Tuesday, April 15, 2025

30, Cours Gambetta


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

Me aconsejan que no, que este es el barrio más peligroso de Lyon. Por eso lo elegí, por su diversidad. Explican la división tripartita en la esquina de mi avenida y Cours de la Liberté de distintos grupos étnicos. Puedo verlo. Un día tomo café en medio de aglomeraciones árabes, lavo la ropa con los afganos, ando impávido por lugares llenos de nigerianos, restaurantes de nombres sonoros. Hay franceses durante el día, por supuesto, y largas filas de ellos aguardando por pollos asados de los marroquíes a orillas del Ródano, en domingo. El Papagayo, café latino, en una de las callejas oscuras cerca de rue Creuzet, donde estuve por dos noches. Pido un quiche Lorraine en un cafetín africano. Bastante malo, con néctar de albaricoques. Desciendo hasta Jean Jaurès y doblo a la derecha hasta encontrar la patisserie que busco. Me siento, pido una tartaleta de frambuesa y praliné. Demasiado dulce pero es pequeña.

 

Llovizna. Salgo del hotel y quieto observo transeúntes y coches. Gente hacia la labor diaria, apurados unos, con todavía modorra matutina otros. A dos pasos hay otro local norteafricano. Ordeno una pizzetta de cuatro quesos con atún. Muy rica. Un señor mayor, de origen semita, se excusa porque enciende un cigarrillo y me escucha toser. Le digo que no se preocupe. Acaricio las mangas de mi impermeable marrón. Lo llevé en las montañas al norte de La Coruña, las de los acantilados y la niebla. Mugen las vacas salvajes y no se las puede ver, escondidas detrás del denso aire helado. Aparte del constante rumor de máquinas de los molinos de viento. Mi amiga comenta acerca del Quijote. ¿Cómo andaría el caballero aquel, bacín en testa, adarga de aspaviento, entre estas sombras blancas que ocultan al enemigo? Preguntas incontestables. Luego el cielo se desencapota y aparece el azul. Faros que en esta claridad no funcionan. Otra cosa de oscuridad cuando las bucólicas rocas del día se transforman en dientes desolladores de madera y metal.

 

El auto guindo hace volutas de humo a través del territorio. Ha entrado en el espacio onírico, donde vuelan ángeles y descansan demonios, en la liviandad del recuerdo y los pesares melancólicos, allí en donde vale leer a Juan Ramón Jiménez y beber con lentitud y parsimonia el último café de ayer.

 

Brillan las baldosas. Leo que Lyon fue feroz en resistir. Lo sé. Miro la Prefectura pero no deseo ver su interior. Nada sacaré visualmente de lo que ya sé. Prefiero tocar la manchada superficie de los grandes plátanos, incluso recordar breves poemas de amor. Algo tiene que hacer balance al horror, algo tiene que, en este péndulo macabro. Si no existe la suavidad del pétalo de qué valdría existir. El poeta japonés Makoto Ooka escribe:

Frutas de luz

 

Los hemisferios de tu pecho

Descansan en mis manos tan lejos en un mar distante

 

¡Tan pesadas estas frutas hechas de luz!

Una espina, penetras el revestimiento

De mis entrañasdeslizadas entre

 

La distancia te hace

Desbordarte dentro de mí

La ausencia te hace

Vivir en mi corazón

 

Tarde por la noche te volviste

Ochenta y cuatro mil estrellas

Penetrando mis sueños  pasando a través de mí

 

Y yo miré por el vidrio roto

Mientras las ochenta y cuatro mil estrellas

Disparadas a través de ti, dispersas, volaban en pequeños pedazos sobre el cielo.

 

Pedazos que nos hacen hombres, queriendo decir humanos, tan trilladas palabras ambas, tan caídas, venidas a menos. Pero aquello no debe impedirnos continuar, la vida es camino de bellezas. Buscábamos con mis padres el Tupuyán en la región de Parotani, la senda por donde bajaron los quechuas al valle aymara. Misterio de la búsqueda, transformación del encuentro. Café solo, pido, pero no solitario, todos andan conmigo en multitud. Me recuerda el Vallejo que una revista de izquierda boliviana ponía en su portada durante los agitados años ochenta, de la sangre y del martirio. Decía César Vallejo: “¡Y cuándo nos veremos con los demás, al borde de una mañana eterna, desayunados todos!”. Lo queríamos, lo conversábamos en las huelgas de hambre de San Francisco y San Juan de Dios. Si quedó algo vaya uno a evaluar. Me fui por más de tres décadas y sé pero no sé en qué resultó. Ochenta y cuatro mil estrellas tus ojos. Aumento: ochenta y cinco mil, creciendo.  

 

Quito las gotas de lluvia de las mangas de mi impermeable marrón. ¿Deshacerse del recuerdo? Claro que no. Gotas de lluvia son, ojos de cielo, uvas del paraíso al otro lado del espejo. Como amarrarme los zapatos, hasta esa minucia diaria carga su bagaje de memorias. Cada zapato que tuve en cada época, el que se mojaba en la pila de la plazuela 4 de Noviembre al amanecer, el que dormido se aferraba al pie si dormía en la calle ajeno al peligro, o llamándolo. Las quito con delicado afán, no sea que con ellas se aleje tu rostro.

 

Oye, dime, amor de mis amores, en qué siglo estamos. He perdido la cuenta de los lustros, las décadas espaciaron casi espectros. Y ahora, en las puertas de un hotelito en la avenida de Léon Gambetta, cuento con tino matemático el ritmo de las gotas encima de una precisa pieza del suelo.

 

Hablar del peligro… para qué. Mucho he vivido y poco temido. No digamos que el aprendizaje perfecto fuera, ni fuere porque siempre hay porvenir, pero sirve. Relataba a mis sobrinos los cuerpos jóvenes de los estibadores negros con los que trabajaba en los mercados de Gallaudet. Puedo afirmar con convicción que ninguno de ellos sobrevivió un ápice de lo que anduve. Tomaban tan solo semanas para eliminar los individuos. Entraban robustos con la usual sonrisa y humor afroamericanos. Luego tierra arrasada, crack debajo de los puerros, metido en las finas envolturas de las flores de pensamiento que iban para ensaladas de los grandes hoteles de la capital.

 

Pasa una muchacha, en aquel entonces, con blusa transparente. Nunca he olvidado sus pezones oscuros y puntiagudos como lápices de dibujo. Descargaba yo bultos que tal vez eran zanahorias y ella atravesó la primavera de DC mostrándose en gloria. Adams Morgan, barrio bohemio.

 

Bato con cuidado el poco azúcar del café. Gente de color, de colores, en el barrio. Acuarela. La peluquera de Denver acaricia mi cabello, elogia su suavidad y dice que el tiempo ha traído sobre él sal y pimienta, en la jerga de su gremio…

15/04/2025

 

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Imagen: René Magritte, c. 1941 

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