Claudio
Ferrufino-Coqueugniot
Supuestamente se
atacaba a un sistema. Cuando al amanecer del 11 de septiembre de 2001, primero
por radio y luego en la pantalla, vi estrellarse aviones en las torres de Nueva
York, y estas colapsar luego, la primera reacción fue de alegría, de que
Estados Unidos recibía algo bien merecido. Eso dio paso a la reflexión, apenas
viendo que lo sucedido habría de cambiar para siempre nuestro modo de vida,
economía, libertades. Entonces, y a pesar de lo que Chomsky dijera, supe que el
fundamentalismo quería terminar con todos, amaestrarnos, doblegarnos,
enseñarnos a vivir a su manera y a no pensar. Ambos, la vigente teocracia
republicana en USA, y los fatídicos musulmanes del más allá.
Incluso algo tan
cotidiano que para nosotros siendo extranjeros significa viajar y recibir
amigos o parientes, se terminó. El viaje dejó de ser sinónimo de placer. Se
militarizó la vacación, se nos expuso a cacheo, a rayos equis, a no dejarnos
entrar hasta la sala de espera y ver a los familiares salir por la puerta del
avión. Ahora se nos amontonaba en un gran recinto; tal vez entre la muchedumbre
llegada de cualquier lado lográbamos avistar un rostro sonriente y conocido. El
ataque de aquellos analfabetos habíase convertido en cuestión personal. Ya no
importaba que Bush bombardease el Oriente Medio, o que se reforzara el apoyo de
Israel; estábamos tocados en nuestra intimidad, en nuestro bolsillo. A nombre
de qué, de un ficticio Alá, se condenaba a los trabajadores a sufrir recortes
en la paga, a desviar dineros destinados para educación y salud hacia las
armas. Nada mejor le podía haber ocurrido a mister George Bush, tenía la
justificación precisa para encasillar a un redil, el propio, acostumbrado a un
óptimo nivel de vida en los dos períodos Clinton, y cambiar la discusión acerca
de los derechos civiles para el lado de una guerra, ya eterna, contra el
terror.
Si alguna vez
había sentido simpatía a las causas musulmanas, no por el lado religioso, ellas
murieron el 2001, porque se me atacaba personalmente, se amenazaba vida y
futuro de mis hijas, se las condenaba a habitar un país que nunca más sería el
mismo, a modelar su existencia según lo quisieran los terroristas del gobierno
o los otros. Eso no iba a permitir.
Lo que el grupo
de sauditas hizo ese septiembre fue acabar con la esperanza de millones de
personas, de nacionalidad, credo, convicción política diversa. Allí estaba su
misma gente, inmigrantes musulmanes venidos en busca de porvenir. La
grandiosidad entre comillas de la idea resultaba basura. Para quienes sabemos
que en la sombra de la muerte no hay ni once mil vírgenes ni once mil vergas,
poco podrían importarnos las fatwas ni la mano que usan los islámicos para
determinada actividad. Que Mahoma fuese puro o impuro, que dijese esto y no
aquello, cualquier cosa. Nosotros vivimos de nuestro trabajo y el sacrificio no
está destinado a la infatuación de ridículos iconos. Pero así fue, terminamos
envueltos en una cruzada entre rufianes, con la nunca más presente realidad de
cuán mínimos éramos, peor mientras más autoritario fuese el régimen que
gobernara.
Hoy, 2015, ya
estamos en abierta guerra de religión. Parece absurdo observando cuánto ha
avanzado el hombre en el aspecto tecnológico. Casi como que no podemos evadir
las sombras de un atávico primitivismo. Y el tiempo de los hipócritas también.
El llamado califa del estado islámico vive en comodidad occidental, rodeado de
inventos occidentales, cristianos si se quiere, en lugar de habitar el desierto
y comer lagartijas. Los fundamentalistas aymaras de Bolivia mucho ekeko, mucha
illa, pero bienvenido el filet mignon, y el etiqueta azul, para no hablar de la
Coca Cola que bebe el cacique y que no parece afectarle el inconmovible
peinado.
Somos individuos
y tenemos que ser libres por encima de los dogmas. Un profeta no vale la
alegría de un café conversado en casa. Un dios, menos.
12/01/15
_____
Publicado en El Día (Santa Cruz de la Sierra), 13/01/2015
Muy bien dicho! Gracias.....
ReplyDeleteGracias por leerlo. Saludos.
Delete