Tuesday, October 21, 2025

Contrabandista en la frontera argentina


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

Doce años atrás, una expedición de contrabando partía de la estación de ferrocarril en Cochabamba. Lo usual era tomar el ferrobús hasta Oruro, llegar allí a las siete de la mañana y luego correr a hacer fila para los pasajes al tren de Villazón, cuyas ventanillas abrían a las dos. Cada día ya se habían vendido la mayoría de los boletos, a puerta cerrada, para los conocidos o gente que podía sobornar más largamente. Nosotros, los de compra de dos cajas por producto a lo más, debíamos aguardar. Uno reservaba el espacio de otro mientras éste desayunaba en el mercado próximo. El api era bueno, a pesar de que a esa hora temprana los barrenderos se encargaban de recolectar los desperdicios que perros y borrachos habían dejado en las inmediaciones.


Dos de la tarde. Al abrirse la boletería, la gente se agolpaba para tratar de llegar antes. Después de una lucha, con suerte, se obtenía ticket, aunque con número ficticio. Se vendían muchos más boletos que los asientos que tenía el tren, con series y números que se sabía eran inventados. Uno de aquellos significaba veinte horas de viaje parado.


Perder la oportunidad de conseguir lugar nos largaba a la oscuridad de Oruro, a un pésimo pisco y a velar en los gélidos asientos de la estación. El viento corre, pampa negra, y hombres descarados hunden la nariz en los pequeños vasos con fuego, hasta el otro día.


A las nueve de la noche parte el tren al sur. Hay que acomodarse lo más cerca posible a los vidrios rotos, soslayando el calor de los cuerpos y la asfixia. Mover el pie derecho y contar veinte minutos. Veinte para el izquierdo; treinta para los dos. La cadera a la izquierda, quizá el culo un poco atrás. Los brazos tiesos, junto al sexo o al bolsillo del dinero. Espacio reducido y baile personal y silencioso de los contrabandistas. Los vagones son oscuros. El ruido lo dan los inspectores o aduaneros que chupan sin parar en el coche comedor. Las putas ríen y los oficiales, con los labios ya hinchados de singani, les babean los hombros. Nosotros miramos, desde nuestro alargado cubil, rogando que los hijos de su madre no se acerquen a molestar con sus inspectorías o sus galones. Sólo queremos llegar a Villazón y que se desentumezcan las piernas...


El tren se detiene en despoblado. Los que duermen ni se dan cuenta, pero los que vamos de pie vemos el febril moverse de los aduaneros, subiendo y bajando. Es tráfico de quién sabe qué. Así se sirve a la patria. Lo mismo en las oficinas, en los ministerios, en las embajadas.


Las estaciones se suceden. Pueblos indios; minas. Y también pequeñas estaciones de piedra construidas por los ingleses.


Han diseñado este viaje de noche para esconder el yermo. El altiplano no tiene nada, y el frío es incorpóreo. Cuando amanezca, ya se estará entrando en los valles de Potosí con árboles y remansos esplendentes. Por la mañana el sol se muestra benévolo. La vegetación, aunque escasa, da vida a los ojos después de la sombra.


Cuando para el tren, estación por estación, la gente se pone a mear y a excrementar a lo largo de las vías. Hay tanto trasero que no se puede prestar detalle a ninguno. Y comida, tamales que llegan sobre las cabezas de los niños.


Tupiza, Estación Balcarce... Ya se presume la frontera. Habrá que subir otra vez, montar al frío y estaremos en Villazón, con sus horribles calles, un cine que por años muestra "The Dresser", en copia antigua. Platos de comida mala. Los contrabanderos almuerzan y cenan en La Quiaca, al otro lado del puente internacional: barato y mejor. El desayuno se hace en este extremo porque la frontera abre a las ocho, y los gendarmes argentinos son tan perversos que mejor no molestarlos.


Papel, lápiz, y dinero argentino en el bolsillo. Dólares no; Argentina tiene un extraño comportamiento en relación a monedas extranjeras, recuerdo de su muy perdida gloria.


