomos de Boswell antes de venirme hace más de un año). Cosas que se deben hacer, no poseo carromato de zíngaro y pululan mares alrededor. De los libros como de las mujeres queda el dulce sabor de carne de membrillo.

 

Dice Strachey de James Boswell: “One of the most extraordinary successes in the history of civilization was achieved by an idler, a lecher, a drunkard, and a snob”. Será que la virtud no paga. Más interesante Hyde que Jekyll.

 

Edificios de escasa estética van destruyendo la vieja villa de barro, lo colonial entre cien y doscientos años. Comento a mi interlocutora las casonas que existían en la calle Ayacucho antes de su ampliación. La del doctor Pol, creo que un convento o refugio de monjas también. Hoy se hallan negocios de celulares de toda índole y no dudo que los tenderos cochabambinos ya están tan avezados como los chinos en inteligencia artificial. Futuro que barre con pretérito. No se puede, sin embargo, ignorar las huellas, sino estamos como Cristo, solos, caminando sobre el mar de Galilea; sacrificando en serio a Isaac, quemando las naves, sin siquiera buscar al Agnus Dei.

 

Mahmud me contaba de Izmir, su ciudad natal. Él, turco, y yo, somos los únicos cargadores extranjeros entre treintena de afroamericanos. No habla inglés y me estira de la camisa cuando el capataz, inolvidable y terrible Joe Day, le pide que traiga cajas de esto y lo otro para los camiones. Le llueven insultos, claro, que aquí se habla English, mother… y que si no te apuras I will stick my big black cock in your funky ass. Joe amedrenta, intimida, pero se pone como seda bajo el influjo del crack. Izmir en los mercados de abasto de Gallaudet en la capital, DC. Cae hielo del cielo, los mojados guantes sirven de poco. El pequeño Mahmud agradece, me besa en las mejillas, me dice que los bolivianos somos como los anatolios. Será, no será, pero me acuerdo.

 

¿Por qué Izmir, Esmirna? Porque ayer por la mañana pasé horas escuchando rebétika (después música rusa). Y Esmirna, como Salónica, es fuente y cuna de ese género musical que bailaban y lloraban los criminales del puerto. Me pregunto cuánto ha cambiado. No se lo pregunté a los anarquistas griegos en el París del 86. Bellos hombres y mujeres de oscuros ojos. Salud, decían, y chocaban las tazas de café como si fuese aguardiente. Barcos penetran por las grietas de la geografía y descargan productos. Si sabré lo que es llevar cajas en las espaldas, los tipos de paquetes, dureza o finura del cartón, lo tenaz de la arpillera, la aspereza del gangocho y los cortantes diamantes de plástico donde meten las cebollas. Pienso en las bolsas de cemento de la marmolera, cómo me enseñaron a cargarlas sin romperte el espinazo, cómo poner sobre la cabeza y los hombros una abierta bolsa de las de harina y agarrar el cemento de frente, cincuenta kilos, de sus dos vértices haciendo un giro y tirándolo al lomo atrás. Pienso en las medias cargas, o cargas, de papa en Pocona cuando Armando cosechó en sistema de compañeros y hubo más alcohol que cosecha, no chicha sino un agua de fuego de nombre particular.

 

Giran los derviches en la Turquía central. Se revuelve, frenética, la danza de los uxusiris, comunidad Wakullani, Provincia Ingavi de La Paz. Guardianes de la papa, casi decir aquellos aparecidos al principio del mundo y que velan por aguantar lo más posible su final. Antesala de la muerte, a ratos ya la muerte misma, mimetizada, escondida tras el aroma de la oca hervida, color de sol con oscuras estrías de martirio.

 

Bailes de Pacajes en lontananza. Awayos pequeños y azules como el índigo horizonte, océano sin nubes hasta los confines del Perú o el Chiloé. Los vería Almagro el Viejo; qué pensaría. Sabía, lo imagino, que habría de terminar allí. Altiplano del que no se regresa. Morirse de espada o de pena.

 

Estepa. Tenores y bajos profundos. De Smolensko hasta el Volga. Las bellas rusas bailan Kalinka y pegan grititos agudos.

 

Intervalo de capelletis y vino de mesa. No se ve el cerro. Piedras en las calles muestran que bajó el torrente. Detrás de esos nimbos, borrachos los achachilas, se teje el destino fatal de este pueblo. Las bocas de tormenta regurgitan excrementos. Apus que vomitan rocas; han arrasado con las retamas en febril suicidio permanente. ¿Así hemos de leer a Céline?

 

Te paseas desnuda alrededor de mi texto, intentando meter en él tu sutil empeine con uñas pintadas de rojo. Te empeñas en participar de la borrasca, de algún modo deshacerte de tus coloridos trajes de noche y mostrarte tal con pezones de estrella. Pero no te dejo, no quiero distraerme y lo eludo aunque huelo tu jazmín del Cabo, tu sexo de cucarda. Los delincuentes de Salónica entonan deprimentes canciones de abandono. El buzuki solloza, no suena; la mandolina semeja llanto de niño. El acordeón flota en el aire, se diría que es un bus escolar camino del desierto de Gobi, engullido en el simún. Hay asesinados en Esmirna, secan al sol como charques de llama, cubiertos de misteriosas máculas según los días.

 

Ayer quise escribir y terminé comiendo un sudado de pescado estilo peruano. El arroz amarillo que acompañaba era incomible. Yo que fui vicioso del arroz ya perdí la obsesión desde mi retorno a Cochabamba. Me acostumbré a arroces más suaves, no jasmine, demasiado dulzón para mí. Cuando era niño, el gobierno boliviano lo compraba de Pakistán y estaba poblado de gorgojos. Siempre tan dadivosos los jerarcas, tan entregados al pueblo.

 

Nueve naranjas bajo la luz de mediodía. Inmensas pepitas de oro. Sigue la música. Difícil seguirle el paso. Tal vez sea gitana, rusificada con el tiempo, como en los cuentos de Chéjov. Me han dicho que Troianets, al sur de Sumy, está destruida. Por un momento pensé que era la aldea de Tchaikovsky pero supongo que me equivoco. Pasaré por Chayki, región de Poltava, con mi libro guerrero en la mochila. De allí venían sus abuelos.

 

Me veo en el atardecer. Esos fogonazos de crepúsculo merecen ser los del profeta Elías en su carro de fuego. O simplemente la tarde que fenece con pupilas encarnadas. Podrías ser tú que al fin te abro el refugio, te pido: pasa, y pongo detrás de nosotros la vida con sus desventuras. Calla, deja que se escuche el crotoreo de las cigüeñas, permíteles volar a sus altos nidos que desde allí vigilan al enemigo.

29/01/2025

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