Sunday, April 13, 2025

El buen pan


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

Ocho de la mañana. Duermen las vanidades, bien sabemos que no. Judas cuelga de la soga en alguna Jerusalén. Anotaba Else Lasker-Schüler: “Múltiple y rica soy, nadie puede cosecharme”. Me nutro de belleza mientras la cortina cerrada preserva la noche en la mañana. Pronto habré de salir pero no deseo terminar el sueño. Una mujer se paseaba por él y mojaba los pies en cauces tumultuosos mientras se protegía el rostro con quitasol. Olía a pan fresco, se percibía en su piel el reflejado calor de los ladrillos. Horno maduro, de barro y redondo, casi como la casa del hornero que pasea con traje militar por veredas de la memoria. Pan, corteza, miga, especias que se cantaban en Scarborough Fair. Añadiría hinojo. Cuece el pan, el delicioso aquel de Betanzos, el pan cartesiano de las calles francesas; nunca olvidado de Oporto, ni de Brasil, marraqueta y tortilla bolivianas, panes negros de pecado, sólidos, hechos de concreto de granos. Chamillos. Tenue mas punzante el aroma de la mejorana fresca, hierba de misterio que utilizo con frecuencia en mis comidas. Utilizaba, diré, ahora que las horas me llevan por miles de kilómetros desconocidos, en una suerte de procesión hacia el misterio, el origen civilizatorio de los hornos, que de asar hogazas pasaron a crematorios. ¿Qué sucedió? Lo señaló Kafka, estaba en Nietzsche. Kurt Tucholsky advertía sobre  él.

 

¿Qué encontraré en Ljubljana? No lo sé. Aparte del aura demoniaca de las guerras campesinas que asolaron la región, el coronado rey labrador sentado en una parrilla por osar cuestionar el poder. Se hizo un buen filme de un héroe popular local. No lo busco para calmar un poco el ímpetu de referencias. Como todo, como todos, acabó en tragedia. Figura compartida con otros países, tal vez Polonia, o Hungría. De trasfondo el increíble paisaje esloveno. Los crepúsculos teñidos usualmente de sangre. Hoy asoman de azul deslavado, casi celeste, opacado por el verde de los árboles. Espero que haya alguna fonda en la que pueda sentarme, lejos del ruido mundo, y reflexionar. Pienso en la madre, en la hermana, en una voz de mujer que me avergüenza recordándome que de hombres los hombres poco tienen. En el humo de un café oscuro me quedaré hasta que la tarde acaricie el resto con largos dedos, así estuviera hilando y las grullas dejan sus longas patas estiradas sobre el cielorraso del universo.

 

Cavilo. Croot, croot, chillan las cigüeñas rumbo a los Cárpatos occidentales.

 

Lecturas matutinas: Kurt Tucholsky atacaba al militarismo prusiano. Los nazis quemaban sus libros, le quitaban la ciudadanía alemana. Igual él continuaba, se escondía bajo diversos seudónimos. Todavía se habla de Goebbels; nadie menciona a Tucholsky. Un melancólico panadero pasa huevo batido por la superficie de la masa para que brille al final de su proceso. No fabrica pan, inventa soles. Händel llenará mis oídos de barroco esta tarde. El auditorio de Lyon creará domingo memorable. Si te extraño, ha de caer lluvia. Grandes grupos de árabes, cerca del puente del Ródano, ofrecen cigarrillos norteamericanos: “Marlboro, Marlboro”, repiten, y me recuerdo las narraciones de viaje del perfecto Blaise Cendrars, masculino de puerto, dandy del absurdo. Fumar es un placer genial, sensual. Yo te espero sin cigarrillo en labios, apenas con un deshojado poema de Andrés Ady en el bolsillo. En los salones de San Francisco se baila el tango. Chinas y rusas hacen fila por los maestros y al ruedo, pecho pegado a ti, cadera a ti y las fuertes piernas de tu amada hacen cortes peligrosos en donde puedes caer en beso, en el que traga palabras y las sucumbe de humedad. De agua, ahogado se perece.