Se camina por los almacenes: un parmesano allí, tres cajas de mermelada al otro lado, diez cajas de queso fundido porque se vende bien. Pagado y anotado. Al término del día, los cargadores hormiga, contratados en Villazón, irán recolectando las compras y pasándolas una a una, hombre por hombre, hasta cerca de las vías donde cobran el trabajo. Un "hormiga" puede cruzar cien veces diarias, con un único producto en las manos. Los gendarmes, entrenados carceleros, los hacen formar largas filas y retenerlos por el sólo gusto de ensayar su estupidez y romper la fatiga del aburrimiento. Los cargadores bolivianos andan tan empolvados como los tristes negros de las minas de oro del Brasil.


Los ricos, aquellos que compran cientos de bolsas de harina o latas de manteca, van llenando vagones del tren de aquí, a medida que los peones descargan las unidades. Este tráfico con cuentagotas ahorra mucho, en impuestos y aranceles, a los grandes.


En una jornada se ha comprado todo. Un buen contrabandista que venga de Cochabamba puede hacer la vuelta completa en cinco. Si tiene la mala suerte de llegar en sábado no verá sus productos hasta lunes o martes. Peor si le dicen que el vagón con sus cosas "se quedó en Aguascalientes", como si hubiese algo que hacer en Aguascalientes excepto mirar los eucaliptos.


Una caja de galletas para el secretario. Dulce de frutilla para el subjefe. Queso fundido para el principal. Vino para los cargadores. Parte de un rito institucional llamado robo.


El tren de regreso tiene, literalmente, jaurías de perros con uniforme de aduanas. Cada vez que uno de ellos asoma el hocico en un extremo del ferrocarril, hay alboroto. Hombres y mujeres pasan repartiendo cosas entre los que van sentados: que guárdeme estito, que por favor, que diga que es suyo. En un alarde de memoria, un comerciante ducho puede dispersar más de cincuenta productos pequeños entre el mismo número de personas, y levantarlos cuando pasó la inspección. Y repetirlo en todo el trayecto. Cuando el guardia pregunte: ¿qué lleva ahí? responda: "es mío". Y se acabó.


Aparte de ser un carro de contrabando, el tren es un lupanar. Lleva carga de putas entre Oruro y Villazón. Pequeñas y oscuras mujeres desempeñan el oficio para aduaneros y militares en el vehículo en marcha, y para compradores en los hoteluchos de Villazón, que cambian sábanas una vez por semana.


Acabada la faena de escoger y comprar, el singani se destapa. Si se es contrabandista sobrio será imposible dormir. Cantos, gritos, peleas, vómitos. Entre ellos se conocen tanto, vienen tres a cuatro veces por mes, siempre los mismos, que sólo se encuentran nuevos cuando los abruma el alcohol.


Oruro se ve ya. En los doscientos metros finales, hasta la detención total de los vagones, la gente va tirando paquetes por las ventanas. Como en un filme del oeste, de ambos lados de las vías, comienza a salir tal cantidad de gente que semeja un ataque. Son los levantadores, que toman un bulto y lo desaparecen. El contrabando chico, y a veces bolsas tan grandes como personas, salen de los maleteros, de debajo de los asientos, del baño, de entre las polleras. Material que nunca será contado ni magnificado. Alimento fantasma que de la estación de Oruro se repartirá al país. Los precios habrán de doblarse, triplicarse en otras ciudades y los objetos cambiarán muchas veces de mano.


Las contrabandistas chotas, no cholas, que por lo general visten de luto, se peinan y arreglan sus negros trajes para ir a lidiar en las oficinas. En un tumulto, sólo comparable a las oficinas de inmigración argentinas, en Buenos Aires, en la avenida Madero, se finiquitan -es un decir- los detalles de ciertas cargas. Como las coimas son tan abiertas, sobre la mesa, ya deben ser llamadas sueldos. Los oficinistas cobran el salario diariamente, con excepción de los días en que no hay tren y están tan pobres que vagan con su trago debajo de los crepusculares focos.


Por fin, en Cochabamba, se reparte la mercancía por los almacenes. Invirtiendo cien se gana cien, y siempre queda comida extra para la casa. Una semana más tarde ya hay que partir otra vez. Un par de jeans, que aguantan mejor el sudor, una frazada, camisa y chompa. Listos.


