A Pablo
Cerezal
Pregunto a mi
amigo, que está muerto, ¿qué discos traes? Y me responde lo mismo que como
cuando estaba vivo: cuatro de Neil Young. Con ellos llegaba desde el exilio, en
Suecia, y con ellos viene este amanecer de junio, desde el fin de la calle José
María Achá, en Cochabamba, que es ahora la calle de la muerte.
Lo veo de
adentro, detrás de la blanca cortina de casa, tocando el timbre. Viene con Pepe
y quieren salir. Caminamos la ciudad, de arriba abajo; nos sentamos en la plaza
principal, de frente al mentidero de los viejos, y volvemos sobre nuestros
pasos, tranquilos, riendo, observando algún culito ora redondo ora plano.
Reunimos monedas, en los recovecos del pantalón, para comprarnos una Coca-Cola
en los kioscos del estadio.
Chino ya no está;
Pepe tampoco; la ventana de Ricardo al pasar luce vacía. Luz apagada, ninguna
presencia de vida. Ahora, tres de la mañana, los he convocado a mi mesa de
Aurora, Colorado, para conversar del tiempo, de si va a llover y del barrial
que se hace en la plaza Franz Tamayo y no nos permite jugar fútbol. Observo
nuestro colegio, con feos muros rosados. Las dos torres del baloncesto se alzan
sobre ellos con largos cuellos de grullas chinas. Les sirvo Coca-Cola, visten
igual que ayer, parece que no se han cambiado. ¿No hay guardarropas en la
muerte, pregunto? No hay tiendas donde comprar, me responden, ni dinero que
ganar. Al menos, prosigo, tenemos la música, y pongo Rust Never Sleeps, Neil Young
& Crazy Horse, que conseguí en un tenderete de la rua Mauá, en San Pablo,
dudoso entre comprarlo o comprarle una puta a mi soledad.
Mi perro Marco
duerme sobre el sofá. Ligia ha puesto una manta blanca para que no se llene de
pelos. Muy gordo, semeja un cerdito vietnamita, de esos que en Estados Unidos
son mascotas y que allá, en el teatro de guerra, devoran crudos los niños. El
hombre del cuadro con las manos cruzadas me guiña un ojo. Veo vaciarse la
botella de cabernet sin que la tome. Una pálida ale ha tomado el color del
orín, del que se mea y del que herrumbra. Estamos los cuatro, tres fantasmas y
yo ¿o el espectro único tiene mi nombre y quien habita la muerte también?
¿Bailamos?
Pocas eran las
muchachas que querían bailar. Puta época la nuestra, llena de remilgos. Un
coito era más complicado de adquirir que la extremaunción. Dios, entonces,
cuando venía, aquello se convertía en fiesta. ¿Bailamos? No, estoy cansada. Y
nos sentamos, tratando de ocultar la dureza de la verga que se agita con vida propia
detrás del zipper. Así en la negativa de pareja convivíamos con trago y con
música. Hoy era Bob Dylan y singani; mañana Jeff Beck y chicha; hoy Neil Young
y singani. Las mujeres soñaban con casarse y nosotros con viajar, después de un
polvo. La soledad iba tejiendo su espesa urdimbre y antes de ser jóvenes nos
íbamos haciendo viejos. ¿A quién culpar? ¿A los gringos, la economía, los
milicos? There is a town in North
Ontario, Neil Young comienza Helpless y cantamos. Pongo el disco. Creo que estoy solo, pero las
figuras de mis tres amigos de a rato se materializan, sus voces no han
cambiado, nasal la de Ricardo, idiosincrásica la de Pepe, calmada la de Chino.
Tal vez, si somos aire, podremos ir con facilidad por el camino de ese pueblo
de Ontario, por los bosques de Chicoutimi, donde vi tantos alces muertos que
pensé que se había declarado la guerra entre Canadá y los alces, y que si debía
alistarme en un bando u otro.