 

Borro un párrafo de un texto que deseché. Estaban Tolstoi, Liliana Cavani, Rilke y Lou-Andreas Salomé. La tumba del maestro, insectos alados paseándose por bosques de espárragos. Alguien pone un bolero en medio del oblast inmenso. La estepa se convierte en pista de baile, árboles de hoja caduca de campos ajenos asisten, cada uno vestido de corteza y pájaros que gritan a modo de sombrero en la cabeza. Estaba Dios ¿o qué era esa sombra de alba vestida?

 

Plátanos con troncos moteados, manchados. Altos de veinte metros, en fila india a orillas del río. Ella me contó de Lyon y ahora lo veo. Observo en el Saona el puente de Tomáš Masaryk. A los dieciocho leí su biografía por Emil Ludwig. Si hubiera permanecido vivo el año 38 tal vez otra historia se tejía.

 

Se ha perdido el pan del texto entre tantos diversos objetos. No importa, los aires afloran por cada rincón. En La Coruña desayunaba en el Café Hispano tostadas con mantequilla y mermelada, de pan artesanal, no el cuadrado y producido en masa con que se hacen las tostadas en Norteamérica. En ese viaje que parecía que terminaría como el del Endurance, atrapado entre los hielos, y que vaya uno a saber por dónde se destila mañana. El olor del pan elimina fronteras, no existen barreras, ni hielo que acero no pueda cortar.

 

Me recuerdo comiendo lentamente gruyère en un banco del bulevar Brune. No alcanzaba para más. Lento porque así se aprovecha más y se gastan menos las monedas que no hay. Duro erogar lo que no existe. Terrible esperar, incluso con una baguette crocante para recordarte lo intrincado de tu aventura. Primero extiendo queso azul de pueblos montañeses de la región sobre la miga. Cremoso y fuerte. Luego un roquefort que hasta los niños comen, a pesar de que en exceso suele quemar el paladar. Esto es Francia, afirman. Y sí.

 

Tarde de barroco. A ratos sentía que cabeceaba entre sueño y alucinación, sucediendo escenas de satisfacción y encanto. Hasta durante el golpeteo de los timbales guerreros, en lontananza, donde el día se desliza por los acantilados del norte coruñés. Despeñadero de nieblas.

 

Una izquierda y dos derechas. Puerta metálica pequeña, un perro que ladra, un loro hablador. Panadería del barrio. Mayoría de mujeres y algún señor con bolsa colorida de plástico aguardan por el horno abrirse y llevar pan caliente a casa. También yo, ávido por las tortillas con lunares de quesillo encima. Nada mejor para la mantequilla, para la carne de membrillo argentina, para las carnes frías con pimentón. Para la llajwa especial del desayuno.

 

Hice pan en el mall de Cherry Creek, barrio de gente muy rica. Se paraban en la vitrina a verme caminantes del lugar. Estaba ideada la ventana para eso. Pan blanco, pan de trigo y rye, las tres variedades que servíamos para preparar emparedados al estilo de Wall Street. Tiendas luminosas, ningún claroscuro extraído de las visiones de Béla Tarr. Manos cubiertas de harina, velocidad para alargar la masa hasta que alcanzara la longitud para tres servicios. Hornos de lujo en los que la parte anterior de mis antebrazos se quemaba continuamente al sacar las bandejas hirvientes. Líneas horizontales que la memoria ha guardado en el cuerpo.

 

Pan sobrante para hacer croûtons. De ensalada y sopa. Sobre la zuppa toscana, con chorizo, papa y col negra. Hace año y medio que aseguro que me pondré a hornear. Cuando regrese, especias y demás delicadezas. Pan con locoto; de ajo y dill picado fino. Parsley, Sage, Rosmery and Thyme. Perejil, salvia, romero y tomillo, mi Dios.

13/04/2025

 

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Imagen: Panadería en A Coruña 

Friday, April 11, 2025

Caminata por Lyon


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

Hoy he mirado las flores, no he contemplado los muertos. El feroz tigre de los Sunderbans ingresó al cuadro del Aduanero y se convirtió en color. Se confundió bestia con mariposas. En el horizonte estallaban obuses. Eran girasoles con múltiples oscuros de mosca ojos, no la guerra, la guerra no. Llueve sobre Poltava, brillan baldosas centenarias, solloza el concreto pulido por el tiempo, pasos tras pasos, trenes tras trenes, infantes tras infantes.

 

Y el Saona fluye.

 

Y fluye el Ródano.