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Publicado en Los Tiempos (Cochabamba), 29, septiembre, 1996
Publicado en Arte y Cultura (Primera Plana/La Paz), 13, octubre, 1996

Imagen: Frontera Argentina-Bolivia

Saturday, October 18, 2025

Octubre


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

Octubre. Cuando leí el guión de Eisenstein decidí que quería escribir así. No lo logré, derivé hacia la retórica, el barroquismo. Sin embargo, no he olvidado las notas del maestro quien, no con objetivo pedagógico, me había indicado las pautas de la precisión en medio de la belleza. Era joven entonces, quizá lo era Sergei Eisenstein cuando escribió aquello, y mucha agua ha pasado debajo del puente Mirabeau. No hace mucho deambulaba yo cercano a los viejos tranvías rojos de Belgrado, o caminando otra vez los remanentes de la barriada negra de Aurora, Colorado, y pensaba en lo que deparaba el cercano porvenir. Eran abril, mayo, de un año anecdótico, plagado de promesas. Estas, como cometas, han corrido con su fuego por el espacio hasta desaparecer en el alba. No significa que ya no están, la cegadora luz de la mañana las esconde pero apenas asoma el crepúsculo se renuevan, fulgores naranjas, estallidos púrpuras, los zorros han salido de sus madrigueras y los búhos se dirigen a cazar. La mente se aclara, la mirada profundiza, tengo los ojos acostumbrados a la noche y no son sombras lo que contemplo. Hay una distinción fundamental entre quienes vivimos en la oscuridad y los que se desempeñan con normalidad en ámbitos luminosos. No es un mundo de fantasmas; al contrario.

 

Casi, casi ya, ahora a pensar en la siguiente novela. Voy a sacar de la gaveta del ordenador alguna que comencé una década atrás; trasladaré mis bártulos al sur, a Bolivia-Brasil, a la cercanía de los rincones de la Columna Prestes, pero no será un libro político ideológico sino otra cosa. Tengo que recrear las ideas, sumadas a las imágenes, que me atraían a narrar aquello. He recordado Corumbá, esta última semana me ha revivido aquella ciudad a orillas del río Paraguay, donde un amigo me tomó una fotografía con una mujer negra que caminaba al lado y me decía tontamente que aparecería allí con un souvenir local; sabemos a qué se refería. Era 1984 y el tren por la región de Roboré se inclinaba de un lado a otro como si fuese el vehículo del péndulo.

 

Casi, casi ya, no lo puedo creer. Siempre he trabajado muy bien a destajo, mejor mientras fuese mayor la presión. Nunca duró tanto un año como el 2025, se extendió, alargó con paso de bolero de caballería. Lo evaluaré más adelante, mucho más porque aún permanece vivo, con brasas candentes a la vez que con estertores, como todo. Aprovecho las horas del amanecer para que no interrumpan el desarrollo de mi otro trabajo. En un rato me meto en cama otra vez y cierro los ojos sin mirar las redes sociales. Mi sangre está hecha de grandes ríos y de embarcaciones arriesgadas. Pienso en Fitzcarraldo y la subida al monte para encontrar el Pachitea. Algo por ahí, vencer los escollos en la vida real, no soñar con artes inexistentes y príncipes o princesas cuyas espadas están fabricadas de la más vil hojalata. Casi, casi ya. No lo puedo creer.

 

He cumplido conmigo y con un amigo. Tiempo que vamos tras esto, intensas charlas interrumpidas por llantos y manicomios, por errancias y destrucciones, memorias del amor siempre presentes y a las que no se debe obviar. Vale un buen vaso de ron Zacapa en unos días y, sentado enfrente de la ventana, mirando la cordillera, podré decir con alto valor: salud. Por tu chingada madre, cabrón, por los inditos, como los llamas tú, que parieron parte de  ti a orillas de los volcanes. Y parte de mí. Hay tanto de todo y poco no hay.

