Claudio
Ferrufino-Coqueugniot
Parecía acabar a
las 7:30, la noche. Juntamos los últimos pedazos del atún con ajonjolí. Nana
Caymmi canta Solamente una vez, en
español. Decidimos sin embargo incursionar en la subcultura norteamericana de
las cosas de segunda mano. Teníamos 45 minutos para peinar el terreno todo.
Comenzamos con vasos cerveceros, altos, delgados trepando a anchos. Hay
hermosos vasos aquí, dice Armando y seguimos. Tropezamos con un poco algo de lo
inimaginable. Sugerí que el mundo había cambiado, que las tiendas de segunda
después del auge del internet se acabaron como centros de descubrimiento. No
queda el asombro de levantar cuadros tirados y encontrarse con litografías de
Isabey. Era, y alrededor también, otra época.
Enciendo el
motor. Llovizna. El verde del capó se diluye en la noche. Si no fuese por la
luz de los reflectores delanteros diría que volamos en una suerte de alfombra
mágica. Y viene la pregunta de mi hermano, justo cuando tocan las nueve: ¿y te
gusta vivir aquí?
Más de
veinticinco años. Hay dos niñas que entraban ambas en mis brazos y que hoy
discurren sobre historia y sociología mientras voy retrasándome, quedando
atrás, en la despensa, en los anaqueles como un vaso cervecero cualquiera,
etiquetado irlandés o bostoniano. Pero no he escrito todavía el libro que
quiero. Discurro por el crimen de las últimas páginas y lavo la sangre igual a
si se tratara de pintura. Leo a Leonardo Oyola, allí en Misiones, o Corrientes,
y me hubiese gustado escribir así. Pero esa vitalidad para el eructo, el vómito
hecho arte, no es que se haya perdido sino que pasó a segundo grado, de segunda
-otra vez-, como tienda de basuritas.
Me gustaba; me gustó;
ya no.
Sou caipira pirapora, vocaliza Elis Regina. Esta mujer más triste que
la noche, más densa que la luna. Y la he elegido para acompañar el estrecho
espacio entre las diez y medianoche, resquicio donde desaparece el infinito.
Todo el día he estado rodeado de mujeres suicidas, de heroicas drogas que matan
mujeres y de voces de mujer perteneciendo al futuro. Acaricio el revólver que
Emilio Losada en la Sevilla asqueada dice que cargo en sus sueños de poeta. Lo
acaricio, lo giro, lo juego de yo-yo y lo disparo contra un espejo. El ruido
del cristal imita llanto; sollozo cuando se esparce ya cansado. Vuelvo a
disparar y soplo el caño para creerme personaje de historieta. Elis Regina canta,
o chora.
11:21. Todavía
pesa el ron del domingo. Saber por qué fiesteamos. Porque no estábamos como los
de arriba escapados de Siria incendiada ¿o sí? O los califas de extensa índole
y corto pene ya no pueden alcanzarnos. Saludo a madre e hija armenias, vecinas sonrientes
de piscina en Norteamérica, de hamburguesa justo al lado por 69 centavos.
También sonreiría yo. Querría borrar para siempre las calles, los antepasados,
el cerro Sinjar, los dioses. Luego de aquello nada, ni la tumba de mis padres
ni la luna que goteaba sobre el cerro santo como tintura de cúrcuma.
11:23. Dos
minutos. Una brújula cuelga debajo de llaves coloniales pueblerinas,
recolectadas en intrascendentes excursiones. ¿Echaría atrás mi recuerdo como
mis vecinos de arriba? Gritan los niños a veces y sobre la noche de la pradera
gringa vuelve a correr el jinete sin cabeza. ¿O soy yo el que grito y el
refugiado? El reloj apenas avanza y ya he disparado tres tiros. Arrojo los
otros tres al basurero y observo las semillitas de ajonjolí que se pegan al
bronce. Miro la oscuridad. Hasta el foco de la puerta de entrada se quemó. Sou caipira, insiste Elis, y le digo que
lo mismo, que mi historia la inventaron para ponerme espaldas y hombros antes
de lanzarme al ruedo.
Medianoche.
Supuestamente el tiempo expiró. El primer minuto deduzco ser el de la muerte,
pero a las doce y tres sigo enfrente del ordenador y el gmail apila fotos y
nombres de novias en los extremos del mundo que se ofrecen para venir a
compartir el lecho de un barbado canoso, que no viejo, que no. A alguna me
gustaría decirle que más que conocerla preferiría ver Krasnodar, antes que
Donald Trump incendie el mundo y los campos salvajes a orillas del Dniester
pasen a flotar como humo.
Intervalo de
horas. Desasociarme de lo que la luz descubre. No pongo, ni hay, rosas
amarillas alrededor para excitar la imaginación. Escribo de noche, con cerrado
entorno que termina en el fin de un foco de 75. Ya que no hay cueva, que si la
hubiera, allí estaría, tomándome esta leche diluida en agua que sabe a vacío.
Pasan nombres de ciudades. Zhitomir, recuerdo, 1648 y 1942, la tragedia no
respeta siglos.
Cierro con
cuidado los bordes carmesíes de la bolsa de basura y la saco al patio. Ligia,
Marco, Omar duermen. Tres cucarachas discurren con amistad acerca de las
bondades de la humedad. Limpio las balas que saqué del basurero y apunto. Con
una mato tres… cucarachas y soplo: revolución mexicana.
Pan francés, miel
orgánica. Sobre la mesa los objetos se confabulan para eliminar la noche. Por
ahí hierve el café. Elis agoniza en el zaguán, ni el suave portugués la salva. Saudosa maloca: cabaña tristona, hogar
tristeante, dormitorio tristoso. La caldera grita como el tren al sur, el tren
de las once, el tren del trabajo. Casi las seis. Me quedan dos minutos para
despertar y ninguna bala.
09/08/17
_____
Publicado en
TENDENCIAS (LA RAZÓN/La Paz), 13/08/2017
No comments:
Post a Comment