 

Inscripciones con las siglas RF indican la república francesa. Un edificio reza “1916”. ¿Bombardeaba el Gran Berta entonces París? Bajo profundo de la sinfónica, timbales. ¿Era Lyon el lugar de origen del perverso Thénardier? No estoy seguro ni voy a asegurarme, pero es que se trata de Francia y ella sin Víctor Hugo es solo una viuda viejita con trote de labriega. Trashumo callejas atiborradas de gente, cerveza de cada tono, néctares de fruta al fondo de las copas, sigo una tras otra modernas litografías de desconocidos artistas, retratos de caos por lo general, de caos en plural, verdes chillones, monstruos cabeza de pato, naves espaciales o submarinas, guerreros futuros con inmensos cuchillos medievales. Me animaría a comprar alguno si no tuviera maleta llena en viaje que debiera llevar vacío. Mochilas con aire del sur, bolsas de sol apañadas de luna, una canción de McEnroe, ni título guardo, pero martilla las sienes sobre las que crecen patillas blancas.

 

Timbales de Lully, de Haendel. De Praetorius la fiesta, fanfarria. No eran cadáveres sino hortalizas. En medio del estruendo me negué a contemplar los muertos. En su lugar elegí flores, las pinté, así como un tigre de juguete dentro de un bosque de algodón. No con ánimo de distorsionar una realidad ya de por sí maltrecha pero porque había tal aire de belleza en los edificios de Lyon que no podía ser tan necio de negar la luz. “Obuses”, señala un transeúnte. No, girasoles. Si el Gran Berta canta es un aria y nunca una maldición. Ver lo que no vemos y obviar la metafísica. Vulnerables aves de metal sobrevuelan puentes reconstruidos. Por ahí señalan: “destruido por los alemanes”. Fechas en números romanos. Los mutantes del arte contemporáneo, del graffiti de las calles, toman sus alucinaciones del recuerdo. Futuro tiznado de pretérito. Nada corre por sí solo, ni siquiera el viento.

 

Llueve sobre la memoria. La lluvia siempre me ha traído suerte. Gris color carnavalero. Recuerdo aquella encrucijada del casi oriente. La flecha de la izquierda indicaba Varsovia; la de la derecha, Brest. Leía Los campesinos, de Władysław Reymont. El aire olía a col. Conversaban acerca de Murmansk, al norte, límites del frío y soledad mayor que la de Dersu Uzala en los bosques del Amur. Convertirse en esturión gigante, abrir con el hocico puntiagudos canales, zurcir la superficie a manera de lana cruda. Si crees que sufres piensa bien en el dolor de Eugenia Ginzburg en el gulag. Era Kolyma, sí, el horror, pero también amanecía. Una patata podrida huele menos peor que un desecho de sandía. Matices de espanto por doquier; caminando enfrente de la Prefectura de Lyon, el nombre de Jean Moulin flota en un muro; matices, tizas de pastel para retrato, no puede durar el mal más que una temporada en el infierno, carece de eternidad, esa que los niños agitan entre sandalias amarillas y sonrisas para validar su genio.

 

Música, música, que los itinerantes se hagan musicantes y los gitanos doblen los cuerpos hacia atrás hasta tocar el otro lado. Probar la curvatura del círculo, el viaje tangencial del pensamiento al firmamento, a encender el brillo de las pupilas fang que cuelgan allí para beneplácito colectivo hasta el fin del cuento.

 

No, hoy no salgo como siempre a decorar los muertos sino a levantar camelias rojas en un atardecer tan cercano que parece vida eterna. Olor a pan recién horneado. El alba aún no ha llegado. Se engalana para el sábado con zapatos de charol.

12/04/2025

 

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Imagen: Max Ernst, 1919

Monday, April 7, 2025

Faro del fin del mundo


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

El libro no comenzó en Finisterre. Una tromba de aguas de espeluznante furor bajó desde el mar del norte y arrasó con costas, penínsulas, monolitos, antropomorfos, algas, líquenes y tréboles de cuatro hojas de extraños nombres e impronunciables. Luego sobrevino el silencio, apenas la embriaguez de Job sollozando por la inercia del alcohol. Cántaros caídos, rotos, espasmos moribundos de cangrejos negros no más grandes que mano de mujer. William Blake sentencia:

To see a World in a Grain of Sand
And a Heaven in a Wild Flower,
Hold Infinity in the palm of your hand
And Eternity in an hour.