 

Seré breve. Texto de alegría, no necrológico. Soy afortunado, estoy bendito pero no en sentido religioso. Diez y ocho de octubre. En dos fechas más tengo que entregarme a mí mismo algo de peso. Lo he logrado y que venga lo que venga, sin expectativas. Basta haber llegado, piedra fundamental, creativa y creadora, valdrá ese aromático trago y llamaré a mis hijas, a Emily y Aly, para contarles las nuevas. Dos años desde que emigré; descuento el primer año por motivos obvios. Este es el primero de mi vida y aprendo a caminar.

 

Van a tocar las seis. Pena que no hay iglesias con campanas cerca. O barcos en el puerto. O locomotoras de ronco grito. Los imaginaré mirando el cielorraso de la deleznable Cochabamba, aspirando la brisa de eucaliptos que repta por el valle bajo hasta el vano de mi puerta cerrada.

 

Salud, por la vida, porque nos creímos muertos y no. Ni Lázaros ni lazarillos. Silencio alrededor, mucho. No voy a alterarlo, seguiré su curso. Punto final para este escrito. Punto seguido para todo lo demás.

18/10/2025

 

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Imagen: Escena de Fitzcarraldo, de Werner Herzog

Monday, October 13, 2025

Infeliz año viejo


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

Ray Charles atraviesa las congeladas calles de Aurora; en las colinas el hielo quiso caer por las paredes y se convirtió en cortina transparente. Nunca llegó al suelo.


Cruzo la entrada de unos apartamentos: The Cambrian. En Lowry, que fuera base militar con armas nucleares enterradas en casamatas, crece un asilo de ancianos en forma de L en medio del vapor de frío. Subo por el ascensor a las tres de la mañana. Me siento en el salón de estar, vacío a esta hora. Aunque alguien en silla de ruedas mira por la ventana sin moverse para ver quién entró. Pienso en mi padre, que se hubiera negado a la silla, y al favor de cualquiera. Prefirió morirse con el vozarrón intacto. En su café favorito, en la esquina Ayacucho y Santiváñez, el patrón afirma: murió un patriarca. Si se sigue la calle abajo, hacia el pasado de Cochabamba, una casona guarda la memoria anciana de las sillpancheras hermanas Hilera, en el llamado k'ullku que describía mi padre en ya historia muerta.

Me siento en un salón triste, salón de tres de mañana. Ajados libros en cirílico adornan los estantes. Alguna hora lo llenará de soledades. Miro, igual al inválido estoico, por la ventana. Un Papá Noel de tamaño natural, con las pilas casi agotadas, baila, fantasmal, festejando las navidades. De niño leía, cobijado por los padres, Canción de Navidad, de Dickens. Nunca antes, tal vez en David Copperfield, aprendí tanta tristeza. Este Santa Claus se me hace macabro. Gesticula y canta para los ausentes. De a ratos, alguna cuidadora de ancianos, etíope o somalí, pasa con trapos. Huele a orín, a excremento. Alguien grita en los pasillos ¿en el segundo, tercer piso?

Neil Young canta en un punto cerca de inaudible. Voy con los vidrios del coche abiertos. Ráfagas de quince bajo cero abofetean mi rostro de ambos lados. Me quiero dormir, cabeceo. Despierto sobresaltado y el paisaje se cubre de árboles canosos, de tronco oscuro. Sombras. Les hablo. ¿Eres tú, Joaquín? El hielo debajo de las ruedas suena como cristal quebrado, en una fiesta de despedida, no de fin de año, sino de fin para siempre.

Un mechón de tu pelo. He cambiado la estación. Cumbia sonidera. El listón de tu pelo. Es bailar pena, otra vez, abrazado a una mujer espectro, que nunca se ha ido y nunca permanece. El dormitorio de mis padres está al fondo del pasillo. Miro su puerta desde mi puerta. Diez metros, quizá, pero en esa distancia habitan mujeres de largos vestido y cabello negros. Con el auto he llegado a la intersección de Piccadilly y Hampden, colina arriba. Hay un parque allí, del lado izquierdo, con motivos tradicionales. Unas chozas, teepes indios, muestran siluetas de lo que no existe. La nieve cae, parece que viene de los faroles mortecinos que arrojan los copos. Me he detenido en mi propio western. Desde el Honda Accord imito al postrer cheyenne que mira la fértil hondonada hoy cubierta de mortaja.

