Claudio Ferrufino-Coqueugniot
Las luces contrarrestan la noche. No porque le tema. He trabajado treinta y cinco años de noche. De día también, claro, pero las sombras eran mi espacio. Entre ulular de búhos y tormentas inenarrables de nieve y hielo. Esa era soledad y no la lírica a la que nos hemos acostumbrado. Tú, a oscuras, solo ante el embate de la naturaleza brutal. Sabiendo que un paso en falso y te encontrarán congelado al día siguiente. El automóvil resbalando, chocando las aceras, imposible de parar. Enterrarse en nieve. Luego, al anochecer más profundo, veinte, veinticinco grados bajo cero, con sensación térmica de menos cuarenta: la estepa, Siberia. Solitud en serio, no la del amor malogrado sino la del hombre primigenio, antes del amor.
Los focos
iluminan una penumbra trivial, burguesa. Calzo las mismas barbas, exactamente
los mismos bigotes, pero no hay trozos de hielo colgando de ellos. Abro la
puerta y escucho niños, perros, albañiles en la construcción, alguna tonada.
Aquello, cuando hasta los coyotes callaban, era el amanecer del mundo, tal vez
el fin. Ni un ruido, ni el mínimo, apenas el ronroneo del motor que sufre, el
aire de la calefacción para permanecer vivos. Esposa e hijas duermen en casa,
calientes, abrigadas, bien comidas y contentas. Yo observo, contemplo, aquí no
está ni Dios. Llegaré con suerte cuando el cielo se vaya aclarando, mojado, las
botas hechas desastre, los guantes también, tiesa la gorra rusa. Pararé en el
supermercado que recién abre y compraré pan francés y queso azul. Ellas, mis
queridas, despertarán a mesa servida, café caliente o chocolate, y nadie sabrá
que he enfrentado el horror, la caverna del silencio, que a ratos me dieron
ganas de llorar pero esa agua se hubiera congelado en las mejillas. Mejor no,
aguantarse pensando que abriré una puerta, dejaré botas y medias anegadas,
secaré con toalla los congelados pies y tendré al perrito Marco moviéndome la
cola. Fui novio de la noche; era noviazgo sufriente y extenso en los inviernos.
Los árboles semejan bosques de cristal, la gente comienza a mover la modorra y
nace el trabajo. Día a día. Y yo en la sombra.
Lejos está
pero presente. He visto a los inmigrantes, incluido yo, en el altar del
sacrificio. A la larga valió la pena. Amigos mexicanos que fueron construyendo
casas en sus pueblos, haciéndose de vacas y caballos para el rancho, todo lo
vedado por nacimiento en nuestras tierras “propias”, nunca más ajenas. El
monstruo del norte devoró la juventud, cedimos muchísimo por nuestras familias.
En la balanza queda un saldo positivo, la sonrisa de los padres al recibir el
cheque mensual, las profesiones de las hijas, su éxito, hasta la independencia
de las otrora esposas. Nada de qué quejarse porque en la inmensidad de las
tormentas en descampado existía una profunda belleza, olvidado ya el miedo, la
desazón, la incertidumbre de retornar a casa, el horrísono ruido que venía
antes y después del silencio. Apenas unos conejos perdidos saltan camino al
hogar, sin zorros que los persigan. La lechuza de cara blanca, la que habita
las trojes del medio oeste, se pregunta qué hace este loco trabajando cuando el
mundo duerme. Hago lo que ella, lo mismo, busco alimento en la alfombra blanca
donde parece que nada se mueve. Pero se mueve.
Quise
escribir algo diferente pero la garúa me hizo recordar. Por supuesto que no
hablo de frío. Los cochabambinos caminan envueltos en chamarras y chalinas. Si
esto es un verano, me gustaría decirles, allá ellos y sus veleidades
climáticas. No tengo por qué dar lecciones de nada. Me basta con escribir.
Thomas De
Quincey es mi referencia invernal. Siempre. A ratos Solzhenitsin. Las cuevas de
las riberas del Dniester. Tengo que referirme a la guerra, al cielo color flamenco
que creció en él antes de apagarse Moscú. Hielo recorre el frágil espinazo del
dictador enano. Como si una bandada de las hermosas aves se hubiera congregado
en las nubes para anunciar terribles presagios. Las veía, durmiendo en una
pata, cuando atravesaba en tren el yermo a orillas del lago Poopó. Flamencos
entre albos y rosados; largos peces de colores volando en el aire de la puna. Ahora
cruzan lentas Moscovia y no traen buenas noticias.
Contesto
varias cartas a la vez. En cada lugar visos de tormenta. Semeja un aquelarre
goyesco multiplicado, la fiesta de la Salamanca en medio del bosque de
quebracho. Manejo el camión de Amazon a medianoche por las colinas de Parker y
de Aurora. Ni estrellas hay, tan profunda es la noche. El viento hace temblar
el carro, quiere tumbarlo. Por la radio la oficina anuncia gran riesgo pero me
niego a dormir allí, detener el auto y con la calefacción encendida aguardar
socorro que suele tardar demasiado. Prefiero arriesgar. Con lentitud de dos
horas de retraso me aproximo al warehouse. Otros han hecho lo mismo. Después
caliento el Outback y enfilo a casa con dificultad. A terco no me gana ni el
invierno. Viejos blues de los Rolling Stones distraen el miedo al accidente.
Otra vez, la magnífica emoción de llegar al hogar, el hombre primitivo que
camina hacia el fondo del refugio y se envuelve en pieles de oso. La nieve toca
la puerta repetidas veces pero no abro. Las kachinas zuñi y navajo siguen
inconmovibles en los estantes. Un misterioso ibis ghanés está a mi lado y
escuchamos marcharse al intruso. Calor de cuerpos, huido de la pesadilla
helada, incomparable sensación.
17/11/2025

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