 

Mirarte en una estrella, casi monóculo colgando del universo. Escribía columnas en diarios, yo, en la solidez de las décadas, bajo ese sustantivo. A ver… Falsuri y Antietam, campos de muerte leídos con voz profunda en el semicírculo del teatro Achá. “Antietam”, pronuncio, y cae el techo del escenario sobre los viandantes de letras. La A es shallot puntiagudo. La O, los curvados labios de Fedor Chaliapin entonando Ojos negros. La S serpiente aymara. La vi por Sacaca subiendo la apacheta y le pregunté qué se llamaba. Respondió en lengua extraña, antigua como el caldeo, y yo que soy hombre moderno uniformado, no entendí los arcanos de la palabra, la interpreté a mi manera, con las variantes patológicas de niño autista.

 

La X, la Cruz del Sur. Desde Chorolque la perseguía. Ella caminaba aunque no tenía piernas; saltaba sin brazos, su tórax expandido como chivito clavado en metal al arbitrio de carbones encendidos. M tu nombre matizado de flores de eneldo. Flota crema agria sobre el borscht. Flota en paz hasta que un Iskander que arriba desde el Caspio cae sobre él, lo explota y su rojo tiñe las paredes de sangre, los domos ortodoxos, jardines infantiles. Una sombra ha violado el espacio en donde escribo. Tenía los rastros de mi amigo José. Me había dormido justo cuando el misil explotaba. En mi ordenador cayó un crucifijo e imprimió marca de fuego. José se retiró, sombra que era, sigiloso sin ser siniestro, educado sin alcanzar visos de dandy. Supuse que quería apropiarse de mi texto pero este se defendió, creció garras y caninos largos como menhires y repelió el ataque delicado mientras preservaba mi sueño. No despiertes ahora, quiso decir, porque si lo haces vendrá la yegua de la noche, que los españoles dicen pesadilla, y el cuarto se llenará de zafiros azules, piedras de encantamiento, y del rubí gigante que arrastraron dos elefantes indios en la floresta de Birmania. Sería testa de dios, pensaron, de Marte belicoso y beligerante, del martillo de Tor, el arco de Filoctetes con el que frotaba los muslos pútridos del castigo. No despiertes porque si lo haces verás lo que no quieres ver; permanece dormido e inerte, tieso al igual que Venus antes de que llegue el sol.

 

Llegando al amanecer a Rosario de la Frontera ¿era el Tucumán? La Cruz del Sur brillaba trémula. Los vahos de la mañana hincaban los dientes en sus costados y el manto de estrellas desaparecía.

 

En el mar de Cantabria la Torre de Hércules gira luces alrededor del agua. Son las once oscuridad. El estadio de La Coruña tumba de susurros. Poetas y plantas han abandonado mi cuarto. Mi avión a Lyon sale a las once oscuridad, otra vez, y desciende sobre el río allí, en el barrio de la prefectura, mientras los infantes construyen edificios con rectángulos de colores y los hombres viejos secan las pocas lágrimas que guardan de ahorro, lamiendo y relamiendo el hoyo de una vertiente que no da más. El agua corre y la tierra la engulle. Cuando ya no queda líquido la lama devora a la lama. Un grito atronador anuncia que Saturno inició el festín de sus hijos en la sombría paleta de Goya. En un mural, Neptuno apunta el tridente hacia las nubes, apenas las pinche se desencadenará el diluvio, Job retornará a beber, y mujeres españolas de dulce lengua cantarán en gallego cantigas medievales que vienen con trasgos a cuestas, con meiras y sirenos, con animales que nunca existieron y, sin embargo, se pasean por jardines. Es o no es el mundo, me pregunto. Y Saturno de sanguinolentas fauces asesinas responde que no, que no es y no ha de serlo. Ni será ni fue, inventos tuyos de escritor indio atormentado por quinientos años de frío y silencio, nada mejor para confundir tu lengua, torcerte los dedos y hacerte escribir lo que ya no escribías. No, No. No es ni lo es. ¿Entiendes?