Nunca llega la mañana, de Nelson Algren. Me lo dio Joaquín Ferrufino Murillo, el último de los descendientes del ahorcado, hace cuarenta años y recién lo recojo. Lo leo en su hogar, en su cama, con el saco todavía en el perchero, zapatos debajo de la cama, el poncho gris de Sanipaya doblado. Boxeadores polacos de los bajos de Chicago. Le gustaba ese mundo. Me gusta. Nos gusta. Algren revolcaba a Simone de Beauvoir enloquecida de pasión, aferrada a los hombres rudos, aburrida de su pequeño pensador. Culto de la hombría, Joaquín, lo decías mientras estirabas un brazo para alcanzarme Hemingway y las notas de Enzensberger sobre Durruti. Tal vez por eso, cuando me preguntan, el por qué no estoy sentado en una oficina con papeles garrapateados con firmas afirmando lo que soy en la pared detrás, les digo que adoro esta intemperie que me congela los pies y me aisla. Las montañas rocosas de Colorado traen una imagen que podría ser Cochabamba. Espero que se vaya el año y que no vuelva. En medio de la tormenta estoy con mi padre, observado por azorados coyotes que cazan conejos. En la radio suena un blues. Adiós, papá.
29/12/2014

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Publicado en El Día (Santa Cruz de la Sierra), 30/12/2014

Imagen: Joaquín Ferrufino Murillo

Saturday, October 11, 2025

Herencia santiagueña


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

Escucho, de la gran tradición musical santiagueña -por Santiago del Estero-, canciones de Los Carabajal. Ya con Juana Azurduy, de Luna y Ramírez, me dan ganas de escribir algo sobre la intensa relación que Bolivia, y Cochabamba en mi particular caso, tiene con aquella región argentina.


Si trazáramos líneas que de alguna manera definieran sectores geográficos hermanados por la historia, las fronteras de los países actuales, ficticias y malintencionadas, tendrían que desaparecer. Habría un país que partiendo desde el norte de la provincia de Córdoba, con una recta hacia Catamarca, con Santiago y Tucumán, y otra que atravesara Salta y el Chaco para adentrarse hasta Santa Cruz de la Sierra y de allí a Cochabamba, con una diagonal hacia el sur que incluyese en su interior los departamentos de Potosí, Chuquisaca y Tarija, llegaría a cubrir gran parte del norte de la República Argentina más el centro y sur de Bolivia. Líneas sin duda especulativas y no necesariamente precisas; no hay que olvidar que los ejércitos auxiliares argentinos llegaron hasta Huaqui, al Desaguadero. Sin embargo, el territorio incluido entre estas coordenadas ideales por llamarlas así mantuvo, a lo largo de toda la guerra independentista, sólida relación cultural, política, militar.

Los Carabajal entonan ahora Tradiciones santiagueñas, de Carabajal y Trullenque, que habla en parte del esfuerzo santiagueño en los campos del Alto Perú. Dicen que Santiago quedó mermada en su población después del despliegue bélico de los años que van entre 1811 a 1815 mayormente. Suipacha, Vilcapugio, Ayohuma, las dos batallas de Sipe Sipe, llamadas de Amiraya (Hamiraya) y Viloma, cargaron con buen número de ellos. El flujo humano de Santiago hacia la guerra en el norte persistió incluso después de que la provincia de Santiago del Estero ganara su autonomía en 1820. Se siguió combatiendo junto a Martín Güemes, en una frontera que no era como hoy una línea definida sino que fluctuaba entre las poblaciones de Jujuy y Tarija y se internaba hasta los valles de Potosí, a Cotagaita y a Tupiza. El manipuleo político posterior eligió dividir en lugar de ampliar y naciones que debían haber permanecido juntas se separaron en merma del futuro mutuo.

El hecho de que Manuel Belgrano y Gregorio Aráoz de LaMadrid se reuniesen en el pueblo de Yuqalla (entre Oruro y Potosí) para dar pelea a España, o que Rondeau, pésimo estratega, se asociara con Lanza, Uriondo, Camargo y Padilla en las rojas quebradas de Wilauma no es casual, forma parte de un todo.

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Publicado en Opinión, ¿?

Foto: Chichas, Bolivia