Claudio Ferrufino-Coqueugniot
Café con panini “italiano”. Cochabamba. Conversar un poco sobre biografías: Zweig… Leía de la biblioteca familiar, en Editorial Claridad, biografías de Emil Ludwig, la que escribió sobre Tomáš Masaryk. Hojear páginas de ese arte que cultivara Lytton Strachey. Miro las de Voltaire y Boswell (regalé mis dos tomos de Boswell antes de venirme hace más de un año). Cosas que se deben hacer, no poseo carromato de zíngaro y pululan mares alrededor. De los libros como de las mujeres queda el dulce sabor de carne de membrillo.
Dice Strachey de James Boswell: “One of the most
extraordinary successes in the history of civilization was achieved by an
idler, a lecher, a drunkard, and a snob”. Será que la virtud no paga. Más interesante Hyde que Jekyll.
Edificios
de escasa estética van destruyendo la vieja villa de barro, lo colonial entre
cien y doscientos años. Comento a mi interlocutora las casonas que existían en
la calle Ayacucho antes de su ampliación. La del doctor Pol, creo que un
convento o refugio de monjas también. Hoy se hallan negocios de celulares de
toda índole y no dudo que los tenderos cochabambinos ya están tan avezados como
los chinos en inteligencia artificial. Futuro que barre con pretérito. No se
puede, sin embargo, ignorar las huellas, sino estamos como Cristo, solos, caminando
sobre el mar de Galilea; sacrificando en serio a Isaac, quemando las naves, sin
siquiera buscar al Agnus Dei.
Mahmud me
contaba de Izmir, su ciudad natal. Él, turco, y yo, somos los únicos cargadores
extranjeros entre treintena de afroamericanos. No habla inglés y me estira de
la camisa cuando el capataz, inolvidable y terrible Joe Day, le pide que traiga
cajas de esto y lo otro para los camiones. Le llueven insultos, claro, que aquí
se habla English, mother… y que si no te apuras I will stick my big black cock
in your funky ass. Joe amedrenta, intimida, pero se pone como seda bajo el
influjo del crack. Izmir en los mercados de abasto de Gallaudet en la capital,
DC. Cae hielo del cielo, los mojados guantes sirven de poco. El pequeño Mahmud
agradece, me besa en las mejillas, me dice que los bolivianos somos como los
anatolios. Será, no será, pero me acuerdo.
¿Por qué
Izmir, Esmirna? Porque ayer por la mañana pasé horas escuchando rebétika
(después música rusa). Y Esmirna, como Salónica, es fuente y cuna de ese género
musical que bailaban y lloraban los criminales del puerto. Me pregunto cuánto
ha cambiado. No se lo pregunté a los anarquistas griegos en el París del 86.
Bellos hombres y mujeres de oscuros ojos. Salud, decían, y chocaban las tazas
de café como si fuese aguardiente. Barcos penetran por las grietas de la
geografía y descargan productos. Si sabré lo que es llevar cajas en las espaldas,
los tipos de paquetes, dureza o finura del cartón, lo tenaz de la arpillera, la
aspereza del gangocho y los cortantes diamantes de plástico donde meten las
cebollas. Pienso en las bolsas de cemento de la marmolera, cómo me enseñaron a
cargarlas sin romperte el espinazo, cómo poner sobre la cabeza y los hombros
una abierta bolsa de las de harina y agarrar el cemento de frente, cincuenta
kilos, de sus dos vértices haciendo un giro y tirándolo al lomo atrás. Pienso
en las medias cargas, o cargas, de papa en Pocona cuando Armando cosechó en
sistema de compañeros y hubo más alcohol que cosecha, no chicha sino un agua de
fuego de nombre particular.
Giran los
derviches en la Turquía central. Se revuelve, frenética, la danza de los
uxusiris, comunidad Wakullani, Provincia Ingavi de La Paz. Guardianes de
la papa, casi decir aquellos aparecidos al principio del mundo y que velan por
aguantar lo más posible su final. Antesala de la muerte, a ratos ya la muerte
misma, mimetizada, escondida tras el aroma de la oca hervida, color de sol con oscuras
estrías de martirio.
Bailes de
Pacajes en lontananza. Awayos pequeños y azules como el índigo horizonte,
océano sin nubes hasta los confines del Perú o el Chiloé. Los vería Almagro el
Viejo; qué pensaría. Sabía, lo imagino, que habría de terminar allí. Altiplano
del que no se regresa. Morirse de espada o de pena.
Estepa.
Tenores y bajos profundos. De Smolensko hasta el Volga. Las bellas rusas bailan
Kalinka y pegan grititos agudos.
Intervalo
de capelletis y vino de mesa. No se ve el cerro. Piedras en las calles muestran
que bajó el torrente. Detrás de esos nimbos, borrachos los achachilas, se teje
el destino fatal de este pueblo. Las bocas de tormenta regurgitan excrementos.
Apus que vomitan rocas; han arrasado con las retamas en febril suicidio
permanente. ¿Así hemos de leer a Céline?
Te paseas
desnuda alrededor de mi texto, intentando meter en él tu sutil empeine con uñas
pintadas de rojo. Te empeñas en participar de la borrasca, de algún modo deshacerte
de tus coloridos trajes de noche y mostrarte tal con pezones de estrella. Pero
no te dejo, no quiero distraerme y lo eludo aunque huelo tu jazmín del Cabo, tu
sexo de cucarda. Los delincuentes de Salónica entonan deprimentes canciones de
abandono. El buzuki solloza, no suena; la mandolina semeja llanto de niño. El
acordeón flota en el aire, se diría que es un bus escolar camino del desierto
de Gobi, engullido en el simún. Hay asesinados en Esmirna, secan al sol como
charques de llama, cubiertos de misteriosas máculas según los días.
Ayer quise
escribir y terminé comiendo un sudado de pescado estilo peruano. El arroz
amarillo que acompañaba era incomible. Yo que fui vicioso del arroz ya perdí la
obsesión desde mi retorno a Cochabamba. Me acostumbré a arroces más suaves, no
jasmine, demasiado dulzón para mí. Cuando era niño, el gobierno boliviano lo
compraba de Pakistán y estaba poblado de gorgojos. Siempre tan dadivosos los
jerarcas, tan entregados al pueblo.
Nueve
naranjas bajo la luz de mediodía. Inmensas pepitas de oro. Sigue la música.
Difícil seguirle el paso. Tal vez sea gitana, rusificada con el tiempo, como en
los cuentos de Chéjov. Me han dicho que Troianets, al sur de Sumy, está
destruida. Por un momento pensé que era la aldea de Tchaikovsky pero supongo
que me equivoco. Pasaré por Chayki, región de Poltava, con mi libro guerrero en
la mochila. De allí venían sus abuelos.
Me veo en
el atardecer. Esos fogonazos de crepúsculo merecen ser los del profeta Elías en
su carro de fuego. O simplemente la tarde que fenece con pupilas encarnadas.
Podrías ser tú que al fin te abro el refugio, te pido: pasa, y pongo detrás de
nosotros la vida con sus desventuras. Calla, deja que se escuche el crotoreo de
las cigüeñas, permíteles volar a sus altos nidos que desde allí vigilan al
enemigo.
29/01/2025
No comments:
Post a Comment