Claudio
Ferrufino-Coqueugniot
Me dolió, y tal
vez era suyo, no lo sé, ver hace poco a García Márquez llevando una ridícula y
ostentosa rosa amarilla en la solapa. Allí ya no estaba el poeta, sino un
objeto de marketing, la sociedad de consumo que aprovecha para sí hasta lo que
un día se consideró rebelde. De una obra sustanciosa, maravillosa, quedaba una
anécdota de flores insulsas apropiándose del genio. Lo repito, quizá era cosa
suya, no lo sé. Manías de escritor, de algún tipo de escritores, y pasto de la
comidilla negociante que pulula alrededor de la fama.
No es este un
homenaje que merece un hombre que escribió páginas memorables, un libro, Cien
años de soledad, que aún se considera un hito de los años 60, como Che, o Mayo
68. No, pero valga recalcar que en esa payasada hubo un insulto a su memoria
antes de morir.
Los Wawancó
cantaban mariposas amarillas, Mauricio
Babilonia; Toto la Momposina, la Negra Grande de Colombia como apareció en
la entrega del Nóbel, repetía en una cumbia sentada: viejo pueblo Aracataca, pedacito de Colombia, tierra donde yo nací,
entre rumores de cumbia a quererte yo aprendí… y seguía como parte del
recuerdo popular de un hombre de letras que rescató de muy hondo la magia del
pueblo y se insertó, porque en el fondo pertenecía a él y no a las elites
intelectuales, en su alma como su mejor expresión.
Luego vino la
fama y Gabo se convirtió en un personaje, una paradoja, un coronel al que
escribían todos. Se puso a vivir en lujo entre oligarcas. Sus vecinos fueron
banqueros y etcéteras. Eludió la muerte violenta que le aguardaba en su país y
se desmembró, publicando de cuando en cuando textos que lo recordaban de ayer,
u otros, como sus Doce cuentos peregrinos, livianos y sin legado.
Patear el cadáver
de un hombre grande no es la intención. Valorar entre tristeza y recuerdos
felices, entre decepciones e imágenes imperecederas. No hay perfección y hasta
los genios se debaten en la hojarasca de la vanidad y el aliño. García Márquez,
como cualquiera, no está exento de ello. Pero, fuera de sus veleidades, quedan
libros pesados, sólidos como hitos geográficos. Puntos desde donde se cuentan
trayectorias, antes o después de ellos, decálogos de profetas ebrios cuya mayor
trascendencia está en avivar la llama perenne de la cultura popular, dándole
voz en personal estilo, forma, individualizando el talento para sustraer de la
realidad el hechizo de las palabras, una cabala sudamericana que no podemos, ni
queremos, evadir.
Ha muerto un
escritor, un prestidigitador fantasma en El sueño del patriarca, un trashumante
tropical que oyó las voces de la tierra y de la sangre, y nos ofertó Colombia
como no la habíamos visto antes y quizá no la veamos después. Que duerma ahora,
por cien años y que le llenen la tumba de rosas. Al fin, para los que lo
admiramos, esas flores carecen de importancia. 17/04/14
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Publicado en GABO, separata de El Deber (Santa Cruz de la Sierra), 19/04/2014
Imagen: GGM en un cómic español
Muy bueno!
ReplyDeleteGracias, Jorge.
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