Claudio Ferrufino-Coqueugniot
Hoy he mirado las flores, no he contemplado los muertos. El feroz tigre de los Sunderbans ingresó al cuadro del Aduanero y se convirtió en color. Se confundió bestia con mariposas. En el horizonte estallaban obuses. Eran girasoles con múltiples oscuros de mosca ojos, no la guerra, la guerra no. Llueve sobre Poltava, brillan baldosas centenarias, solloza el concreto pulido por el tiempo, pasos tras pasos, trenes tras trenes, infantes tras infantes.
Y el Saona
fluye.
Y fluye el
Ródano.
Inscripciones
con las siglas RF indican la república francesa. Un edificio reza “1916”. ¿Bombardeaba
el Gran Berta entonces París? Bajo profundo de la sinfónica, timbales. ¿Era
Lyon el lugar de origen del perverso Thénardier? No estoy seguro ni voy a
asegurarme, pero es que se trata de Francia y ella sin Víctor Hugo es solo una
viuda viejita con trote de labriega. Trashumo callejas atiborradas de gente,
cerveza de cada tono, néctares de fruta al fondo de las copas, sigo una tras
otra modernas litografías de desconocidos artistas, retratos de caos por lo
general, de caos en plural, verdes chillones, monstruos cabeza de pato, naves
espaciales o submarinas, guerreros futuros con inmensos cuchillos medievales.
Me animaría a comprar alguno si no tuviera maleta llena en viaje que debiera
llevar vacío. Mochilas con aire del sur, bolsas de sol apañadas de luna, una
canción de McEnroe, ni título guardo, pero martilla las sienes sobre las que
crecen patillas blancas.
Timbales de
Lully, de Haendel. De Praetorius la fiesta, fanfarria. No eran cadáveres sino
hortalizas. En medio del estruendo me negué a contemplar los muertos. En su
lugar elegí flores, las pinté, así como un tigre de juguete dentro de un bosque
de algodón. No con ánimo de distorsionar una realidad ya de por sí maltrecha pero
porque había tal aire de belleza en los edificios de Lyon que no podía ser tan
necio de negar la luz. “Obuses”, señala un transeúnte. No, girasoles. Si el
Gran Berta canta es un aria y nunca una maldición. Ver lo que no vemos y obviar
la metafísica. Vulnerables aves de metal sobrevuelan puentes reconstruidos. Por
ahí señalan: “destruido por los alemanes”. Fechas en números romanos. Los
mutantes del arte contemporáneo, del graffiti de las calles, toman sus
alucinaciones del recuerdo. Futuro tiznado de pretérito. Nada corre por sí
solo, ni siquiera el viento.
Llueve
sobre la memoria. La lluvia siempre me ha traído suerte. Gris color
carnavalero. Recuerdo aquella encrucijada del casi oriente. La flecha de la
izquierda indicaba Varsovia; la de la derecha, Brest. Leía Los campesinos, de Władysław Reymont. El aire olía a col.
Conversaban acerca de Murmansk, al norte, límites del frío y soledad mayor que
la de Dersu Uzala en los bosques del Amur. Convertirse en esturión gigante,
abrir con el hocico puntiagudos canales, zurcir la superficie a manera de lana
cruda. Si crees que sufres piensa bien en el dolor de Eugenia Ginzburg en el
gulag. Era Kolyma, sí, el horror, pero también amanecía. Una patata podrida
huele menos peor que un desecho de sandía. Matices de espanto por doquier;
caminando enfrente de la Prefectura de Lyon, el nombre de Jean Moulin flota en
un muro; matices, tizas de pastel para retrato, no puede durar el mal más que
una temporada en el infierno, carece de eternidad, esa que los niños agitan
entre sandalias amarillas y sonrisas para validar su genio.
Música,
música, que los itinerantes se hagan musicantes y los gitanos doblen los
cuerpos hacia atrás hasta tocar el otro lado. Probar la curvatura del círculo,
el viaje tangencial del pensamiento al firmamento, a encender el brillo de las
pupilas fang que cuelgan allí para beneplácito colectivo hasta el fin del
cuento.
No, hoy no salgo como siempre a decorar los muertos sino a levantar camelias rojas en un atardecer tan cercano que parece vida eterna. Olor a pan recién horneado. El alba aún no ha llegado. Se engalana para el sábado con zapatos de charol.
12/04/2025
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Imagen: Max
Ernst, 1919
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