07/04/2025 

Sunday, April 6, 2025

La visita a Betanzos


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

Me envías un enlace acerca de Stefan Zweig. Me acomoda sentado en la distancia en el pasillo con bloques de vidrio de la casa materna-paterna. Varios libros suyos, algunos en la rústica de Editorial Tor. Mucho más tarde me enteré del destino del escritor, en Brasil. Entonces era la magnificencia de una gran prosa, el aire siempre presente de una época, Austria en particular.

 

El pequeño automóvil rojo trepa las estribaciones de la Sierra de la Capelada, al norte de la provincia de La Coruña. Pasamos por lugares de ensueño. Me dicen que en esos montes cubiertos por metálicos molinos de viento todavía corren caballos prehistóricos. Intento escucharlos pero el ruido de las monstruosas aspas es más fuerte. Ganado salvaje, color de tierra naranja los lomos. Pequeñas villas escondidas donde cosechan percebe. No anoté los nombres; se suceden paisajes inimitables. No se ven los altísimos acantilados. Igual a sueños rotos, van cubiertos de niebla. Igual a ellos, guardan la viscosidad de las lágrimas sin derramar, un escurrir de silencios tal vez definitivos. Aire de bosque, mar y fresnos gallegos, el árbol sin par.

 

Pequeños recuerdos en el pueblito mágico de San Andrés de Teixido. Artesanías hechas de antiguo y tradición en miga de pan pintada. Mi acompañante escoge uno para Renata, en Lyon, a quien he de ver muy pronto, en el dintel de un viaje que no tiene que ser final sino iniciático, comienzo de vida cuando se presuponía que sería inicio de muerte. Iré en avión. Obviaré, por cansancio de alma, la tierra entre esta hermosa ciudad española y la no menos del macizo francés. Un alto, intervalo de vida familiar, antes de los trenes al este.

 

Conversamos acerca de los campos de batalla. ¡Qué poco sabe el mundo de la guerra de Ucrania! Juicios y prejuicios, sobre todo de sus mujeres. Recuerdo las pieles femeninas, tatuadas y hermosas, de ellas en las mayores ciudades, siete años atrás. Pocos pensaban en la guerra, pero había tanques parados en ciertos lugares de Jarkov. La conversación gira en torno al horror, la desgracia cebada en un pueblo que tampoco fue inocente en su historia. Sin embargo, los males pasados no pueden ser freno para las iniciativas nuevas y ojalá buenas.

 

El carro baja hasta una extensa playa que dora el crepúsculo. Sol que se cierne al fin de Valdoviño. He sido afortunado de ver mucho en esta corta estancia aquí. Agradecido por el esfuerzo amigo, la buena voluntad, la bonhomía de ayudar y mostrar. Hay ruido de cabalgata detrás de los oídos. Pero en la neblina no se ven caballos ni tampoco la garganta de la montaña que cae seiscientos metros al mar. Lo afirmado, pensado,  todavía no digerido, del silencio que sobreviene después de la tormenta. La placidez del aire en el que no girarán polutos dientes de ira.

 

Ortigueira, Cabo Ortegal, Mirador de Herbeira, nombres que nunca hubieran entrado en la bitácora de mis viajes. Si fue el azar lo que me trajo o qué se esfuma en el vaho de horas. Queda, por supuesto, la memoria. Mientras dure el papel y quien lo llene de palabras, ha de permanecer. Lo que caiga después entra en el mito. No estaremos para vivirlo. Tolkien no asoma en sus mundos sombríos, Robert Graves no deambula ya por las calles de su infancia con tintes germánicos.

 

Corzo y jabalí, raudos fantasmas con pies de abeja. Vuelan por sobre las matas, bufan, sonríen, giocondas del universo escondido, deseos envueltos en mortajas púrpura, como señores santos del Perú.

 

Dice el poeta Ramón Andrés, que me hizo conocer mi guía, lo siguiente:

“El muro ante ti y detrás de ti;/Detrás de ti y el muro ante ti.”

¿Interpretarlo de mil maneras, de forma literal? Una hoja se desliza por el cuerpo del petroglifo de Pena Furada, en la floresta de Coruña. Desnudo observa con ojos abiertos de tiempo la destemplanza del amor. Vanidad, veleidades de humanos que se creen por encima de los años, que no saben entender la dureza del cuarzo que se añade a los bordes de la roca en forma de muelas. “La vida es lo que nosotros vemos del mundo”, Rilke ensimismado, contemplando la noche del Donau. Al fondo del agua las estrellas anegadas, apenas reluciendo en el pardo de las algas.