Chino lloró, en
mil novecientos ochenta y dos u ochenta y tres, al recordar la prisión política
en La Paz. Fue después que aporreé en la calle a un tipo que molestaba. QK
Cossío daba vivas a la muerte, como Millán Astray, y yo golpeaba despiadado un
rostro que ni conocía. Ustedes no saben lo que es la violencia, sentenció. Sus
sollozos nos avergonzaron. ¿Qué te hicieron? No contestó. Llevaba boina negra,
alta en su frente, de tanquista sueco (aunque el ordenador me corrige y pone
tanguista) Sería mejor…
De Suecia trajo
historias de amor libre, algo que nunca había pasado por nuestras puertas de
endemoniada pureza obligatoria. Polacas dadivosas, de senos confundidos con la
nieve y pezones rosa como flor de cerezos. Discos de Neil Young y de Bob
Marley. Esa la herencia del exilio en Malmö. Guerrilleros que se quedaron, que
no volvieron jamás. Era un mundo libre incluso sin ser afectuoso, un espacio de
oportunidad y de igualitarismo que entumecía las páginas de Guillermo Lora, las
inefables prédicas universitarias de rebelión, la teoría del futuro y la
práctica del dolor. No cabía opción. Pero a Chino le dijimos: vuelve, el país
vive una etapa interesante. Nos equivocamos. Bien pronto estaba acabado con los
desdenes de una mujer tarijeña. Se borraron las líneas de un cercano y
diferente pasado. Volvimos a lo mismo, a la rogadera y la invención, a
mentirnos a nosotros mismos de que existía un porvenir, mientras que desde la
derecha y la izquierda se reían los falaces.
Sirvo a cada uno,
de un fuerte cabernet californiano que rebajamos con agua. Termino tomándome
los tres, porque mis amigos, así lo quieran, no pueden sostener los vasos, ni
siquiera ajustarlos. Helpless,
helpless, helpless, helpless/Babe, can you hear me now?/The chains are locked
and tied across the door/Baby, sing with me somehow.
Son las cuatro en
México, las cinco en el Perú. Manu Chao pone el tictac del reloj. ¿Les importa
que sea tan temprano?, pregunto a mis amigos, mientras cambio el disco. Para
nada, tenemos toda la noche. Al alba nos iremos. ¿Cómo vampiros? Así…
Ese disco de São
Paulo me siguió hasta España, camino de Francia. En Chamartín, o Atocha, ni
recuerdo, nos pusimos a hablar con una chica alemana, Anja, de Neil Young. Le
conté que mis recuerdos de Brasil llegaron a tres: Rusts Never Sleeps, We Are
the Champions, de Queen, y una pelota de fulbito. Y una lluvia que era diluvio
vertical, como no había visto. De nuestro grupo, cuando salimos a husmear lo
que existía afuera, siempre regresamos con un disco de Young, no sé por qué.
Tal vez porque los tres difuntos y el redivivo convocamos esa magia años atrás cuando
luego de salir del colegio nos reunimos en el cuarto de Ricardo, con unos
aparatos Technics de primera para escuchar el álbum que mi madre trajo de
Alabama: los mejores éxitos de Crosby, Stills, Nash y Young. Comenzó ahí, con
las líricas de Déjà Vu, que no eran de Neil Young, pero con su inconfundible
guitarra, la misma a la que con el tiempo le adhirió una pegatina con el rostro
de Hendrix para vivir fraternos.
Camino por la
plaza Franz Tamayo. El busto de yeso del pensador yace olvidado en un pedestal
inmundo, con viñetas pornográficas y tontos mensajes de amor. Hay noche, y si
hay noche hay oscuro. La José Aguirre Achá termina justo en la casa de Chino.
Veo las enredaderas secas, los rosales polvosos, el nicho vacío de virgen en la
entrada y oigo. Neil Young canta y se dirige a mí: Sail, sail away…
06/14
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Publicado en MADRID-COCHABAMBA (Cartografía del desastre), Editorial 3600, La Paz, Bolivia, 2015 y Lupercalia Editores, Madrid, España, 2016
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