Claudio Ferrufino-Coqueugniot
Me aconsejan que no, que este es el barrio más peligroso de Lyon. Por eso lo elegí, por su diversidad. Explican la división tripartita en la esquina de mi avenida y Cours de la Liberté de distintos grupos étnicos. Puedo verlo. Un día tomo café en medio de aglomeraciones árabes, lavo la ropa con los afganos, ando impávido por lugares llenos de nigerianos, restaurantes de nombres sonoros. Hay franceses durante el día, por supuesto, y largas filas de ellos aguardando por pollos asados de los marroquíes a orillas del Ródano, en domingo. El Papagayo, café latino, en una de las callejas oscuras cerca de rue Creuzet, donde estuve por dos noches. Pido un quiche Lorraine en un cafetín africano. Bastante malo, con néctar de albaricoques. Desciendo hasta Jean Jaurès y doblo a la derecha hasta encontrar la patisserie que busco. Me siento, pido una tartaleta de frambuesa y praliné. Demasiado dulce pero es pequeña.
Llovizna. Salgo
del hotel y quieto observo transeúntes y coches. Gente hacia la labor diaria,
apurados unos, con todavía modorra matutina otros. A dos pasos hay otro local
norteafricano. Ordeno una pizzetta de cuatro quesos con atún. Muy rica. Un
señor mayor, de origen semita, se excusa porque enciende un cigarrillo y me
escucha toser. Le digo que no se preocupe. Acaricio las mangas de mi
impermeable marrón. Lo llevé en las montañas al norte de La Coruña, las de los
acantilados y la niebla. Mugen las vacas salvajes y no se las puede ver,
escondidas detrás del denso aire helado. Aparte del constante rumor de máquinas
de los molinos de viento. Mi amiga comenta acerca del Quijote. ¿Cómo andaría el
caballero aquel, bacín en testa, adarga de aspaviento, entre estas sombras
blancas que ocultan al enemigo? Preguntas incontestables. Luego el cielo se
desencapota y aparece el azul. Faros que en esta claridad no funcionan. Otra
cosa de oscuridad cuando las bucólicas rocas del día se transforman en dientes
desolladores de madera y metal.
El auto
guindo hace volutas de humo a través del territorio. Ha entrado en el espacio
onírico, donde vuelan ángeles y descansan demonios, en la liviandad del
recuerdo y los pesares melancólicos, allí en donde vale leer a Juan Ramón
Jiménez y beber con lentitud y parsimonia el último café de ayer.
Brillan las
baldosas. Leo que Lyon fue feroz en resistir. Lo sé. Miro la Prefectura pero no
deseo ver su interior. Nada sacaré visualmente de lo que ya sé. Prefiero tocar
la manchada superficie de los grandes plátanos, incluso recordar breves poemas
de amor. Algo tiene que hacer balance al horror, algo tiene que, en este
péndulo macabro. Si no existe la suavidad del pétalo de qué valdría existir. El
poeta japonés Makoto Ooka escribe:
Frutas de
luz
Los
hemisferios de tu pecho
Descansan
en mis manos tan lejos en un mar distante
¡Tan
pesadas estas frutas hechas de luz!
Una espina,
penetras el revestimiento
De mis
entrañas deslizadas
entre
La
distancia te hace
Desbordarte
dentro de mí
La ausencia
te hace
Vivir en
mi corazón
Tarde por
la noche te volviste
Ochenta y
cuatro mil estrellas
Penetrando
mis sueños pasando a
través de mí
Y yo miré
por el vidrio roto
Mientras
las ochenta y cuatro mil estrellas
Disparadas
a través de ti, dispersas, volaban en pequeños pedazos sobre el cielo.
Pedazos que
nos hacen hombres, queriendo decir humanos, tan trilladas palabras ambas, tan
caídas, venidas a menos. Pero aquello no debe impedirnos continuar, la vida es camino
de bellezas. Buscábamos con mis padres el Tupuyán en la región de Parotani, la
senda por donde bajaron los quechuas al valle aymara. Misterio de la búsqueda,
transformación del encuentro. Café solo, pido, pero no solitario, todos andan
conmigo en multitud. Me recuerda el Vallejo que una revista de izquierda
boliviana ponía en su portada durante los agitados años ochenta, de la sangre y
del martirio. Decía César Vallejo: “¡Y cuándo nos veremos con los demás, al
borde de una mañana eterna, desayunados todos!”. Lo queríamos, lo conversábamos
en las huelgas de hambre de San Francisco y San Juan de Dios. Si quedó algo
vaya uno a evaluar. Me fui por más de tres décadas y sé pero no sé en qué
resultó. Ochenta y cuatro mil estrellas tus ojos. Aumento: ochenta y cinco mil,
creciendo.
Quito las
gotas de lluvia de las mangas de mi impermeable marrón. ¿Deshacerse del
recuerdo? Claro que no. Gotas de lluvia son, ojos de cielo, uvas del paraíso al
otro lado del espejo. Como amarrarme los zapatos, hasta esa minucia diaria
carga su bagaje de memorias. Cada zapato que tuve en cada época, el que se
mojaba en la pila de la plazuela 4 de Noviembre al amanecer, el que dormido se
aferraba al pie si dormía en la calle ajeno al peligro, o llamándolo. Las quito
con delicado afán, no sea que con ellas se aleje tu rostro.
Oye, dime,
amor de mis amores, en qué siglo estamos. He perdido la cuenta de los lustros,
las décadas espaciaron casi espectros. Y ahora, en las puertas de un hotelito
en la avenida de Léon Gambetta, cuento con tino matemático el ritmo de las
gotas encima de una precisa pieza del suelo.
Hablar del
peligro… para qué. Mucho he vivido y poco temido. No digamos que el aprendizaje
perfecto fuera, ni fuere porque siempre hay porvenir, pero sirve. Relataba a
mis sobrinos los cuerpos jóvenes de los estibadores negros con los que
trabajaba en los mercados de Gallaudet. Puedo afirmar con convicción que
ninguno de ellos sobrevivió un ápice de lo que anduve. Tomaban tan solo semanas
para eliminar los individuos. Entraban robustos con la usual sonrisa y humor
afroamericanos. Luego tierra arrasada, crack debajo de los puerros, metido en
las finas envolturas de las flores de pensamiento que iban para ensaladas de
los grandes hoteles de la capital.
Pasa una
muchacha, en aquel entonces, con blusa transparente. Nunca he olvidado sus
pezones oscuros y puntiagudos como lápices de dibujo. Descargaba yo bultos que
tal vez eran zanahorias y ella atravesó la primavera de DC mostrándose en
gloria. Adams Morgan, barrio bohemio.
Bato con
cuidado el poco azúcar del café. Gente de color, de colores, en el barrio. Acuarela.
La peluquera de Denver acaricia mi cabello, elogia su suavidad y dice que el tiempo
ha traído sobre él sal y pimienta, en la jerga de su gremio…
15/04/2025
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Imagen: René Magritte, c. 1941
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