 

Señalan el camino de Ljubljana, el que llevará a Zagreb y a Sarajevo. Los corceles de Wallenstein cabalgan por su polvo. Atraviesan Ptuj. Acomodo el espaldar de la silla. Rancias paredes de ancianas etnias me rodean. Bajo el atardecer de Betanzos asoman figuras que se van haciendo reales y luego se disuelven, como si las ciudades estuviesen sometidas a cántaros de ácido sulfúrico. Un Golden retriever macho trota en un promontorio. Con las patas destroza retóricas que redactan la inexistencia del amor. En el aire cuelga una sonrisa británica de sazón misteriosa. El gato de Chesire ríe, no parece reír, da carcajadas de gusto. Debajo, pensamientos taciturnos cruzan salones mientras niños se esconden de sus padres. Quiero leer a Dylan Thomas y no está. Dejó una nota señalando que no retornaría, que se iba a leer poemas presto del infierno, que cuando acabara arrojaría el libro a las llamas y a sí mismo al olvido. So long, Dylan Thomas; bailan los campesinos de las hermanas Brontë

 

Betanzos. En el pasado existía el héroe de la historia boliviana y aquel pueblo en el valle entre Potosí y Sucre, helado y melancólico. Otro nombre nunca imaginado. Quizá en mis siempre atentos periplos por el mapa lo había visto, ahí al fondo de la ría, pero no sabía que me convertiría en ducho cliente de los buses que cubren los veinte kilómetros que lo separan de la ciudad grande. Ya conozco de memoria el descenso hacia sus casas, sus puertas citadinas de antigüedad medieval, los eucaliptos. Café “solo” en la puerta de la iglesia de Santiago. Capa y espada. Cabezas de moros. El señor de Bombori trasladado desde los campos cochabambinos hasta aquí. Aunque la historia haya realmente ido en sentido contrario. Dibujos, poemas, lecturas. Siempre Cunqueiro y una miríada de otros autores que desconocía y ahora agitan letras en el vaivén de mi vida.

 

Paseos por Betanzos, libros viejos, espeso chocolate con churros por la noche. Famosa y notable tortilla de papa de Betanzos. Complicado manipular de comidas para producir el efecto deseado. Quesos y embutidos en vitrina apenas bajando una calleja del pueblo que sube y baja, de Santa María a donde viven los gitanos. Feria en la que compro botas de caminata, ya que de trabajo no lo son más para mí. Lejos los días en que botines punta de hierro hacían de diarios comensales. La vida pasa, avanza. A ratos retrocede pero es breve recular de las distancias.

 

Hemos visitado la exhibición de Irving Penn, visto “en vivo” sus tomas del Cuzco. La fotografía gira constante alrededor de este periplo de marzo-abril. Calesita de sueños, flor de azalea. Los brezos, la Calluna vulgaris, pinta de rosa el campo. Me dices que están protegidos ahora, luego de una masacre vegetal como las que suelen suceder cuando los intereses del capital se aprovechan de los recursos naturales.

 

Domingo ya. Nada suele ser lo que se espera. La locura humana tiene alta capacidad destructiva. Donde se hallaba un castillo a la espera de su princesa, la furia ha arrasado como si fuese Jarkov. Bombas incendiarias, atómicas, faros del fin del mundo. Las luces de la Torre de Hércules giran mínimas en el  cielo ante la luminosidad de la urbe. En el pasado serían un ojo entre la tiniebla, pupila de la nada.

 

Domingo. Otro bus camino de Betanzos y vuelta. Después, una semana más tarde, un mes, dos, es posible que su memoria se archive hasta de cuando en cuando aparecer en escritos viajeros. Es posible que no, también, que la villa se afirme en las rocas antiguas y el río siga corriendo. Nadie lo dirá porque no lo sabe.

 

Stefan Zweig retorna a mí desde un enlace electrónico con cuentos de infancia. Todo brilla y de a poco va haciéndose claroscuro, a manera del arte de Lasar Segall.

 

Pan de maíz negro, de trigo negro pan.

06/04/2025